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Y entonces recordó cuál sería el artículo esencial que habría con seguridad: una pistola de bengalas.

Un teniente de lanceros no conocería la diferencia entre ésa y una pistola real.

El trineo giraba literalmente hacia la costa, y el reportero vio cómo Sinclair volvía la cabeza, consciente ahora de que le perseguían. El sol incidió sobre sus gafas y las charreteras doradas, así como en los faldones escarlatas de su chaqueta, que se agitaron al viento como la cola de una zorra. El pasamontañas negro le daba un aspecto menos parecido a un soldado que al de un ladrón en plena huida.

El deslizador estaba dando la vuelta en ese momento alrededor de un nunatak o pico montañoso negro como el carbón y el peligro se hizo entonces aún mayor, especialmente si Sinclair no lo descubría. Solían formarse bastantes grietas en torno a la base de aquellos salientes rocosos e incrementaban en número y profundidad conforme el glaciar se aproximaba al mar. El teniente continuaba dirigiéndose hacia la costa, sin duda, porque le facilitaba la orientación. En la Antártida era difícil juzgar las distancias, así como las direcciones, ya que apenas había puntos de referencia útiles, y el paisaje mantenía el mismo aspecto a veces incluso durante cientos de kilómetros. El sol, que en esa fecha estaba justo encima de sus cabezas, tampoco servía de mucho. Las sombras se quedaban pegadas a los talones de la gente como perros obedientes.

Michael estaba dividido entre el deseo de adelantar enseguida al trineo para forzar un enfrentamiento sobre un hielo inestable y la conveniencia de esperar hasta que hubieran alcanzado el suelo sólido de Stromviken, mas ése era el terreno del teniente y quién sabía las ventajas que podría extraer de él una vez que llegaran allí.

El inglés se vio obligado a disminuir la velocidad del trineo. Wilde aguzó la vista y descubrió los bloques recortados de un campo de seracs alzándose del terreno, como si un tenedor gigante hubiera estado revolviendo el suelo con sus púas. Los perros buscaban un camino alrededor del obstáculo, y Sinclair se inclinaba sobre el asidero, urgiéndoles a continuar.

Michael limpió el hielo y la nieve de sus gafas y agachó la cabeza detrás del parabrisas. Unas tenues nubes blancas se extendían como muselina por todo el cielo, tapando la luz del sol y haciendo caer la temperatura unos cuantos grados más, hasta detenerse a treinta grados bajo cero. La motonieve se acercaba rápidamente al trineo, tanto, que podía ver el sable del teniente golpeándole en el costado y la cabeza de Eleanor, bien envuelta en la capucha, que sobresalía ligeramente de la cesta del deslizador.

El teniente se volvió de nuevo cuando escuchó el rugido de la Artic Cat y gritó algo que Michael no logró escuchar, aunque dudó que fuera una oferta de rendición. Si algo sabía con certeza de Sinclair era que la voluntad de aquel hombre resultaba indomable.

Pero entonces, sin aviso alguno, vio cómo la nieve comenzaba a hundirse bajo el trineo. Se oyó un aullido salvaje y aterrorizado proveniente de los perros y Michael observó con horror cómo desaparecía el puente de nieve y los primeros animales se perdían de vista. Conforme se abría el abismo, las parejas de perros que les seguían se pusieron a ladrar enloquecidos, pero cayeron igual, porque estaban unidos al mismo tiro. El trineo, también, comenzó a mecerse como una canoa en los rápidos, con los patines chirriando en el hielo, y al final se inclinó de lado hacia la grieta.

El reportero aceleró hasta un serac cercano y frenó con brusquedad, patinando hasta detenerse. Cuando saltó de la motonieve y se quitó las gafas, vio como el trineo oscilaba al borde de la grieta, mientras Sinclair hundía los pies en el freno y mantenía el equilibrio a duras penas. Michael sabía que la fisura se extendería en cualquier dirección a partir de allí, incluso bajo sus propios pies, pero no tenía un bastón de esquí con el que evaluar el estado de la nieve. Todo lo que podía hacer era acercarse de forma indirecta y esperar que todo saliera bien. Abrió el compartimento de carga de la motonieve y cogió la cuerda y el equipo, pero antes de que pudiera avanzar unos metros, la parte trasera del trineo se alzó en el aire como la popa de un barco al hundirse, con el teniente aún aferrado a los manillares, y después de un segundo o dos de vacilación, se deslizó fuera de su vista.

