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Estaban a punto de completar la ronda y cruzaban la última de las habitaciones cuando Eleanor creyó oír su nombre. La muchacha se detuvo y Nightingale alzó la lámpara con diligencia para que la luz iluminase más espacio. Alzaron la cabeza una docena de soldados que descansaban sobre el armazón de una cama. Todos las miraron, pero ninguno de ellos despegó los labios.

Eleanor escuchó de nuevo esa llamada y entrevió en el rincón más lejano de la sala una figura cubierta por una sábana gastada por el uso. El hombre estaba debajo de una ventana sin cristales y tenía el rostro vuelto hacia ellas.

– ¿Es usted, señorita Ames?

La interpelada no reconoció a la persona que le hablaba, pues una capa de mugre le cubría el rostro, pero identificó la voz enseguida.

– ¿Teniente Le Maitre? -contestó al tiempo que se acercaba.

La figura soltó una risilla entre dientes hasta que se echó a toser.

– Con Frenchie basta.

– ¿Es un conocido suyo? -inquirió la señorita Nightingale, que había seguido a Eleanor hasta la cama del herido.

– Sí, señorita. Es miembro del 17º regimiento de lanceros.

– En tal caso, voy a dejar que le visite usted -contestó ella con voz dulce-. De todos modos, prácticamente ya hemos terminado por esta noche. -La superintendente tomó del alféizar un cabo de vela, lo encendió con la lámpara y se la entregó a Eleanor-. Buenas noches, teniente.

– Buenas noches, señorita Nightingale. Y que Dios la bendiga.

Florence agachó la cabeza con humildad y se dio media vuelta para luego echar a andar con sus largas faldas haciendo frufrú mientras culebreaba entre heridos, camas y catres.

Eleanor colocó el candil al borde de la ventana y se arrodilló junto al camastro. Frenchie siempre había ido muy acicalado y bien vestido, pero ahora vestía una camisa blanca hecha jirones con pinta de ser un nido de piojos. El pelo largo y sucio le caía a mechones sobre una frente brillante a causa de la fiebre. Tampoco iba afeitado y su piel húmeda emanaba una palidez verdosa incluso a la luz tenue de la vela.

Eleanor había visto a cientos de hombres de tal guisa y aquello tenía muy mala pinta. Se apresuró a tomar una venda limpia y humedecerla en el agua restante para usarla como paño para enjugarle el sudor de la frente. Le hubiera gustado mucho haber traído una camisa limpia para poder quitarle aquella tela infestada de piojos. La sábana le colgaba de forma hueca por debajo de la cintura.

– ¿Padeces de fiebres o te han herido?

El enfermo reclinó la cabeza sobre el catre y retiró la sábana para dejarle ver sus piernas. La derecha estaba ensangrentada y llena de cicatrices, pero la izquierda tenía peor aspecto: a la altura de la espinilla asomaba un hueso amarillento por debajo de la piel, surcada de estrías cárdenas.

– ¿Te alcanzaron? -inquirió ella con horror, y se avergonzó de pensar inmediatamente en Sinclair. Había luchado junto a Frenchie en la misma batalla.

– Me dispararon y mi caballo se precipitó barranco abajo -le explicó-. Rodamos por la pendiente y él acabó encima de mis piernas.

La muchacha humedeció la tela otra vez y después formuló la pregunta que realmente le interesaba, la única que deseaba hacer.

– Sinclair no estaba allí. Le vi por última vez mientras cabalgaba con Rutherford y el resto del regimiento en dirección a un lugar llamado Balaclava. -Frenchie volvió a cubrirse las piernas con la sábana; después, se pasó la lengua por los labios-. Tengo la cantimplora debajo de la cama.

Ella asintió y se puso a tantear. Un bicho de muchas patitas le correteó por encima de la mano mientras rebuscaba por los alrededores, pero al final la encontró y le desenroscó el tapón para que pudiera beber lo que a juzgar por el olor era ginebra. Ella sostuvo la boquilla junto a los labios y él bebió un largo trago, y luego otro. Después cerró los ojos.

