– ¿Va todo bien ahí dentro? ¿Cómo está…?
– Más a gusto que un gorrino en un charco.
A juzgar por la cara de Charlotte, daba la impresión de sentirse como si fuera ella la que estuviera en el charco.
En cuanto salió a la superficie, el profesor los convenció con zalemas para que empezasen a preparar su propio iglú cada uno. Insistía en que hicieran todos los pasos del trabajo manual sin ayuda de nadie, aunque guiaba cada uno de sus movimientos.
– Tenéis que saber cómo hacerlo y creo que sois capaces de lograrlo -insistía observando por encima de ellos cómo cortaban los bloques de nieve-. Tal vez esto pueda suponer la diferencia entre la vida y la muerte.
La proximidad de la muerte se estaba convirtiendo en una referencia de lo más habitual en Point Adélie, caviló Michael.
Esa noche, en vez de recuperar fuerzas con una buena cena en el comedor, se acurrucaron tras el muro de hielo construido con los materiales sobrantes y dando gracias a Dios por las ropas de abrigo que el NSF había dejado en sus armarios. Cenaron unas raciones facilitadas por el jovial Lawson. No llevaban la delatora etiqueta MRE, [8] pero Michael albergaba la sospecha de que eran obra de los mismos «restaurantes de postín» que avituallaban al ejército norteamericano. Miró el plato: podía apreciar con la vista que era filete de vaca con patatas, pero si cerraba los ojos ya no estaba tan seguro de ser capaz de identificarlo por el sabor. El instructor les pasó una bolsa en cuanto dieron buena cuenta de aquella cena fría y rápida a fin de que envolvieran y metieran en ella todos los restos.
– No podemos dejar ningún resto aquí afuera. Los hombres debemos llevarnos todo lo que traemos.
La base estaba colina abajo, a cosa de un kilómetro, junto a la orilla del mar de Weddell. Apenas era visible, y eso que sus luces blancas seguían encendidas a pesar de la permanente luz solar. Charlotte las estaba mirando como si fueran las luces de París. Cuando el viento soplaba en su dirección podía escuchar débilmente los aullidos de los perros de tiro en las perreras.
– ¿Seguro que no podemos pasar allí la noche? Quiero decir, ahora ya sabemos construir un iglú -insistió ella-. ¿Debemos dormir dentro?
Lawson asintió con la cabeza.
– Eso me temo. Yo sólo cumplo órdenes de arriba. Desde que el probeta ese, disculpe, me refería al geólogo de Kansas, se extravió ahí fuera y la palmó, Murphy exige que todos los novatos pasen un día completo entrenándose en la Escuela de la nieve.
Darryl se puso de pie y se frotó los brazos para entrar en calor.
– Vale, ¿dónde duerme cada uno? Uno de los dormitorios tendrá que ser mixto.
– Tienes razón -repuso el instructor, que conservaba la flema con independencia de la naturaleza de la queja formulada, por muy obvia que fuera-. Hice la primera algo más grande. ¿Por qué no la compartes conmigo, Michael?
Cada uno de ellos tomó del trineo un saco de dormir con relleno sintético y se dieron las buenas noches. Mientras esperaba a que Lawson, linterna en mano, se abriera paso por el túnel, el reportero reparó en Charlotte, que, envuelta en su gran parka verde, esperaba a que Darryl se introdujera en el interior del otro iglú.
– Al menos ahí dentro no se va a marear -bromeó Michael.
La mujer se limitó a asentir con los ojos fijos en el hueco abierto en la nieve mientras sostenía el saco de dormir enrollado. Michael tuvo una corazonada y se encaró con ella:
– Ni se te ocurra volver andando tú sola al campamento. No es seguro.
Charlotte lo miró de soslayo, pero él supo que le había leído el pensamiento, o por lo menos que la doctora había tenido la tentación.
– Venga, todos dentro -les instó Lawson con voz apagada.
– Hasta mañana -se despidió Michael antes de lanzar el saco de dormir, doblarse por la mitad y meterse a rastras por el corredor.
