– Así es -confirmó Michael-. Bueno, la cuestión es que la hemos traído de vuelta.
– ¿A la base?
– A la vida.
La doctora se quedó allí, rascándose la mejilla con el dorso de las uñas, con aire distraído.
– Repite lo que has dicho.
– Está viva. La Bella Durmiente ha despertado, y está viva.
Por la expresión de su semblante, Michael sospechó que a Charlotte le parecía un chiste, y además de los malos.
– ¿Y me has despertado para eso? -preguntó-. Porque he tenido un día muy duro, y además…
– Te estoy diciendo la verdad. Es real. -Michael la miró directamente a la cara para que pudiera ver no sólo que era sincero, sino que además no sufría del Gran Ojo, y que aquello estaba sucediendo de verdad.
– No sé qué pretendes -dijo Charlotte, cediendo un poco en su resistencia-, pero ya que has conseguido que me levante de la cama, ¿dónde está ese fenómeno?
– En la puerta de al lado. En la enfermería.
Ella salió de su habitación tambaleándose de un lado a otro, todavía algo aturdida, y Michael se apartó de su camino. Lawson, que paseaba en la zona de espera igual que un padre impaciente en la maternidad, no dijo nada cuando la doctora entró en la sala de consulta con Wilde pegado a sus talones.
Eleanor estaba tumbada en la mesa como un cadáver en un féretro, con las manos cruzadas sobre el pecho. Sobre una silla había una parka naranja. Llevaba un vestido largo y pasado de moda, de color azul oscuro y con un broche blanco en el pecho. Tenía los ojos cerrados, pero no estaba dormida. Su boca se veía entreabierta y respiraba débilmente a través de ella.
Michael pudo ver que Barnes también había despertado. Pero de golpe.
‹No perdamos la cabeza›, fue lo primero que pensó Charlotte.
¿Quién era aquella joven? Desde luego, se parecía muchísimo a la mujer que había podido entrever a través del hielo.
– Se desvaneció hace una hora -le explicó Michael-, cuando tratamos de sacarla de la vieja iglesia y de la estación ballenera.
¿La estación ballenera? ¿Aquel lugar decrépito y abandonado? ¿Una chica que no debía tener más de diecinueve o veinte años tendida en la enfermería con aquellas ropas anticuadas? Nada parecía tener lógica. Charlotte se juró a sí misma pensárselo dos veces antes de volver a tomas Xanax. Después cogió la muñeca de la mujer y le buscó el pulso. Era estable, pero débil, aunque sus dedos parecían barritas de pescado congeladas.
– Por cierto, se llama Eleanor Ames.
Charlotte la miró a la cara. Era bonita, y le recordó a los retratos del siglo XIX que había visto colgados en el Instituto de Arte de Chicago. Sus rasgos eran elegantes y delicados, y tenía las cejas finas y arqueadas, pero la impresión general era extrañamente etérea e inmaterial, como si en verdad estuviera contemplando un retrato o una maravillosa estatua de cera. Había en ella algo que no parecía del todo real.
‹Concéntrate -pensó Charlotte-. Tú solo concéntrate en tu trabajo. No te dejes distraer por elementos que aún no tienen sentido para ti›, caviló. Era una lección que había aprendido una y otra vez en urgencias.
– Eleanor -dijo, inclinándose sobre ella-, ¿puedes oírme? -Los párpados pestañearon-. Soy la doctora Barnes. Charlotte Barnes. -Se volvió para mirar a Michael-. ¿Habla inglés?
Michael asintió enérgicamente.
– Es inglesa.
Charlotte se tomó un instante para asimilar aquello.
– ¿Puedes abrir los ojos y mirarme?
La interpelada se giró ligeramente sobre el cabecero y abrió los ojos. Contempló a Charlotte con expresión perpleja, y su vista saltó del reno rampante de su suéter a sus anchos rasgos faciales.
– Eso está bien -dijo Charlotte para animarla-. Muy bien. -Le dio unas palmaditas en el dorso de la mano. ‹Pero si no es la mujer del hielo, si no es la Bella Durmiente, ¿qué otra persona puede ser? ¿Y cómo ha conseguido llegar aquí, al Polo Sur?›, caviló. Charlotte trató de espantar aquellos pensamientos. ‹Concentración›, se exigió-. Vamos a subir tu temperatura corporal, y enseguida verás cómo te sientes mucho mejor.
