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La joven se agachó sobre la nieve, intentando recuperar el aliento, y bajo la capucha estrechamente ajustada sólo se veían sus ojos verdes, dilatados por el terror.

– ¡Ponte en pie! -le dijo el reportero-. ¡El hielo! -Tenía nieve en el abrigo y sobre los mitones, y también en las botas. Con el dorso de la mano, él le quitó toda cuanto pudo, y después la puso rápidamente en pie.

– La cuerda -le instó-. Necesito la cuerda.

Pero estaba tan apretada a su alrededor que no podía soltarla. Michael volvió a asomarse por el borde y vio que el trineo se había deslizado un poco más y estaba inclinado en un ángulo aún más precario. Por ello, extendió su brazo bueno tan lejos como pudo.

– Póngase en pie en la parte superior del trineo -le dijo al teniente- y trate de agarrarse a mi mano.

Sinclair apenas podía moverse sin que el trineo volviera a deslizarse de nuevo, con los patines resbalando por el hielo. Se quitó las gafas y el pasamontañas y después de soltarse cuidadosamente el cinturón de la espada, lo apartó y lo dejó caer.

– ¡Rápido! -insistió Michael-. ¡Antes de que se caiga más!

El teniente se soltó con cautela del patín trasero hasta llegar a la carcasa naranja del trineo. Con los brazos extendidos como los de un acróbata, se fue acercando centímetro a centímetro, con las botas arañando la resbaladiza superficie de la cestilla. Al final se incorporó y unió su mano enguantada a la de Michael. Sus ojos se encontraron.

– ¡Vamos! -le urgió el reportero, pero el peso de Sinclair en la parte delantera del trineo era excesiva y con un crujido escalofriante comenzó a caerse.

– ¡No se suelte! -le suplicó el reportero, aunque él mismo se estaba viendo arrastrado hacia el borde. El aliento le atravesaba la garganta en carne viva, como si fuera un soplete, y la nieve y el hielo que tenía bajo el brazo comenzaron a desprenderse.

Un fino polvo blanco revoloteó hacia la grieta.

– ¡Le tengo! -le insistió Michael, pero mientras miraba el rostro del joven teniente cayeron sobre su mostacho y sus mejillas unas cuantas esquirlas de hielo y una expresión confusa invadió su rostro.

Copley intentó hablar, pero los labios se le recubrieron de una fina escarcha, robándoles todo el color. La lengua se le quedó rígida como un palo de madera y un brillo cristalino se extendió por sus mandíbulas, corriéndole por el cuello hacia abajo con tanta rapidez y dureza que el cuerpo se le puso rígido y los dedos perdieron fuerza.

El trineo hizo un ruido chirriante y se deslizó un metro más.

– ¡Sinclair! -gritó Wilde, pero la única cosa que aún quedaba viva en él eran sus ojos y al momento también ellos se volvieron vidriosos afectados por la extensión del hielo.

El cuerpo del teniente inglés quedó allí colgado sólo un instante más antes de que el trineo se liberara repentinamente y se hundiera, con la parte delantera hacia delante, en dirección hacia el fondo de la grieta azul. Se oyeron grandes chasquidos y claqueteos y, finalmente, un gran golpe demoledor, como si una lámpara de cristal explotara en mil piezas tintineantes. Los ecos se multiplicaron por las paredes irregulares, pero el abismo era demasiado profundo para que Michael pudiera ver ningún signo del teniente, o del desastre.

Cuando finalizó la última reverberación, Michael le llamó varias veces. Pero no se oía otro sonido que el susurro del viento deslizándose por el cañón helado.

Alzó el brazo, insensible y dolorido, fuera del agujero y se dejó caer de espaldas. Sentía los pulmones como si le ardieran. Eleanor estaba allí donde la había dejado, de espaldas al viento y con los brazos apretados a su alrededor. Tenía la cabeza abatida, y la capucha firmemente ajustada al rostro, sin que se viera nada de piel expuesta a los elementos.

– ¿Se ha ido? -preguntó con una voz apenas audible desde debajo de la capucha.

– Sí -repuso él-. Se ha ido.

La capucha hizo un asentimiento.

– Y no debería llorar siquiera…

Michael se puso en pie.

– … porque mis lágrimas se convertirían en hielo -finalizó.

Él acudió a su lado y le pasó un brazo por la cintura. Parecía repentinamente tan débil que pensó que se caería en la nieve, o que incluso se tiraría por su propia voluntad.

