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Ajustó la visión y el monitor recuperó la imagen. Todo parecía exactamente igual, salvo la existencia de más glóbulos blancos o leucocitos, las células encargadas de defender a un organismo de enfermedades e infecciones, y algunos fagocitos. Los glóbulos blancos eran más grandes y asimétricos, y se movían activamente en busca de bacterias y agentes infecciosos, como se suponía que era su cometido.

– De acuerdo, ahora todo está más revuelto -observó ella-. ¿Qué has añadido?

– Una gota de la sangre de Eleanor. Observa qué sucede.

No ocurrió nada relevante durante unos segundos, y de pronto se desató un pandemónium. Los leucocitos se quedaron sin objetivos a los que destruir y empezaron a rodear y atacar a los glóbulos rojos, portadores de oxígeno gracias a la hemoglobina. Los acosaron hasta engullirlos y no dejar ni uno. Fue una escabechina de primer orden.

Ningún ser vivo de sangre caliente era capaz de sobrevivir con lo que quedaba después de la batalla.

La doctora Barnes miró a Hirsch, aún sin salir de su asombro.

– Lo sé, pero observa esto.

El pelirrojo repitió el proceso: retiró la lámina, usó otra jeringuilla para poner sobre la lámina original otra gota obtenida de uno de los muchos viales de cristal colocados sobre la mesa de trabajo. La tapa del vial llevaba una etiqueta que rezaba ‹AFGP-5›. [20]

La imagen de la pantalla se había reducido a una ondulante masa de glóbulos blancos moviéndose enloquecida en busca de nuevas presas, pero ahora cambió poco a poco, como el oleaje del mar cuando ha amainado la tormenta. Había otro elemento nuevo cuyas partículas se movían como barcos navegando en aguas que ahora permanecían en calma.

No eran objeto de ataque alguno.

– Los nuevos invitados son las glicoproteínas -dijo Darryl son esperar las preguntas de Charlotte- obtenidas de los especímenes de Cryothenia. Las glicoproteínas anticongelantes son proteínas naturales que detectan cualquier cristal de hielo existente en la sangre y le impiden desarrollarse. Circulan por la sangre de los peces nototénidos tan libremente como el oxígeno. Es una argucia evolutiva muy limpia y tal vez salve la vida de Eleanor.

– ¿Cómo?

– Podría llevar una vida relativamente normal si tolerase su ingesta periódica, y la chica parece capaz de soportar hasta la estricnina, a juzgar por la sangre.

– ¿Dónde, Darryl? ¿En el fondo del mar?

– No -respondió Hirsch con paciencia-, aquí o en cualquier parte. Necesitaría la hemoglobina de los glóbulos rojos tan poco como esos peces, pero habría un par de efectos secundarios -añadió, encogiéndose de hombros ante lo inevitable-. Por un lado, eso la convertiría en una criatura de sangre fría, sólo capaz de calentarse de forma externa, como lo hace una serpiente o un lagarto, tendiéndose al sol.

Charlotte se estremeció sólo de pensarlo.

– La segunda supone una amenaza más inmediata.

– ¿Es peor?

– Juzga por ti misma.

Darryl tomó otra lámina limpia y la frotó con fuerza sobre el dorso de la mano de Charlotte antes de ponerla bajo el microscopio. El monitor mostró las células vivas y muertas. Entonces, él puso una gota de AFGP-5, y no pasó nada. Era la imagen de una coexistencia pacífica.

– ¿Eso es un buen indicio? -preguntó ella, buscando el rostro de Hirsch con la mirada e intentando leer la respuesta en su semblante.

– No apartes los ojos de la caja tonta -le contestó él mientras tomaba un cubito de hielo entre los dedos enguantados, manteniendo el meñique delicadamente extendido, y tocó con un extremo de aquél la superficie de la lámina.

En el monitor, la esquinita del cubo de hielo parecía un iceberg monumental que enseguida ocupó la mitad del campo visual. Hirsch lo retiró con cuidado, pero el daño ya estaba hecho. Aparecieron miles y miles de grietas sobre la superficie del portaobjetos, como si un soplo de aire gélido hubiera helado las aguas de un estanque. El congelamiento alcanzaba a una célula, la helaba y pasaba a la siguiente, y así en todas las direcciones, y al final, cesó toda actividad. En cuestión de unos segundos quedó inmóvil todo cuanto había estado circulando. Las células estaban heladas. Muertas.

