Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

Miró de nuevo al exterior. Michael se irguió otra vez e hizo oscilar las tiras en alto antes de lanzarlas al aire. El ave dio media vuelta, bajó en picado y cazó con el pico una y se alejó. El resto cayó al suelo, pero el hombre se limitó a esperar el regreso del págalo, y sabiamente, al parecer, ya que éste se zambulló en la nieve próxima de forma muy poco elegante y tomó otra de las tiras. Otro pájaro marrón se posó en el suelo con el propósito de investigar, pero el primero corrió hacia él, chillándole, y Michael le arrojó una bola de nieve para espantarlo. ‹Ah, el pájaro oscuro es su favorito›, dedujo Eleanor, ‹su mascota›.

Se agachó y tendió una mano enguantada al págalo, que se acercó sin dudarlo y se subió a la misma, donde debía de llevar más tiras de beicon, aunque desde allí no podía distinguirlas. Y así permanecieron los dos, como si fueran viejos amigos. El viento sacudía las plumas del ave y dibujaba estrías en la ropa de Michael, pero ninguno se movió.

De pronto, Eleanor se sintió tan sobrepasada que no pudo seguir observando la escena. Sentía que toda su vida era una prisión y se dejó caer sobre el borde de la cama como si fuera una condenada.

El corazón se le llenó de pánico cuando alguien llamó a su puerta. ¿Era la doctora Barnes, que venía para enfrentarse con ella por su crimen? Eleanor no respondió, pero cuando el golpeteo de nudillos se repitió, dijo:

– Adelante.

La puerta se entreabrió y Michael asomó la cabeza por la abertura.

– ¿Me da la venia la dama para hacerle una visita?

– Permiso concedido, caballero. -Se sintió como si le hubieran dado un indulto-. Pero me temo que no puedo ofrecerte mucho, salvo una silla.

– Pues la acepto -contestó él, girando la silla y sentándose a horcajadas.

Aquel sobretodo tan grueso le colgaba a ambos lados y, dadas las dimensiones minúsculas de la habitación, él estaba a muy poca distancia, tan cerca que, de hecho, ella percibía el vigorizante aire frío procedente del abrigo y las botas. Ay, cuánto deseaba ser libre.

Michael necesitó unos segundos para descorrer la cremallera de la parka y poner en orden las ideas. Se sentía un tanto incómodo hablando con alguien en circunstancias tan extrañas como ésas, pero la desazón era mayor a la luz de aquel terrible sueño erótico del otro día protagonizado por ella. La pesadilla le había parecido demasiado real, tanto que incluso ahora le resultaba difícil mirarla a los ojos.

Lo minúsculo de la estancia los obligaba a estar muy cerca uno del otro, y él temía que esa cercanía aumentase la timidez de Eleanor.

El visitante vio palpitar la vena de la garganta por encima del cuello. La muchacha mantenía la vista fija en las manos, que mantenía apoyadas en el vientre. Aprovechó la ocasión para examinarle los dedos en busca de una alianza de matrimonio, pero no vio ninguna.

– Te he visto fuera con el pájaro -dijo ella.

– Se llama Ollie, le he puesto ese nombre en honor de otro huérfano: Oliver Twist.

– ¿Conoces la obra del señor Dickens? -preguntó con asombro.

– A decir verdad, jamás la he leído -admitió Michael-, pero he visto la película.

Ella volvió a quedarse perpleja y perdida mientras él pensaba: ‹Claro, no sabe qué es una película›.

– Mi padre era bastante radical en sus ideas -continuó ella-. Me dejaba asistir a la escuela tan a menudo como era posible e incluso frecuentar la casa del párroco, donde había una biblioteca.

‹Sus ojos son verdes y centelleantes como las hojas de las píceas después de la lluvia›, valoró Michael.

– El párroco y su esposa debían de tener unos doscientos libros -alardeó ella.

‹¿Qué pensaría si viera una librería de la cadena Barnes & Noble?›, se preguntó él.

– Quise reunirme contigo ahí fuera -comentó ella con una nota de tristeza en la voz.

– ¿Dónde?

– En el patio, cuando estabas dando de comer a Ollie.

Estuvo a punto de preguntar por qué no lo había hecho, pero cayó en la cuenta de que ella era virtualmente una prisionera. Su nerviosismo y su palidez lo evidenciaban. Michael echó un vistazo al cuarto, pero sólo había un libro y algunas revistas.

– Tal vez esta noche a última hora podamos colarnos un rato en el salón de entretenimiento para otro recital de piano.

– Eso me gustaría -contestó ella con menos entusiasmo del esperado.

– ¿Y qué otra cosa te gustaría hacer? Por un lado, voy a hacer una ronda a ver si te encuentro alguna lectura decente.

Ella vaciló unos segundos, pero luego se inclinó hacia delante y preguntó:

– ¿Puedo decir lo que quiero de verdad? ