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El golpe de la cuerda lanzó a Michael hasta el borde mismo de la estrecha franja donde se hallaba y, aunque no supo cómo, lo cierto fue que se sobrepuso y consiguió evitar su propia caída a pesar de notar en el hombro un chispazo de dolor; era como si se lo arrancaran de cuajo. Permaneció tendido de bruces en el borde, pendiendo de la cuerda de salvamento. Todo cuanto podía oír era el chasquido de la cuerda al rozar con la roca que iba deshilachándola.

Jamás sería capaz de decir cuánto tiempo permaneció de esa guisa y apenas tenía unos vagos recuerdos de cómo enrolló la cuerda alrededor de una prominencia rocosa ni cómo la hizo pasar por un fijador que logró clavetear con la mano sana.

Registró su equipo hasta localizar el silbato de emergencia y lo hizo sonar lo más fuerte posible, pero únicamente logró levantar eco en los riscos de los alrededores.

Antes de pensar en izar a Kristin debía atender su hombro izquierdo. Se le había salido de su sitio y tenía que encajarlo sin ayuda de nadie. Sopesó las opciones posibles en cuanto se hubo asegurado de que la cuerda iba a resistir y no encontró otra alternativa que la pared plana situada a sus espaldas. Se alineó en paralelo con la misma antes de respirar hondo y lanzarse hasta chocar contra la roca. Vio las estrellas de puro dolor y encima el brazo siguió desencajado. Cayó de rodillas y vomitó los restos ingeridos de la barrita proteínica. Luego, cuando fue capaz de ponerse de pie otra vez, se limpió la boca con el dorso de la mano derecha, y echó otro vistazo al risco. Un área de la pared sobresalía como el vientre de una embarazada y se le ocurrió que tal vez fuera posible usar dicha protuberancia para encajar el hombro en su posición, siempre que lograra soportar el dolor.

Se aproximó con cautela a fin de calcular bien, pero sabía que no podía tomárselo con calma, pues Kristin seguía colgando al final de la cuerda, mil quinientos metros por encima del pinar, por lo cual se reclinó sobre la roca, apoyó el hombro en ella y presionó cada vez con más fuerza. Escuchó los chasquidos y crujidos de las junturas mientras se le encajaba el hombro. El dolor fue terrible, mas él sólo pensaba en Kristin, y siguió presionando, arriba, abajo, a un lado, al otro. Todas las piezas iban encajando en su lugar y todo empezaba a situarse en su sitio. Supo que la cabeza del húmero había vuelto a su posición habitual cuando escuchó un chasquido final. Jadeó con la respiración entrecortada varias veces y esperó aterrado a ver si el brazo le respondía, pero sí, le aguantó.

Tenía todo el cuerpo bañado en sudor, por lo cual sacó una botella de agua del petate y bebió unos sorbos antes de comenzar el laborioso proceso de izar a Kristin unos centímetros con cada tirón, y una vez, y otra, y otra más. La llamó varias veces con la esperanza de obtener una contestación, pero no obtuvo más respuesta que un silencia cargado de siniestros presagios. Imploró para que simplemente hubiera perdido el conocimiento por el golpe y pronto recuperase el sentido, pero tomó conciencia de la gravedad del asunto en cuanto la cabeza asomó por encima del borde y vio el casco; parecía aplastado por el martillo de un gigante. La cosa pintaba mal, muy mal.

En cuanto hubo alzado todo el cuerpo le quitó el arnés y la mochila, abiertos y destrozados a resultas de la caída. Todo su contenido, incluso el móvil, estaba en algún lugar de ahí abajo. Comprobó el pulso y el ritmo cardiaco. Acto seguido, desenrolló el saco de dormir y la tendió sobre el mismo poco antes de notar cómo su propio cuerpo empezaba a acusar semejante mazazo. Hizo un alto para buscar un botiquín de primeros auxilios y se metió para el cuerpo cuatro pastillas de Tylenol. Después, intentó comerse otra barra proteínica para recobrar fuerzas, pero tenía la boca seca y áspera como una lija, por lo cual no consiguió masticar y debió partirla en trocitos y tragarlos acompañados con sorbos de agua. Se le planteó entonces la duda sobre si dar o no de beber a Kristin, pues temía ahogarla. En vez de eso, reunió un montón de tierra y gravilla a fin de poder ponerle en alto la cabeza, y luego se dispuso a esperar.