– Tienes todas las papeletas en contra cuando el hielo entra en contacto con el tejido.

– Pensé que las glicoproteínas anticongelantes lo evitaban.

– No. Impiden la propagación de cristales de hielo por el flujo de la sangre, pero eso no vale para las células de la piel. Ésa es la razón de que los peces anticongelantes permanezcan en el fondo, bien lejos de la capa de hielo.

– Eso no debería suponer ningún problema para Eleanor -observó Charlotte.

– Ya, pero ¿puede estar absolutamente segura de que jamás va a tocar nada helado bajo ninguna forma? No podría beber nunca una bebida fría ni tampoco rozar un cubito de hielo con los labios. ¿Puede estar segura de andar por la acera sin caerse y tocar un trozo de hielo? ¿Y cómo sabe que no se le va a ir el santo al cielo mientras abre el congelador para retirar un precocinado de verduras?

– ¿Qué sucedería si lo hiciera?

– Se congelaría tanto que saltaría hecha en más pedazos que el cristal de un vaso al romperse.

CAPÍTULO CINCUENTA

25 de diciembre, 13:15 horas

MICHAEL HABÍA ABRIGADO A Eleanor debajo de tanta ropa que no la hubiera reconocido ni su madre. La joven sólo era un abultado amasijo de prendas moviéndose con torpeza sobre la explanada helada. Michael miraba vigilante en todas direcciones, pero no había nadie por los alrededores. Ésa era una de las cosas que tenía salir de paseo en la Antártida: resultaba muy poco probable encontrarse con muchos transeúntes, incluso el día de Navidad.

La obligó a avanzar deprisa cuando pasaron por delante del almacén de carne e hizo otro tanto cuando estuvieron cerca del laboratorio de glaciología, donde estaban Betty y Tina, a quienes escuchó trabajar con las sierras en el almacén de muestras. Eleanor le miró con curiosidad, pero él sacudió la cabeza y tiró de ella para alejarla de allí.

En la perrera, un par de perros s pusieron de pie y movieron el rabo, movidos por la esperanza de que alguien los sacara a correr un poco, pero por suerte ninguno ladró.

Las luces del laboratorio de biología marina estaban encendidas, lo cual era un buen síntoma. Michael confiaba en el trabajo duro de Hirsch para ultimar alguna solución válida para el problema de Eleanor y Sinclair.

El periodista vio su destino en lontananza, a cierta distancia del más alejado de los módulos de la estación, y guió allí a su acompañante. Pasaron junto a la celosía de madera y subieron la rampa. Eleanor estaba tiritando a pesar de vestir tantas prendas.

Michael abrió la puerta, apartó las cortinas de plástico y la condujo hasta el laboratorio de botánica propiamente dicho. Enseguida se vieron envueltos por un aire cálido y húmedo. Ella gritó a causa de la sorpresa.

Wilde la condujo todavía más adentro y la ayudó a descorrer la cremallera y a despojarse de la ropa de abrigo, el gorro y los guantes. Las guedejas le cayeron sobre los hombros y una inesperada pincelada de color le iluminó las mejillas. Los ojos verdes relucían.

– Aquí estudian toda clase de plantas, tanto las variedades locales como las foráneas -le informó él mientras se desprendía de su propia ropa de abrigo-. La Antártida es todavía el medio ambiente más limpio del planeta y el mejor para el trabajo de laboratorio. -Se apartó el húmedo pelo adherido a la frente-. Pero tal vez no dure mucho al ritmo que van las cosas.

La joven no le oía: se había puesto a deambular por el lugar, atraída por la fragancia de los maduros fresones colgados de los tubos de plástico del techo, que jugaban un papel esencial en el sistema hidropónico. Las verdes hojas filosas de bordes dentados estaban salpicadas de flores blancas y brotes amarillos, y la luz artificial arrancaba destellos a las bayas humedecidas por efecto de los pulverizadores de agua.

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[20] Anti-Freeze Glycoprotein (glicoproteína anticongelante).

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