Abrió a empujones la pesada puerta de madera y entró en la humilde nave de bancos gastados y suelo de piedra. Al fondo había una mesa de caballete haciendo las veces de altar y en la pared de detrás, una cruz de tosca talla. Había salido de las estación científica con tantas prisas que se había dejado allí buena parte de su equipo, pero sin embargo, aún podía sacar unas cuantas fotografías con al siempre fiable Canon. Además, el permiso de estancia en la base expiraba dentro de un par de semanas, por lo cual planeó regresar una vez más y hacer las cosas bien, especialmente debido a que la iglesia había sido construida hacía más de un siglo y el lugar conservaba todavía un extraño aire expectante Aún no sabía cómo, pero deseaba captar esa sensación de que los extenuados balleneros iban a entrar en cualquier momento para ocupar los asientos y un sacerdote estaba a punto de recitar las Sagradas Esrcituras a la luz de una lámpara de aceite.
Michael descubrió un devocinario de cubiertas gastadas debajo de un banco y cuando intentó cogerlo, descubrió que se había quedado allí congelado. Sacó una fotografía y luego se preguntó si no le estarían entrando veleidades artísticas.
Metió la cámara debajo de la parka, se puso otra vez los guantes y anduvo en dirección al altar, pero en ese momento le pareció oír unos arañazos y se detuvo. ¿Aún podían quedar ratas allí? Volvió a escucharse el ruido. Un viejo tomo encuadernado en cuero descansada sobre la mesa de caballete, pero el tiempo había borrado el título. El sonido se hizo más claro cuando dio otro paso. Procedía de detrás del altar, donde vio una puerta con una tranca negra echada. Quizá fuera allí donde una vez vivió el sacerdote o tal vez hubiera un espacio reservado para guardar los objetos de valor relacionados con el culto: cálices, candelabros, biblias, etc.
Dio una vuelta para rodear la mesa del altar y se quedó de piedra al oír un sonido. Se acercó más, y volvió a escucharlo. Era una voz de mujer.
– ¡Abre la puerta, por favor! ¿Por qué regresaste para encerrarme mientras dormía? No puedo soportarlo. ¡Abre la puerta, Sinclair!
¿Sinclair? Michael se desprendió de un guante para manipular con más facilidad la manivela del pasador. Escuchó al otro lado de la puerta jadeos de la mujer, que parecía a punto de echarse a llorar.
– No soporto estar sola, no me dejes aquí.
Descorrió el herrumbroso cerrojo y tiró con fuerza para abrir la chirriante puerta.
Se quedó anonadado al ver a una mujer, una mujer joven para ser más exactos, abrigada con una parka naranja que le venía muy grande. La muchacha puso cara de espanto y retrocedió a trompicones. La melena castaña le caía en cascada sobre el rostro, donde brillaban unos grandes ojos verdes, cuya mirada penetrante podía advertirse incluso en esa estancia mal iluminada. Ella retrocedió hasta interponer entre ellos una estufa de hierro que emitía un fulgor apagado y una mesa de madera sobre la cual descansaba una botella de vino. En una esquina se apilaban devocionarios y trozos de madera.
Los dos se miraron el uno al otro, incapaces de articular palabra. Michael no cesaba de darle vueltas a la cabeza. Conocía a esa mujer. ¡Claro que la conocía! Había visto por vez primera esos ojos verdes en el fondo del mar, y también allí, debajo de esa lápida de hielo, había observado ese cierre de marfil que ahora pendía de su cuello. Era la Bella Durmiente.
Pero no estaba dormida ni muerta.
Estaba viva y los jadeos interrumpían su respiración entrecortada.
Él se quedó en estado de shock. La mujer se hallaba allí, enfrente de él, a escasos metros de distancia, pero no podía dar crédito a sus ojos: percibía en movimiento a la misma mujer que había estado atrapada en un iceberg. Se le fue la cabeza en mil direcciones para buscar una explicación plausible y razonable, pero al cabo de unos momentos siguió con las manos vacías. ¿Qué explicación podía haber para semejante misterio? ¿Suspensión animada? ¿Y si había sufrido una alucinación de la que había despertado en algún momento? No se le ocurría nada que justificase la presencia tan próxima de la aterrada y debilitada joven.