El túnel no era largo, pero sí estrecho. El instructor medía en torno al metro ochenta de altura, como el reportero, pero era de constitución bastante delgada, y en ese momento Michael deseó que Lawson hubiera tenido algo más de previsión y hubiera hecho la zapa algo más espaciosa. Se estuvo dando golpes en la cabeza durante todo el trayecto, y para poder avanzar se vio obligado a hundir las puntas de las botas y sostenerse sobre los codos mientras hacía fuerza para impulsarse hacia delante. No padecía de claustrofobia, pero habría sido un momento espantoso para sufrir un brote ahora que tenía todo el cuerpo enterrado en la nieve, los copos le empapaban los labios y el saco de dormir le obstaculizaba toda la luz que pudiera emitir la linterna de Lawson. Cuando al final asomó la cabeza al otro lado fue como emerger a un mundo nuevo. El instructor apartó el saco y tiró de él para ayudarle a salir.
– Lo mejor de todo es que aquí no es necesaria la nevera -observó Lawson.
Michael entró a rastras y debió quedarse de rodillas al tener el techo a escasos centímetros de la cabeza. Había suficiente distancia entre las paredes del iglú, que ya estaban cubiertas de vapor, dado que se había condensado el aliento de sus respiraciones, como para extender del todo el saco de dormir siempre que dejara los pies al borde de la entrada. Lawson había cubierto la mayor parte del suelo con esteras aislantes.
Lo que realmente le sorprendió fue la luz del interior. La linterna apuntaba hacia arriba y enviaba destellos luminosos en todas las direcciones, hasta el punto de que las paredes parecían refulgir con un fulgor blanquiazul y unos pocos copos desprendidos desde lo alto revolotearon perezosos en el aire, ostentosos como diamantes. Michael se sintió dentro de una bola de nieve.
– Tal vez el techo escurra un poco durante la noche, sobre todo en la zona de los respiraderos -avisó Lawson mientras se estiraba dentro de su saco de dormir-. No es preocupante, pero te sugiero subir hasta arriba la solapa del saco. -Se tendió de espaldas y se echó la tela impermeable sobre la cabeza-. Así -concluyó.
Su respiración levantó un poco la tela.
Michael desenrolló su saco y se tendió en él, no sin antes lograr darse tres o cuatro coscorrones contra el techo. Se quitó las botas, pero se dejó puestos los calcetines de lana y los escarpines de neopreno. Después imitó a Lawson e hizo un bulto con la parka y la colocó a modo de almohada, pero la parte más dura de la misma se aplastó hasta formar un rebujo apretado con las telas del saco y las otras ropas que no se había quitado. En el espacio cerrado del domo de hielo tuvo ocasión de apreciar su olor, y no era precisamente agradable. Se apretó un poco hasta conseguir poner los pies al fondo del saco. Lawson había pegado el suyo a la pared, pero aun así dejaba a Michael el espacio justo para extender las piernas sin tocar al compañero de iglú. Reclinó la cabeza sobre el abrigo enrollado y fijó la mirada en el curvo techo, preguntándose si no se derrumbaría en cualquier momento, pero en vez de eso se desprendió una sola gota que hizo plaf al estrellarse sobre su mentón, cubierto con una barba incipiente, pues durante los días anteriores se había afeitado cada vez menos en previsión de apuros como aquel, cuando venía bien cualquier protección, incluso la de los pelos del bigote. Se limpió el gotón con el dorso de la mano enguantada y se revolvió hasta poder echarse la solapa del saco de dormir sobre el rostro.
– ¿Apagas la luz? -murmuró Lawson.
– Vale -replicó el reportero.
Sacó el brazo y buscó a tientas la linterna situada entre ambos. La apagó en cuanto la encontró. En un instante se desvaneció el deslumbrante fulgor de la nieve, sustituido por una negrura y una quietud tan profundas que a Michael, por mucho que intentó evitarlo, le recordaron las del sepulcro.
CAPÍTULO ONCE
21 de junio de 1854, 1:15 horas