Charlotte usó el estetoscopio para auscultar el corazón y los pulmones. El vestido de la mujer, confeccionado al estilo victoriano, desprendía un olor gélido y salobre. ‹Es como si hubiera estado bajo el agua›, dijo para sus adentros. Charlotte pidió a Michael que fuera al comedor y que trajera ‹algo rico y caliente, tal vez un tazón de chocolate›, mientras ella terminaba un examen superficial. Procedió con cautela para no hacer nada que pudiera conmocionar a una paciente con una sensibilidad de otros tiempos. Sin importar quién era no de dónde venía, era evidente que vivía en otro siglo, aunque fuese tan sólo en el interior de su mente. Barnes había visto una vez a un paciente que creía ser el Papa, y siempre había tenido la delicadeza de dirigirse a él como Su Santidad. Como era de esperar, Eleanor parecía estupefacta ante el tensiómetro, y la pequeña linterna con la que le examinó las pupilas también provocó su asombro. Durante todo el tiempo observó a Charlotte, cada vez más consciente y despierta, aunque algo aturdida por la perplejidad que sentía ante todo aquello. Charlotte se preguntó qué pensaría ella, una mujer negra, grandullona, vestida con un suéter de estampado llamativo y unas mallas púrpuras, y con una trenza de cabello canoso recogida sobre la cabeza en un descuidado moño.
– ¿Es usted… enfermera? -susurró por fin.
‹Bueno, podía haber sido peor›, se consoló la doctora.
– No, soy médico.
La joven tenía acento inglés.
– Yo también soy enfermera -contestó, levantando una mano pálida hacia su propio pecho.
– ¿De veras? -dijo Charlotte, contenta de oírla hablar, mientras preparaba una jeringuilla para extraerle una muestra de sangre.
– Sí, con la señorita Nightingale.
– ¡Caramba! -exclamó. Tardó un rato en asimilar lo que acababa de oír. Eleanor había pronunciado aquellas palabras con la esperanza de que causaran cierta impresión en Charlotte. Y, sin duda, lo consiguieron. Mientras levantaba la aguja para verla a la luz, Charlotte hizo una pausa y dijo-: Un momento. ¿Se refiere usted a Florence Nightingale?
– Sí -contestó Eleanor, satisfecha, al parecer, de que el nombre todavía fuese conocido-. En el hospital de la calle Harley…, y después en Crimea.
¿Florence Nightingale? ¿La dama de la lámpara? ¿De qué época era? La historia nunca había sido la asignatura favorita de Charlotte. ¿Cuándo había vivido, hacía doscientos años más o menos?
‹Concéntrate›, volvió a recordarse Charlotte. ‹Concéntrate›. No debía hacer nada que alarmara a la paciente o que, en un caso como aquél, pusiera patas arriba un sistema de creencias crucial para su estabilidad mental.
– En ese caso, señorita Ames, ha recorrido usted un largo camino para llegar a un lugar como éste. -Charlotte le recogió una manga del vestido; el tejido era áspero, estaba tieso y tenía el tacto de un disfraz de teatro-. Incluso hoy día, no es fácil llegar aquí. -Frotó con alcohol una zona del brazo-. Ahora quiero que esté muy quieta. Sentirá un pequeño pinchazo, pero será cuestión de unos segundos.
Eleanor bajó la mirada hacia la aguja y observó cómo le sacaba la sangre, como si nunca antes hubiera visto aquel procedimiento. ¿Y si era verdad que nunca lo había visto?, se preguntó Charlotte. ¿Podría haberlo visto en su época? Sólo por curiosidad, Charlotte se dijo que en cuanto terminara el examen buscaría información sobre Florence Nightingale. ‹Por razones puramente académicas›, añadió para sí.
Justo cuando retiraba la aguja, entró Michael con una bandeja en la que no sólo traía una taza de chocolate, sino también una magdalena rellena de arándanos y unos huevos revueltos cubiertos con un film de plástico. Mientras Michael buscaba un lugar donde dejar la bandeja, Charlotte abrió el minifrigorífico donde guardaban los medicamentos perecederos y las bolsas de plasma rojo, y depositó allí la muestra de sangre. Al hacerlo, se dio cuenta de que Eleanor seguía todos sus movimientos. Para ser alguien que aseguraba tener cientos de años, parecía más viva a cada minuto que pasaba.