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– Han muerto de cólera -musitó-. Es demasiado peligroso enterrar o quemar los cuerpos.

El teniente Copley se volvió hacia el sargento Hatch, que mordía con fuerza la boquilla de la pipa.

– Pe-pero… ¿y esto? -quiso saber el joven.

Hatch retiró la pipa de los labios antes de contestar:

– Lastran los cuerpos con piedras antes de tirarlos al mar… Pretenden que se queden en el fondo, pero a veces los pesos son insuficientes.

– Y los cadáveres se hinchan -concluyó el marinero con voz grave-. Algunos suben a echar una última miradita por aquí.

Sinclair buscó con los ojos la bulliciosa actividad del puerto: barcos y transportes descargaban sus mercancías y las tropas subían a bordo de botes blancos para llegar hasta la orilla, donde la brisa marina hacía ondear las banderas y las bayonetas centelleaban al sol. Luego, volvió a mirar hacia abajo, al mar, donde los restos flotantes se balanceaban siguiendo la cadencia impuesta por las olas coronadas de espuma blanca.

– ¿Cómo se llama este lugar? -inquirió, seguro de que no iba a olvidarlo jamás.

El marino soltó una risilla amarga entre dientes y se llevó un dedo a la ceja en señal de respeto antes de marcharse.

– Kalamita… Bahía Calamidad, así se llama.

CAPÍTULO VEINTIUNO

11 de diciembre, 13:00 horas

A VECES, MUCHOS CREÍAN que Betty Snodgrass y Tina Gustafson eran hermanas. Ambas eran ‹mujeres de huesos grandes›, como solían decir entre ellas a modo de broma, de cabellos rubios y rostros francos. Se habían conocido en la renombrada facultad de Glaciología y Ciencias Árticas de la Universidad de Idaho, que era la primera opción, aunque no la última, para convertirse en las reinas del hielo. La Glaciología estaba considerada como la más dura, rigurosa y severa de todas las ciencias y era la especialidad en que ambas estaban interesadas sin ningún género de dudas. Ellas no querían nada flojucho, blando o femenino. Deseaban algo que requiriese aguante y agallas. No era posible pasar mucho tiempo tostándose al sol en las blancas playas de Cozumel si querían convertirse en buenas glaciólogas, y no lo pasaron.

Pero habían logrado plenamente su deseo.

En Point Adélie llevaban una vida espartana al aire libre, realizando perforaciones a fin de conseguir muestras que luego conservaban en un congelador subterráneo a una temperatura constante de siete grados bajo cero, y si necesitaban usar hielo menos apelmazado, lo depositaban en el almacén de muestras antes de analizar las muestras de isótopos y gases, gracias a las cuales era posible detectar las eventuales alteraciones producidas en la atmósfera terrestre con el discurrir de los siglos. Y con el tiempo habían llegado a convertirse en unas consumadas tallistas del hielo, de modo que les complacía pensar que eran las mejores en eso. Betty solía bromear con Tina diciéndole que si todo se torcía y no podían trabajar como glaciólogas, siemrpe podrían ganarse la vida haciendo esculturas de hielo para bodas y las ceremonias judías del bar mitzvá.

El descubrimiento de Michael exigía un trabajo que parecía estar hecho a medida de las glaciólogas. El enorme sillar de hielo arrancado del glaciar permanecía erguido en medio de los cilindros helados alineados al fondo y del cajón de madera -marcado con una etiqueta donde estaba escrita la palabra ‹plasma›- utilizado para dar cobijo a Ollie, el polluelo de págalo. Alrededor de aquella suerte de aprisco se alzaba una valla de casi dos metros de altura; estaba hecha de chapas metálicas y hacía las veces de cortavientos, sólo que aquel redil no tenía tejado ni suelo, salvo el cielo gris en lo alto y el piso de la helada tundra debajo.