– Debería haber imaginado que tú serías una de las enfermeras -murmuró.

– ¿Qué quieres que haga por ti? Me temo que ahora no llevo casi nada encima.

– Ya lo has hecho… -contestó.

– Mañana regresaré durante mi guardia y te traeré una camisa y una sábana limpias y una buena navaja.

Él alzó la mano unos centímetros para hacerla callar.

– Lo que de veras me gustaría es poder escribir a mi familia.

Era una petición de lo más frecuente.

– Traeré papel y pluma -le aseguró Eleanor.

– Que sea lo más pronto posible -repuso él, y la muchacha supo la razón de tanta prisa.

– Ahora descansa, Frenchie -dijo ella, y se levantó tras estrecharle el hombro con una mano-. Mañana por la mañana nos vemos.

CAPÍTULO TREINTA Y TRES

16 de diciembre, 10:00 horas

MICHAEL Y LAWSON IBAN como bólidos sobre el hielo, pero todavía no habían visto señal alguna de Danzing ni de los perros perdidos. Avanzaban a toda máquina y Wilde era consciente de que debían ir más despacio, ya que en cualquier momento podían tropezarse con alguna grieta de reciente formación, pero la velocidad era su medicina predilecta. Él se lanzaba a la acción, a la acción física, cuando una dificultad amenazaba con superarle. Era capaz de rehuir los pensamientos que le atormentaban mientras estuviera en acción y mantuviera la mente ocupada en tomar en décimas de segundo una decisión sobre una escalada o bajar en kayak unos rápidos o nadar con esnórquel por un cañón coral. Era lo bastante listo para saber que no podía dejar atrás los problemas, y eso que aun así lo había intentado muchas veces, pero un indulto temporal solía bastar para darle un respiro.

Ahora mismo, por ejemplo, intentó anclarse al presente y concentrarse en el morro de la motonieve mientras avanzaba por el yermo paisaje hasta que vio el lánguido vuelo de un gran albatros blanco cuando se aproximó a la costa. De hecho, el ave le acompañó durante un tiempo con un subibaja de círculos perezosos gracias a los cuales pudo mantener el ritmo velocísimo de las máquinas.

Lawson se había abierto en abanico y estaba realizando una aproximación directa a la factoría ballenera mientras que Michael se ceñía más el contorno de la costa y avanzaba cerca de la playa, jalonada de huesos blanqueados y edificios destartalados pertenecientes al antiguo enclave noruego.

Los dos pilotos convergieron para reunirse en la explanada donde había estado el patio de faenado. El silencio fue abrumador cuando apagaron los motores. Necesitaron unos segundos para acostumbrarse a él; luego, Michael fue capaz de escuchar el viento levantando nubes de nieve y el lejano grito del albatros. Miró al cielo, donde vio al ave sobrevolar el sitio con sus enormes alas desplegadas. No daba muestras de posarse.

Lawson deslizó las gafas hacia arriba y le observó.

– Si los chuchos están ahí, nos habrán oído llegar…

– Cierto -convino el reportero-, pero también nosotros deberíamos haberlos oído a ellos. De todos modos, nos queda algo de tiempo antes de la próxima tormenta… ¿Por qué no echas un vistazo por aquí mientras yo subo hasta la colina?

El animoso joven asintió y se llevó un par de bastones para conservar el equilibrio.

– Me reuniré contigo en una hora -anunció.

Michael le vio alejarse con paso renqueante y miró el reloj antes de subirse otra vez a la motonieve y acelerar el motor sin meter ninguna marcha mientras estudiaba el camino; luego, pasó como una exhalación por el sombrío callejón que discurría entre las salas de calderas hasta llegar a la cumbre de la colina, coronada por un campanario inclinado.

Echó pie a tierra cuando llegó a mitad de la ladera y dejó allí la motonieve para no tener que andar sorteando las tumbas y las lápidas del camposanto contiguo a la iglesia. Ascendió a pie el resto del trayecto y se plantó delante de las escaleras de piedra; luego, las subió también.

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