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– ¿El qué?

– La muerte -replicó ella.

Los aspersores dejaron de soltar las nubes de agua pulverizada y ella se volvió a un lado, como si se avergonzara de lo que acababa de admitir.

– Se ha empapado tanto en ella que ha aprendido a vivir en su compañía. La muerte lo mantiene junto a sí todo el tiempo, como su fuera un perro fiel. No siempre fue así -se apresuró a añadir Eleanor, como si se arrepintiera de aquel rapto de sinceridad y lo considerase una deslealtad-. No lo era cuando nos conocimos en Londres. Era un hombre atento y amable, y siempre estaba buscando formas de divertirme.

Esa última frase le hizo sonreír.

– ¿Por qué sonríes?

– Acabo de acordarme de un día en Ascot… Nos invitó a cenar en su club de Londres… Ay, el pobre. Creo que se escapaba de sus acreedores por un pelo.

– ¿No me dijiste en una ocasión que procede de una familia aristocrática?

– Su padre era conde y él también lo hubiera sido un día, pero ya había apelado a la fortuna familiar para que le sacara del lío demasiadas veces.

Tengo entendido que su progenitor estaba profundamente decepcionado con él.

El agua pulverizada empezó a tejer un fino velo sobre los cabellos de Eleanor.

– Las posibilidades de Sinclair cambiaron del todo en Crimea. Esa guerra cambió a todos cuantos fueron allí y los supervivientes quedaron dañados para siempre. Era imposible que no fuera de otro modo. La joven se limpió el agua del pelo.

– No es posible bañarse en sangre todas las noches y empezar sin mácula a la mañana siguiente.

Michael no pudo evitar pensar en todas las contiendas que habían estallado desde entonces, y en todos los soldados involucrados en las mismas, todos habían intentado en vano dejar atrás los horrores de la guerra. Algunas cosas jamás cambiaban.

– ¿Cuánto tiempo crees que voy a permanecer en este lugar? -preguntó ella, sin mirarle.

Michael le respondió con una pregunta para no tener que contestar a ésa:

– ¿Adónde querrías ir?

– Oh, muy sencillo. Quiero volver a casa, a Yorkshire. Soy consciente de que ya no estará allí ningún miembro de mi familia y de que habrán cambiado muchas cosas, pero aun así, no habrá desaparecido todo, ¿verdad? Allí seguirán las montañas, los árboles y los arroyos. Habrán cerrado las antiguas tiendas, pero otras nuevas habrán ocupado su lugar. Seguirán allí la plaza del pueblo, la iglesia, la estación del tren y su confitería y el olor a bollos recién hechos y a mantequilla…

A medida que ella iba enumerando cosas, Michael pensaba si quedaría algo de todo eso, si no habrían cerrado la estación hacía décadas y si no habrían nivelado las colinas para construir un complejo de apartamentos.

– Es sólo que… No quiero morir en un lugar como éste, no deseo morir en el hielo.

La muchacha agachó la cabeza y se estremeció sólo de pensarlo. Él alargó una mano y la atrajo hacia él con suavidad.

– Eso no va a suceder. Te lo prometo.

Las lágrimas anegaban los ojos de Eleanor, que alzó la vista y miró a Michael, desesperada por creerle.

– Pero ¿cómo puedes asegurarme algo así?

– Puedo y lo haré. Te prometo que no me marcharé de aquí sin ti.

– ¿Te vas…? -preguntó con una nota de alarma en la voz-. ¿Adónde te marchas?

– Vuelvo a casa, a Estados Unidos.

– ¿Cuándo?

Él adivinó cuál era el verdadero temor de la joven. No le aterraba únicamente la posibilidad de perecer en la Antártida, sino sucumbir a su necesidad de sangre antes de ver su viejo hogar. «Es posible -pensó Wilde- que incluso ahora esté luchando con todas sus fuerzas para reprimir un ansia casi irresistible».

– Pronto -admitió él-, pronto.

La atrajo hacia él y la estrechó entre sus brazos. Gotas de agua condensada se balanceaban en el pelo de Eleanor, que se acercó a Michael de buena gana y apretó la mejilla contra su pecho.