– ¡Eleanor! -gritó el reportero, desentendiéndose de todo tipo de precauciones e intentó acercarse, tropezando a través de la nieve y el hielo, escurriéndose y deslizándose la mayor parte del camino. Cuando se acercó al borde de la grieta, se puso a cuatro patas y se arrastró hasta el borde, aterrizando ante lo que podría encontrarse.

La grieta era un agujero de hielo de un intenso color azul, pero el deslizador había caído apenas a unos tres metros o tres metros y medio, antes de atascarse entre las estrechas paredes. Los perros colgaban por debajo, como adornos terribles. Los que aún quedaban vivos se retorcían en sus collares y arneses, y su peso y los movimientos amenazaban con hacer caer también al trineo.

– ¡Corte las correas, Copley! -gritó Michael-. ¡Y las traíllas!

El teniente tenía un aspecto inseguro desde el punto donde colgaba en la parte trasera del trineo, pero aun así desenfundó la espada y comenzó a cortar las cuerdas enredadas que se encontraban más allá de su alcance.

Eleanor seguía acurrucada en la cestilla, con el rostro totalmente cubierto por la capucha.

Al principio sólo fue uno, luego varios, pero casi todos los cuerpos de los perros cayeron chocando contra las paredes de hielo y al final aterrizaron con golpes húmedos en el fondo invisible de la grieta. Un eco de aullidos agonizantes subió desde las profundidades del cañón azul, pero también terminaron por apagarse.

El reportero se ató la cuerda de forma apresurada bajo los brazos, hizo una lazada y la deslizó hacia el abismo.

– Eleanor -dijo, tumbado boca abajo y con sólo la cabeza y los hombros estirados hacia la grieta-, quiero que te pases esta cuerda por debajo de los hombros y después la ates a tu alrededor.

El lazo colgó como un dogal sobre su cabeza, pero fue capaz de asomarse por la capucha, alzar las manos enguantadas y cogerla.

– Una vez que lo hayas hecho -le instruyó Wilde-, quiero que salgas de la cestilla con tanto cuidado como puedas.

Sinclair cortó otra de las cuerdas y otros dos perros colgados se precipitaron hacia las profundidades de color púrpura. Aun así la parte delantera del trineo, inclinada en un ángulo ligeramente más bajo que la parte trasera, se deslizó medio metro o un metro más.

– La he atado -anunció Eleanor, con la voz amortiguada por la capucha.

– Bien. Ahora, aguanta.

No había nada que le sirviera para anclarse, una roca, la motonieve, algo a lo que pudiera atar en torno la cuerda; lo único que tenía era su cuerpo. Se sentó algo más atrás, hincó los talones de las botas en la nieve y después tiró, a pesar de las quejas de su hombro herido.

– Usa los pies, si puedes, para agarrarte a la pared y ayudarte a subir.

Ella se liberó de la cestilla y su cuerpo quedó instantáneamente colgando del borde de la grieta. La escuchó gemir y después vio cómo clavaba las puntas de sus botas negras en la pared helada. Él volvió a recoger más cuerda alrededor de su brazo y tiró más fuerte. Sentía la tensión del tendón mientras en su mente martilleaba un único pensamiento: «Ahora, no, no te rompas ahora».

Eleanor había subido ya un metro o tal vez algo más, pero las suelas resbalaron sobre la pared helada, perdió pie y se quedó colgada en el aire.

– ¡Michael! -gritó, colgando sobre el trineo y el abismo que se abría a sus pies.

Wilde hundió los talones más profundamente, pero no conseguía hacer suficiente tracción; él mismo se iba deslizando hacia la fisura, con los brazos temblando de forma incontrolable. Justo cuando pensó que no iba a poder sostenerla ni un segundo más, vio cómo Sinclair se estiraba por encima de los manillares y con las manos enfundadas en gruesos guantes, las puso bajo las botas de ella y la impulsó hacia arriba. Aunque el rostro del teniente estaba oscurecido por el pasamontañas negro y las gafas, Michael podía imaginarse perfectamente su miedo y su angustia. Pero Eleanor se elevó lo suficiente para que Michael pudiera agarrar la cuerda que la rodeaba y arrastrarla fuera de la grieta.

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