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El enfermero de las orejas grandes tomó una tabla de madera manchada de sangre reseca y la metió debajo de la pierna que iban a amputar. Frenchie aulló de dolor.

– Átele los brazos, Smith. Y en cuanto a usted -le dijo el cirujano a la enfermera-, no recuerdo haber dado permiso a las protégées de la señorita Nightingale para entrar en las habitaciones de mi responsabilidad.

– Pero, doctor, yo sólo…

– Se dirigirá a mí como reverendo doctor Gaines, si es que esa ocasión llega alguna vez.

¿Era médico y sacerdote al mismo tiempo? Eleanor había aprendido a temer a los doctores católicos más que al resto en el poco tiempo que llevaba en el hospital militar. El cloroformo en pequeñas dosis era admitido como una forma indiscutible de mitigar el dolor durante las amputaciones, salvo por los galenos religiosos: éstos se oponían a su uso al considerar la novedad de la anestesia como un invento moderno sin más fin que paliar el sufrimiento noble y purificador que había establecido el Todopoderoso.

La enfermera Eleanor se volvió para mirar a Le Maitre, rojo y congestionado a causa del dolor ahora que le habían puesto en alto la pierna. Le habían atado los brazos con cuerdas sujetas al armazón de hierro de la cama. Taylor sostenía un vaso de whisky delante de él, pero los labios de Frenchie temblaban demasiado como para poderlo beber, y el líquido le chorreaba por el mentón.

– Dadle el protector bucal -ordenó el cirujano mientras se ataba a la espalda las tiras de su bata. Taylor tomó un gastado trozo de cuero y se lo puso a Frenchie entre los dientes.

– Procura morder esto con fuerza, no sea que te arranques la lengua de un bocao -le aconsejó el camillero, y le palmeó el hombro de forma amistosa; dejó ambas manos sobre los hombros y se puso detrás de él, en la cabecera de la cama, para sujetarle.

– Vale, Smith, agárrele la otra pata -ordenó el doctor mientras ponía una mano donde sobresalía la rodilla partida.

Smith descargó todo su peso sobre la mano apoyada en el muslo de la pierna derecha mientras le estiraban la izquierda sobre el tajo con la misma despreocupación que si fuera la piel de un cuello de pavo. Eleanor permanecía a los pies de la cama incapaz de articular palabra de puro horror. El reverendo doctor Gaines tomó de la carreta una sierra de amputar con mango de madera. Miró a Eleanor y le dijo:

– Quédese si quiere, así puede limpiarlo todo después.

Pero la enfermera Ames ya había decidido no moverse de allí. Frenchie la miraba fijamente como si su vida pendiera de un hilo, y la muchacha se sentía incapaz de abandonarle en semejante trance.

El cirujano ajustó la pierna con brusquedad hasta asegurarse de tener fijo en el centro del tao una zona situada escasos centímetros por encima de la rodilla, y una vez logrado su propósito la sujetó con una de esas manazas suyas y situó la hoja dentada del serrucho sobre la piel verdosa y amoratada.

Eleanor tuvo la desconcertante ocurrencia de que la sierra era el arco de un violín hasta que el doctor respiró hondo y empezó a moverla arriba y abajo.

Enseguida brotó un surtidor de sangre y Le Maitre chilló, contorsionándose con tal fuerza que el protector bucal salió despedido. El cuerpo del paciente se combó, pero el doctor hizo presión hacia abajo y echó hacia atrás la sierra antes de que el primer grito se hubiera apagado. El hueso se partió con un gran chasquido. Frenchie intentó volver a gritar, pero el dolor era tan intenso que no profirió sonido alguno. La pierna ya estaba prácticamente separada, salvo algún trozo de hueso y algunos jirones de músculos, pero el cirujano serraba ahora con gran rapidez, produciendo un ruido entre sibilante y viscoso, y pronto la pierna resbaló hacia su bata llena de salpicaduras de sangre para luego caer y quedar inmóvil a los pies del reverendo doctor Gaines. Éste no le prestó la menor atención, dejó el serrucho sobre la cama y rebuscó en la carretilla hasta encontrar un torniquete con el que atajar la hemorragia del muñón, que sangraba a borbotones.

