– ¡Qué idea tan buena! -replicó Rutherford-, pero a nosotros ya nos espera uno en Regent’s Circle. ¿Queréis venir? Hay espacio para todos.
Eleanor miró a Moira. Se hallaba temerosa y encantada al mismo tiempo. El día había dado tantos giros inesperados que comenzaba a sentirse como una amazona que galopase a campo traviesa a lomos de un caballo desbocado.
– Entonces, vamos por ahí -confirmó Rutherford, indicando la dirección con un gesto-. La oportunidad sólo llama a tu puerta…
– … una vez -apuntó Moira, que siempre se apresuraba a completar cualquier refrán.
El capitán dedicó una mirada apreciativa a la joven irlandesa, una mirada que se detuvo sobre todo en el canalillo de sus pechos cremosos, visible gracias a que se había desabotonado el corpiño. A Eleanor no le pasó desapercibida esa atención.
– De modo que está aquí, señorita Mulcahy -dijo mientras le ofrecía el brazo-. ¿Me permite acompañarla?
Moira se quedó desconcertada durante un momento cuando un hombre tan alto y con un gris frac de día tan elegante le ofreció el brazo, pero Eleanor le dio un discreto codazo y ella deslizó su mano sobre el brazo extendido. Después de eso se fueron todos.
El coche alquilado era una berlina con un emblema en la puerta, un león rampante sobre un campo de cruces, de la que tiraban dos robustos caballos de raza Shire de pelaje marrón rojizo. Eleanor no había estado segura del mundo que pisaba hasta ese momento, pero un coche con emblema familiar y la desenvoltura con que todos ellos manejaban el dinero, aunque empezaba a sospechar que el teniente era un notable manirroto, dejaban zanjado el asunto. Tanto ella como Moira se adentraban en un territorio que las sobrepasaba de largo.
El interior de la berlina estaba tapizado con tafilete de fina superficie granulada y escondidas debajo de los asientos había mantas de viaje con el mismo emblema familiar. Los reposapiés eran de caoba y en la pared frontal, situada justo detrás del pescante, había una ventanilla similar a una trampilla provista de un tirador de borla, y aunque el capitán les había asegurado que cabían de sobra, no era así, y menos si se tenía en cuenta que Rutherford era un hombre grandote y Moira poseía una figura generosa. Y el sombrero de la señorita Wilson también requería su espacio. Sinclair se ofreció cortésmente para sentarse entre Eleanor y Moira con el fin de que ambas pudieran mirar por las ventanas abiertas y disfrutar de las vistas.
Cruzaron la campiña aledaña al límite meridional del gran parque de Windsor en la cual se había construido el hipódromo en 1711, en un claro natural próximo al pueblo de Ascot, entonces llamado East Cote. Vacas y ovejas estaban diseminadas por los verdes campos mientras los granjeros y sus familias se afanaban en sus quehaceres, aunque solían detenerse a mirar el impresionante carruaje de Rutherford, que traqueteaba al pasar. Un muchacho con un pesado cubo en cada mano se quedó inmóvil y con la mirada fija en la berlina. Eleanor se hizo cargo de su sorpresa, pues ella misma se había sentido igual de niña cuando veía pasar ese tipo de vehículos, y no había duda de que se preguntaba cómo sería estar dentro de uno de ellos, ser un rico hacendado o un hombre de origen aristocrático y cultivado, alguien que había vivido y viajado. Sintió una cierta confusión cuando su mirada se encontró con la del estupefacto muchacho. Al principio, Eleanor sintió el deseo de explicarle que ella no formaba parte de aquellos afortunados, que sólo era la hija de un granjero, predestinada a vivir una vida muy similar a la de él, pero entonces ocurrió algo curioso. Ladeó ligeramente la cabeza, como imaginaba que haría una aristócrata, y en su pecho sintió un estremecimiento de placer, de orgullo, y también de decepción. Albergó un sentimiento similar a cuando era pequeña y los días de fiesta se ponía un disfraz de princesa, sólo que ahora los lugareños se habían equivocado al aceptar por verdadera una impostura.