– No lo entiendes -repuso ella con voz suave-. No harías esa promesa tan a la ligera si lo entendieras.

Pero Michael sabía que sí, que sí la haría.

Estaba recordando en esos instantes otra promesa realizada en la cordillera de las Cascadas, y tenía intención de cumplirla a toda costa, como aquella otra.

– Voy a llevarte a casa -le prometió.

CAPÍTULO CINCUENTA Y UNO

26 de diciembre, 9:30 horas

COPLEY HABÍA EVALUADO CON detenimiento a sus dos carceleros antes de decidir contra cuál de ellos iba a tener más posibilidades.

Franklin era el más lerdo de ambos con diferencia, pero también el más precavido. Se comportaba como un soldado en un ejército de verdad: acataba las órdenes a rajatabla y no era de los que se las pensaban. Le habían mandado apartarse del preso y así lo hacía. De hecho, se negaba incluso a entablar conversación con él y mantenía la atención concentrada en una de esas revistas escandalosas durante todo el tiempo que durase su turno de guardia.

Por otra parte, sin embargo, el segundo centinela era más inteligente y sociable, y también más curioso. El cautivo apreció enseguida que este otro tipo estaba fascinado por la presencia de un visitante inesperado de otra época y aunque debía de haber recibido las mismas órdenes que Franklin, Lawson no parecía tener inconveniente en saltárselas. Se acomodaba, estiraba las piernas y apoyaba la espalda sobre un cajón para disfrutar de una buena charla. Sinclair observó que las botas de Lawson eran más resistentes, pues estaban provistas de suelas gruesas y cordones fuertes, e infinitamente mejores que sus propias botas de montar, una de las cuales se había desgarrado tras haber montado en el trineo.

Lawson había acudido a su turno con un gran libro lleno de imágenes coloreadas. Copley no podía ver qué era, pero sabía que lo averiguaría en su momento. Lawson era incapaz de permanecer callado durante mucho tiempo.

El británico aguardó en silencio durante varios minutos, al cabo de los cuales su vigilante al fin rompió a hablar.

– ¿Todo guay? -Sinclair le dedicó una benigna mirada de incomprensión- Oh, disculpe, eso quiere decir ´¿cómo está hoy?´. ¿Necesita que llame a la doctora o algo así?

¿La doctora? La presencia de esa mujer era lo último que pediría en este momento.

– No, no, en absoluto. -Sinclair le dedicó una elaborada sonrisa de abatimiento-. Es esta forzada inactividad, nada más. Nuestro buen Franklin habla poco, no es una compañía muy entretenida.

¿Por qué no halagar un poco a ese idiota?

– Es un tipo estupendo. Sólo cumple órdenes.

– Si hay otro camino más seguro a la perdición que ése, me gustaría mucho conocerlo.

Sinclair rió entre dientes, sabedor de que un pronunciamiento tan rotundo sólo iba a servir para espolear más la curiosidad del centinela. Notó como tamborileaba los dedos sobre la cubierta del grueso volumen.

El cautivo preguntó por Eleanor y su bienestar como una cuestión de pura rutina, pues nadie iba a decirle nada relevante a ese respecto, y él lo sabía. Recibió la típica respuesta llena de vaguedades. Incluso Lawson mantenía el pico cerrado en ese tema, pero ¿la mantenían apartada sólo de él? ¿Estaba bien de verdad? ¿Cómo podía ser eso posible? ¿Cómo podía satisfacer esa peculiar necesidad que ninguno de los dos podía confesar a nadie? Ni siquiera él mismo sabía cuánto tiempo podía aguantar, y eso que contaba con el beneficio de haberse bebido la sangre de la foca.

Lawson le dio la vuelta a la conversación y acabó arrimando el ascua a su sardina, como Sinclair sabía que iba a hacer. La fascinación de ese hombre por los viajes del teniente se había hecho evidente durante sus últimos turnos juntos, y el propósito de ese grueso libro ahora le resultaba claro. Era un atlas de cuyas páginas sobresalían unos trocitos de papel coloreado. Lawson sostenía el libro en el regazo y lo abría por las páginas marcadas.

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