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El botánico terminó de redactar una frase, y después alzó lentamente los ojos. Los tenía bordeados de rojo, e incluso el blanco de la pupila estaba teñido de un ligero tono rosado.

– Oh, ya lo creo que sí -comentó-, sólo que aún no del todo.

Su voz tenía un sonido bajo, como de borboteo. Le dio un sorbo a uno de los envases abiertos y después simplemente lo dejó caer de la mano.

El jefe abatió el cañón del arma, permitiendo que apuntara hacia el suelo, y Ackerley hizo un gesto en su dirección.

– Yo no haría eso si fuera tú.

Murphy lo elevó rápidamente y el botánico dejó que el último papel cayera flotando hacia el suelo para reunirse con los demás.

– Los he numerado, para que podáis leerlos en orden.

– ¿Leer qué? -inquirió Michael.

– Lo que ocurre -aclaró Ackerley- después.

Se hizo un silencio y luego el botánico se arrancó la bolsa de plástico de la garganta; la piel estaba tan destrozada que a Darryl le sorprendió que pudiera hablar con ella en ese estado, ya que se podía ver como se movían las cuerdas vocales.

El botánico cabeceó en dirección al arma del jefe O´Connor y dijo:

– Ahora, será mejor que uses eso.

– ¿De qué estás hablando? -replicó Murphy-. No te voy a disparar. Queremos saber algo.

– No pasa nada -intervino el reportero-. Hablaremos con la doctora Barnes. Debe de haber alguna manera de que podamos ayudarte.

– Úsalo -insistió el botánico con una horrible voz rasposa-, y justo después, sólo por seguridad, quema mis restos. -Se alzó lentamente sobre sus pies, y dio un paso vacilante en su dirección-. De otro modo, podéis terminar como yo. -Los tres dieron un paso hacia atrás-. Aparentemente se contagia con bastante facilidad.

– ¿El qué? -preguntó Darryl, chocando contra una estantería llena de cacharros y sartenes que tintinearon dentro de sus cajas.

– La infección. Va por la sangre o por la saliva. Es como el VIH y parece estar presente, al menos hasta cierto punto, en todos los fluidos corporales. -Se tambaleó al acercarse y, sin perder de vista el arma, murmuró-: Hazlo u os mataré a todos. No sé si tengo elección sobre este tema.

Le vieron parpadear muy despacio detrás de las gafitas. El pie chocó con uno de los envases vacíos que había a su alrededor y éste dio un giro perezoso sobre el hormigón.

Michael intentó azuzarle hacia atrás con la punta del arpón, pero Ackerley lo apartó a un lado.

– Usa la pistola, y hazlo bien.

Continuó acercándose a ellos y cada vez había menos espacio para seguir retirándose. Darryl dio un paso hacia atrás y pasó al corredor que contenía el equipo de cocina, pero a esa distancia escasa percibió la mirada demencial, aunque llena de voluntad, de los ojos de Ackerley. Realmente creía lo que estaba diciendo.

– ¡Dispara! -gritó el botánico, mientras una burbuja de sangre brotaba de su garganta abierta-. ¡Dispárame!

Y con los brazos extendidos, arremetió contra el brazo de Murphy.

El tiro restalló con fuerza, y su eco permaneció varios segundos en los fríos confines del almacén. La cabeza del botánico salió hacia atrás y las gafas volaron en dirección contraria, cayendo sobre el suelo de cemento.

Pero mantuvo los ojos abiertos a pesar del balazo y dibujó con los labios una vez más la palabra «dispara», hasta que al fin se quedó inmóvil y la última burbuja de sangre explotó cerca de su garganta.

A Murphy le temblaba el brazo y se dobló de costado.

Hirsch hizo ademán de arrodillarse junto al cadáver, pero el reportero le advirtió:

– Apártate.

Darryl se quedó quieto.

– Eso es -repuso Murphy, con voz temblorosa-, deja espacio a su alrededor.

– Creo que deberíamos esperar un rato -añadió Michael con cierta solemnidad.

Así que permanecieron sentados sobre los cajones de madera, con las cabezas abatidas y los ojos clavados en el cuerpo, apiñados a su alrededor en un círculo irregular. Darryl no sabría decir cuánto esperaron, no estaba seguro, pero fue Michael el que en un momento dado se arrodilló para buscarle el pulso y escuchar algún posible latido del corazón. Sacudió la cabeza para indicar que no había ninguno.