Los últimos rayos del sol teñían de rosa pálido el lado oeste de la cordillera de las Cascadas y abajo, el Gran Lago era una lámina negra como la obsidiana.

Recordaba haber pensado en lo hermosa que era esa vista y haber creído que Kristin se repondría para disfrutarla. A ella le encantaban los atardeceres, en especial cuando se encontraba al aire libre. Solía decir que dormía mejor bajo las estrellas que en los hoteles de cuatro estrellas donde pernoctaba su familia. Esa noche lucieron muchas estrellas en el cielo.

Pero la temperatura empezó a bajar.

Michael echó mano a todas las piedras disponibles para construir un cortaviento. Luego, dobló su chaqueta de nailon y la metió debajo de la cabeza de Kristin, pero no le quitó el casco destrozado. Tenía un semblante ileso y ofrecía una imagen de paz y felicidad. No transmitía dolor alguno, y él lo agradeció muchísimo. Se acuclilló e intentó permanecer lo más caliente posible. Tuvo que sofocar sus miedos hasta la primera luz del alba, cuando pudo iniciar el descenso.

Hizo sonar el silbato una vez más por si alguien lo oía, y cuando el sonido dejó de escucharse entre los montes circundantes se agachó junto al saco de dormir y le susurró al oído:

– No te preocupes… Te llevaré a casa, lo prometo, te llevaré a casa.

CAPÍTULO DIECISIETE

9 de diciembre, 13:00

HIRSCH SE SINTIÓ EN buena medida como un astronauta a quien acababan de informarle de que no puede subirse a la nave.

– Pero me encuentro perfectamente -repitió mientras la doctora Barnes efectuaba otra anotación en la gráfica del enfermo.

– No es eso lo que indica tu cuerpo. Todavía acusas cierta hipotermia a consecuencia del chapuzón de ayer y no voy a permitirte bucear por ahí abajo, te pongas como te pongas.

El biólogo había terminado por tener razón: O’Connor había autorizado otra inmersión, aunque sólo para retirar el cofre hundido, y en cuanto a la princesa de los hielos se había limitado a decir que la subieran también si ella consentía en venir.

– Pero has dejado ir a Michael -se quejó el biólogo, jugándose el último cartucho.

– Él está perfectamente -repuso ella-, y además, si Michael se tira por un puente, ¿tú irías detrás, o qué?

La doctora echó a reír mientras garabateaba algún dato más en el expediente y Darryl supo que no tenía oportunidad alguna de que Charlotte diera su brazo a torcer.

Se abotonó la camisa y abandonó la camilla sabiendo en el fondo de su corazón que ella estaba en lo cierto: su cuerpo acusaba aún los efectos de la inmersión. Una parte muy profunda de su ser continuaba helada, sin importar cuánto té caliente bebiera ni cuántas tortitas untadas con mantequilla y sirope devorase. La noche pasada había tenido que dormir debajo de todas las mantas de su habitación y a pesar de eso se había despertado a las tres de la madrugada con un castañeteo de dientes.

– Aguafiestas -dijo al salir de la enfermería.

Se topó en el hall exterior con Michael, que regresaba de entregar su propio certificado médico en la oficina de Murphy.

– ¿Vienes? -inquirió, y Darryl le dio las malas noticias. Wilde se quedó perplejo.

– ¿Quieres que entre a hablar con ella e interceda por ti? -se ofreció, señalando con la cabeza a la oficina de Charlotte.

– No te serviría de nada. Esa mujer tiene el corazón de piedra, así que baja ahí abajo y haz el descubrimiento de tu vida sin mí. Yo estaré en el laboratorio, bebiéndome esa botella de vino. Seguro que se ha descongelado a estas alturas.

Michael le palmeó el hombro y se marchó del hall. El científico se puso el abrigo y el gorro, pues incluso los desplazamientos más breves entre módulos exigían ir protegido contra los elementos, y se encaminó hacia su laboratorio tras una fugaz visita a la cocina.

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