Betty y Tina se habían puesto batas blancas sobre la indumentaria de trabajo por la fuerza de la costumbre -los núcleos se contaminaban con facilidad-, a pesar de ser una precaución innecesaria con esa muestra: no iban a poder efectuar una datación tras lo mucho que se había comprometido el resultado al cortarlo con las sierras e izarlo hasta la cabaña de inmersión, a lo cual debía añadirse luego el transporte en el trineo. De todos modos, la mejor evidencia de la fecha se obtendría gracias a los cuerpos atrapados dentro del témpano. Betty era capaz de ver la forma y el estilo de vestir de la mujer incluso a pesar de que todavía era preciso arrancar bastantes centímetros de hielo. El aspecto de la joven le recordaba vagamente a la serie de televisión Masterpiece Theatre, donde se representaban muchas biografías y adaptaciones de textos clásicos. Solía verlo a menudo cuando era niña. Le pareció incluso detectar el brillo apagado de un broche de marfil sobre el pecho de la dama.

Procuraba no mirarla a los ojos mientras usaba la perforadora, la sierra o el pico. No se sentía cómoda.

Tina trabajaba en la parte posterior del bloque con las mismas herramientas que ella. Como de costumbre, hablaban de cualquier otra cosa, sobre todo de los cambios recientes en la cúpula de la NSF. Tina se detuvo y anunció:

– Tenían razón.

– ¿Respecto a qué? -preguntó Betty tras arrancar otra capa de hielo.

– Hay otra persona atrapada en el hielo. Ahora puedo verla.

Betty dio la vuelta por detrás y también ella pudo apreciar la presencia de otro sujeto. La cabeza del hombre estaba pegada a la espalda de la mujer y tenía el cuello sujeto con la misma cadena que sujetaba a la chica. Lucía un bigotito y parecía llevar algún tipo de uniforme. Tina y Betty se miraron, y luego ésta sugirió:

– Tal vez deberíamos echar el freno.

– Esto podría ser más grande de lo que podemos manejar aquí abajo. Tal vez sea el tipo de hallazgos que debemos enviar a los laboratorios de la NSF en Washington, D.C. o incluso a la Universidad de Idaho.

– ¿Qué…? ¿Y perdernos la oportunidad de pasar a la historia…?

Wilde venía cargado con el equipo (cámaras, trípode y un par de focos), razón por la cual no tenía una mano libre para abrir el panel metálico que cumplía la función de puerta de entrada al almacén de muestras y se limitó a llamar con la punta del pie. Escuchó a las glaciólogas hablar detrás de la entrada, una de ellas acababa de decir algo sobre historia. Cuando Betty retiró la plancha, el periodista se disculpó:

– Perdonad que no os haya avisado antes de venir.

– Está bien. Nos encanta la compañía.

– La de los vivos -le corrigió Tina con tono admonitorio.

Pero Michael estaba tan concentrado en su tarea que no se percató de la indirecta. En vez de eso, depositó varios objetos en el suelo y de inmediato se encaminó hacia el cajón de la esquina. Se arrodilló y miró dentro. Ollie estaba tan acostumbrado a la presencia del periodista que se levantó nada ma´s verle y caminó balanceándose hacia él. Michael rebuscó entre sus ropas y sacó unas tiras de beicon que acaba de tomar en el comedor y le tendió una. El págalo ladeó su suave cabeza gris -cada días se parecía más a una gaviota- y estudió la tira unos instantes para luego tomarla de un rápido picotazo.

– Eh, casi te llevas mi dedo.

Michael colocó el resto de la comida en el borde de la caja y fue a incorporarse, pero se quedó a mitad del movimiento cuando vio las miradas de aprensión de Betty y Tina:

– No me pongáis esos caretos… Los págalos comen de todo.

– No es eso -repuso Betty.

Entonces, siguió la dirección de la mirada de Tina hacia el témpano.

– ¡Guau, yo tenía razón!

Había un hombre enterrado en el hielo. Si ella era la Bella Durmiente, entonces, ¿quién era él? ¿El auténtico Príncipe Azul? Michael tuvo la impresión de que había sido soldado a juzgar por el galón dorado que parecía entreverse a la altura del pecho.

Y también experimentó un sentimiento de lo más extraño, un sentimiento de alivio al saber que ella no había estado sola todo ese tiempo.

– No cortéis más -les pidió-. Necesito hacer una fotografía de este estado del proceso.

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