– Ganar siempre me abre el apetito -declaró Sinclair-. ¿Qué diríais si os propongo una cena bufé en mi club?
Le Maitre, o Frenchie, Eleanor recordó entonces su nombre, metió baza:
– ¿Y no sería más apropiado acudir al mío dadas las circunstancias? Estoy acordándome del señor Fitzroy… -añadió al tiempo que enarcaba una ceja significativa en dirección a Sinclair, que reaccionó con un gesto de desdén.
– Puaj, nada debemos temer de ese petimetre -repuso Sinclair incluso a pesar de que Fitzroy le había exigido una satisfacción después de que le arrojase por la ventana del prostíbulo-. ¿Qué le diríais a unos fiambres y quesos regados por abundante oporto, mucho mejor que el que pueden servirnos en el club de Frenchie?
Eleanor no supo qué contestar. Los acontecimientos volvían a ir tan deprisa como un caballo de carreras, y ella apenas era capaz de sujetar las riendas.
Rutherford dio por válida la idea al no haber objeción alguna y llamó con los nudillos en la trampilla de detrás hasta que se abrió y el cochero, reclinado hacia un lado, asomó la cabeza.
– Vamos al Longchamps Club, en la calle Pall Mall…
El cochero asintió y cerró la ventana. Las ruedas del carruaje traquetearon con estrépito cuando atravesaron un puente de madera.
La señorita Ames se apoyó sobre el lujoso respaldo de la berlina con el hombro pegado al del teniente Copley y se preguntó cómo terminaría aquel sueño maravilloso.
CAPÍTULO CATORCE
7 de diciembre, 8:00 horas
LO PRIMERO QUE MICHAEL hacía todas las mañanas después de vestirse, incluso antes de tomarse un café, era vigilar a la cría de págalo, a la que había llamado Ollie en atención a otro huérfano desafortunado: Oliver Twist.
No había sido fácil determinar qué hacer con él (o con ella, pues no había forma de determinar el sexo a una edad tan temprana), pero los págalos adultos eran pájaros taimados y mostraban la desagradable tendencia a cebarse con los débiles. Había visto a un par de ellos esforzarse en distraer a una madre pingüino el tiempo justo para que un tercero se lanzase sobre la cría, la arrastrase y la desmembrase entre gritos. Le harían lo mismo a Ollie se el pájaro no crecía un poco y echaba alas pronto.
Tras una ronda de consultas con varios miembros de la base, en la que incluyó a Darryl, Charlotte y las dos glaciólogas, Betty y Tina, se decidió que lo más conveniente para Ollie era crecer en un ambiente protegido, pero en algún lugar fuera de la estación.
– Jamás será capaz de alimentarse por sí mismo si le crías aquí dentro -había sentenciado Betty.
Tina había asentido de forma enérgica. Michael las miró a ambas. Las dos rubias con coletas del pelo recogidas en un moño le parecían un par de valkirias.
– Podría tener lo mejor de los dos mundos si le llevas al almacén de muestras, detrás de nuestro laboratorio -había sugerido Tina.
El almacén de muestras era un tosco recinto ubicado tras el módulo de glaciología donde guardaban los núcleos o muestras cilíndricas de hielo pendientes de cortar. Los almacenaban en hileras de anaqueles metálicos como si fueran leños.
– Acabo de sacar todo el plasma helado de un cajón de embalaje -anunció Charlotte-. Podríamos usarlo para proporcionar una pizquita de protección al polluelo.
La conversación tenía una pinta rara, parecían los alumnos de una clase de gramática dedicados a realizar un proyecto de biología.
Charlotte recuperó el cajón y lo colocaron en un rincón del recinto. Después, Darryl fue hasta la puerta contigua y trajo unas pocas tiras de arenque de las usadas para alimentar a su colección de animales en cautividad. La cría no empezó a comer de forma inmediata incluso a pesar de tener mucho apetito.
Parecía estar esperando la llegada de un ave adulta que descendiera de alguna parte y se lo llevara. Ya estaba programado para morir, por decirlo de algún modo.