Mientras él la guiaba lentamente alrededor del borde de la grieta, ahora y para siempre una tumba desconocida, ella se detuvo y dijo algo tan bajo que no la entendió. Él no le preguntó qué había dicho, y no le pareció oportuno insistir en ello y tampoco vio lo que ella presionó contra sus labios antes de dejarlo caer al abismo azul, pero mientras caía revoloteando, en un relumbrar de oro y marfil, él comprendió qué era.

Con el sol polar sin vida pendiente sobre sus cabezas, retomaron su camino a través del campo de formas irregulares de los destrozados seracs.

CAPÍTULO CINCUENTA Y CINCO

29 de diciembre, 2:45 horas

MICHAEL APURÓ EL ÚLTIMO trago de whisky y miró por la ventana cuando se apagaron las luces de la cabina y el piloto anunció que se prepararan para el aterrizaje.

Incluso a esa hora, Miami parecía arder bajo una red de largos y relampagueantes rayos de luz que sólo se detenían ante las playas negras del océano.

La azafata recogió la taza de plástico y la botella vacía. El chico que había estado durmiendo en el asiento del otro lado del pasillo se despertó y apartó el portátil en el que no había trabajado durante horas. Le había dicho a Michael que era un «especialista en recursos», fuera lo que fuere, de alguna compañía americana que montaba una red de telecomunicaciones en Chile.

Wilde no había dormido ni una siesta durante días. Incluso en ese momento, no podía dejar de pensar en lo que yacía en la zona de carga del avión.

El chico del pasillo comentó:

– ¿Cuánto nos hemos retrasado? ¿Sólo cuatro horas?

Michael asintió. Cada hora extra, cada retraso, eran cruciales para él. Al menos, el paso de las aduanas en mitad de la noche fue más rápido de lo habitual, hasta que Michael mencionó que viajaba con restos humanos y necesitaba saber dónde debía acudir para reclamarlos.

– Le acompaño en el sentimiento, señor -le dijo el agente de aduanas-. Haga una parada cuando salga y comuníqueselo al agente de transportes internacionales. Ellos podrán ayudarle.

En la oficina de transportes, un chaval con un uniforme azul que no parecía tener edad de estar levantado tan tarde, lentamente repasó los informes de la NSF que le había proporcionado Murphy y los documentos médicos redactados por Charlotte, mientras Michael luchaba por no mostrar su impaciencia. Sabía que debía mantener la sangre fría y no hacer nada que atrajera una atención innecesaria. El chaval llamó a un empleado de categoría superior; la etiqueta plastificada que colgaba del grueso cuello del tipo lo identificaba como Kurt Curtis. Una vez verificó los papeles él mismo y volvió a comprobar el documento de identidad y el pasaporte del reportero, comentó:

– Le acompaño en el sentimiento, señor.

Wilde se preguntó cuantas veces más tendría que volver a escuchar eso. Curtis levantó el teléfono, pulsó el botón y después masculló unas cuantas palabras dándole la espalda al reportero. Gruñó «vale» tres veces, y después se volvió a decirle:

– Si me sigue, le llevaré a la terminal de transportes internacionales. -Señalando el petate de Michael, añadió-: No olvide llevarse eso.

En el exterior, la noche de Miami le envolvió como una toalla caliente y mojada. «Acostúmbrate», se dijo para sus adentros. Eleanor jamás podría vivir en Tacoma, donde la nieve y el aguanieve eran habituales. Curtis se situó en el asiento del conductor del cochecito, mientras Michael colocaba el petate en la parte trasera y se sentaba a su lado. Debía de haber llovido en las últimas dos horas, porque el asfalto estaba mojado y había charcos por aquí y por allá de varios centímetros de profundidad. Un jet rodaba en esos momentos por la pista de aterrizaje arrojando un tornado de aire viciado mucho más caliente aún, y el rugido del motor era ensordecedor. Curtis no pareció darse cuenta, pero aceleró el coche pasando por una serie de terminales hacia un enorme hangar abierto donde había aparcada una furgoneta con el letrero «Juzgado de instrucción del condado Miami/ Dade». Una mujer pequeña con pantalones negros y una blusa blanca estaba apoyada contra la puerta, fumando un cigarrillo. Alzó la mirada cuando Michael cogió su petate y salió del cochecito. Curtis dio un volantazo y se marchó.

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