Frenchie se desmayó antes de que el cirujano le arrancase las rebabas de piel con los dedos.

Luego, sacó de un bolsillo del delantal una aguja con el hilo ya preparado y procedió a suturar la herida con unas puntadas muy desmañadas. Al terminar, vertió sobre el muñón que había cosido de cualquier modo un chorro generoso de alcohol etílico y le dijo a Eleanor:

– Veo que aún no se ha caído redonda.

Las piernas le temblaban, pero sí, la enfermera seguía de pie, aunque sólo fuera por privarle del placer de verle desvanecerse.

– Ahora, vamos a dejarle a sus cuidados -concedió el cirujano mientras se secaba las manos sobre el frontal de la bata-. Ah, líbrese de esto -ordenó, tocando la parte amputada con la punta del zapato.

Acto seguido, se dio media vuelta y se marchó de la habitación. Todo había sucedido en menos de diez minutos.

Taylor y Smith se demoraron para recoger los utensilios y plegar el biombo. Se llevaron un dedo a la ceja en señal de despedida y se alejaron.

– Al siguiente hay que amputarle una mano -anunció Taylor.

– Pues eso va a ir por la vía rápida -replicó Smith.

La sangre empapaba la cama y hacía que el suelo circundante fuera muy resbaladizo, pero Eleanor tenía una tarea perentoria: deshacerse de la extremidad. La sábana estaba prácticamente fuera del colchón, así que la usó para envolver la pierna; luego, lo tiró todo a un cubo de la basura y se marchó en busca de un balde de agua y una mopa. Volvió con ellos y se puso a fregar el suelo. Entretanto, el sol subía en el horizonte y por la ventana se filtraba la luz blanquecina de la alborada. El día prometía ser magnífico.

Al terminar se acordó de la camisa que le había traído al paciente. Se moría de ganas por quitarle esa camisa llena de piojos y ponerle la limpia, aunque por nada del mundo deseaba despabilar a Le Maitre. Sin embargo, tampoco debía despertarse lleno de mugre, así que se sentó al borde de la cama y le levantó los hombros con la mayor suavidad posible. La cabeza se balanceó sin fuerza. El teniente tenía la piel fría y los labios habían adquirido un suave color azul.

– ¿Señora…? Si me disculpa… -dijo el soldado de la cama contigua. Eleanor alzó los ojos, aún sin soltar a Frenchie-. Creo que el pobre ha muerto.

Ella volvió a tenderle sobre el colchón y puso los dedos sobre el corazón del oficial. No latía. Después, llevó la mano al pecho. No se oía nada.

Eleanor se echó hacia atrás y apoyó la espalda contra la pared. Detrás de ella, un pájaro se posó sobre el alféizar de la ventana y se puso a trinar con alegría. El reloj de la torre dio la hora y ella supo que la señorita Nightingale pronto empezaría a buscarla.

CAPÍTULO TREINTA Y SEIS

16 de diciembre, 17:00 horas

MICHAEL ERA CONSCIENTE DE que si la puerta de Charlotte estaba cerrada a esa hora, probablemente era porque la pobre mujer intentaba dar una cabezada, que en verdad le hacía mucha falta, pero, por desgracia, no tenía más alternativa que despertarla.

Llamó con los nudillos, y al no recibir respuesta inmediata volvió a golpear la puerta más fuerte.

– ¡Echa el freno! -dijo ella, y Michael oyó cómo sus zapatillas se arrastraban hasta la puerta. Charlotte abrió. Llevaba puesto el jersey de reno y unas mallas holgadas de color púrpura de la Universidad del Noroeste. Al ver que se trataba de Michael, dijo-: Tengo que avisarte. Acabo de tomarme un Xanax.

A juzgar por su mirada somnolienta, Michael la creyó.

– Necesitamos que veas a alguien.

– ¿A quién?

¿Cómo podía explicárselo de forma que ella no pensara que se trataba de una broma pesada?

– ¿Te acuerdas de esa mujer? ¿La que estaba congelada en el hielo?

– Sí -contestó Charlotte, ahogando un bostezo-. ¿Habéis vuelto a encontrarla?

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