Alzó la mano sin guante en un ademán tranquilizador, pero él mismo percibió el temblor de sus dedos.
– No voy a hacerte daño.
Ella no pareció muy convencida, y siguió con la espalda pegada a la pared, junto a la ventana.
Michael se puso otra vez el guante para proteger la mano, ya entumecida por el frío, pero lo hizo con movimientos suaves y sin quitarle la vista de encima de la joven. ¿Qué más podía decirle?
– Me llamo Michael… Michael Wilde.
Fue algo extraño, pero el sonido de su propia voz le inspiró confianza.
Sin embargo todo dio a entender que a ella no le ocurría lo mismo, pues no le contestó y recorrió la habitación con los ojos en busca de una posible escapatoria.
– Vengo de Point Adélie. -Aquello no debía de significar nada para ella, de modo que agregó-: La base científica. -‹¿Tendría algún sentido esa aclaración?›, se preguntó-. El lugar donde estabas antes de venir… aquí.
Él sabía que ella hablaba inglés, y con acento británico nada menos, pero no estaba seguro de la impresión que causaban sus explicaciones ni si las comprendía siquiera.
– ¿Puedes…? ¿Puedes decirme tu nombre?
Ella se humedeció los labios y se echó hacia atrás un mechón de pelo con un gesto nervioso.
– Eleanor -dijo con voz suave y desasosegada-. Eelanor Ames.
Eleanor Ames. Pronunció el nombre varias veces, como si así pudiera anclarlo a la realidad.
– ¿Y eres de… Inglaterra?
– Sí.
– Yo soy norteamericano -dijo, llevándose una mano al pecho.
Aquello se estaba convirtiendo en un esperpento tan absurdo que le entraron ganas de reír. Se sentía como si estuviera leyendo una de esas malas historias de ciencia ficción. Lo siguiente era que él sacara una pistolita de rayos o que ella le exigiera ser llevada ante el líder de Michael. Durante unos instantes se preguntó si no estaba a punto de chiflarse del todo.
– Bueno, encantado de conocerla, Eleanor Ames -dijo él, a punto de echarse a reír de nuevo ante lo absurdo de semejante situación.
Y habría sido de lo más embarazosa si ella no la hubiera suavizado en una muestra de tacto al hacer una pequeña reverencia.
El periodista recorrió la habitación con la mirada. El armazón de la cama sólo estaba cubierto con una vieja manta sucia debajo de la cual había un par de botellas, las halladas en el fondo del mar dentro del cofre.
– ¿Dónde está su amigo? -La muchacha no respondió de inmediato y él la miró a los ojos, donde adivinó que estaba sopesando qué respuesta iba a darle-. Le llamó Sinclair, ¿no es así?
– Se ha ido… me ha abandonado.
Michael no le creyó ni por asomo. Ella le estaba encubriendo, fuera cual fuese la razón. Quienquiera que fuera, y con independencia de lo que resultara ser, la expresión y la voz de la muchacha delataban unas emociones manifiestamente humanas. No había nada misterioso en ellas. Y en lo tocante al paradero desconocido de su compañero, Sinclair, ése era el menor de los interrogantes que flotaban en el aire. ¿Cómo había acabado presa en un glaciar? ¿Y cuándo había sucedido eso? ¿Cómo se habían escapado del bloque de hielo en el laboratorio? ¿Y cómo es que la había encontrado allí, en Stromviken?
Tal vez hubiera una forma amable y suave de interrogarla acerca de todo eso, pero él estaba bien seguro de no conocerla. Entonces vio una bolsa con comida para perros apoyada sobre la pared y decidió empezar con una pregunta sencilla y fácil.
– Entonces, ¿es el tal Sinclair quien se ha llevado los perros?
Se produjo otro nuevo silencio mientras ella sopesaba la respuesta y llegaba a la conclusión de que no ganaba nada con nuevas mentiras. Abatió los hombros y dijo:
– Sí.
Hubo un nuevo impasse bastante incómodo. Él vio el círculo carmesí de los ojos y los labios agrietados que ella se humedecía, y los ojos se le fueron a la botella situada encima de la mesa, sabedor de cuál era su cometido.