– Pero aun así, no voy a volver a correr ningún riesgo -indicó Murphy, y Darryl sabía que era mejor dejarlo así. El jefe haría lo que él quisiera y era aconsejable no inmiscuirse mucho en el asunto.

CAPÍTULO CUARENTA Y TRES

20 de diciembre, 23:00 horas

MICHAEL SE HABÍA PREPARADO durante meses para recibir esa llamada, pero aun así fue un duro golpe cuando sucedió.

– Ha sido una bendición -decía Karen, al menos por tercera vez-. Ambos conocíamos a Krissy y a ella no le habría gustado seguir de esta manera.

La vigilia se había acabado. Buscó una silla en la abarrotada zona de comunicaciones y tomó asiento, doblado por la mitad, como si le doliera tras recibir un puñetazo en el estómago, porque así era como se sentía. El último ocupante del asiento había dejado un crucigrama casi completado en la mesa de teléfono vía satélite.

– ¿Cuándo ocurrió exactamente?

– En torno a la medianoche, el jueves. He esperado un poco para llamar porque, como ya te puedes imaginar, hemos andado todos por aquí como locos.

Intentó hacer regresar su mente al jueves por la noche, pero incluso estando tan cerca en el tiempo era difícil saber con certeza qué había estado haciendo. Todo fluía tan deprisa en la Antártida que ya tenía mérito ser capaz de recordar el día de la semana, así que mucho más, sin duda, cualquier cosa de días anteriores. ¿Dónde estaba él? ¿Qué había estado haciendo justo en ese momento? A pesar de ser tan práctico y realista, sentía que le gustaría haberlo sabido, que hubiera querido tener algún tipo de extraña conexión psíquica con Kristin que le hubiera advertido de su marcha. Y saber que se había ido por su propio bien.

– Claro, ahora mi madre le echa la culpa a mi padre a sus espaldas. Cree que si hubiéramos dejado a Krissy en el hospital, todavía estaría viva, si se le puede llamar vida a eso.

– Yo jamás lo habría llamado así.

Karen suspiró.

– Tampoco Krissy.

– ¿Cuándo es el funeral?

– Mañana. La ceremonia va a ser algo muy breve. Y, bueno, me he tomado la libertad de encargar algunos girasoles en tu nombre.

Era una buena elección. Los girasoles, con sus rostros erguidos, amarillos y llenos de luz, eran los favoritos de Kristin. «Éstas no son unas florecillas remilgadas», le había dicho una vez cuando atravesaron un campo plantado de ellos en Idaho. «¿Sabes?, dicen: "Eh, mírame, qué grande soy, qué amarillo, ¡aquí me tienes!"».

– Gracias -dijo Michael-. Te lo debo.

– Sólo fueron 9,95 dólares en total. Creo que podemos olvidarlo.

– Ya sabes que me refiero a todo… incluida esta llamada.

– Sí, bueno, cuando regreses a Tacoma puedes invitarme a un Blue Plate Special¹ en la cafetería griega que quieras.

– En el Olympic.

Se hizo una pausa, y la línea se llenó con los leves chasquidos de la estática.

– Así que -insistía Karen-, ¿cuándo regresas?

– El permiso de la NSF dura hasta final de mes.

– ¿Y entonces, qué? ¿Te darán la patada en el Polo Sur?

– Me retendrán aquí hasta que llegue el siguiente avión con suministros.

– ¿Has conseguido lo que fuiste a buscar, alguna buena historia? Si Michael hubiera estado de ánimo para echarse a reír, lo habría hecho. No sabía ni cómo empezar a explicarle todo cuanto había ocurrido.

– Eh, sí, vale -contestó-, sólo puedo decirte que no creo que me quede corto de material.

Cuando colgaron, él, simplemente, se quedó allí sentado, mirando sin ver el crucigrama sin terminar. La mirada se le detuvo en una pista que decía: «Fotógrafa algo pervertida». Cinco letras. Cogió el lápiz azul que alguien se había dejado por allí y lo rellenó. «Arbus». Después, siguió allí sentado, dándole vueltas al lápiz en la mano, perdido en sus pensamientos, y dejando que las novedades le calaran bien.

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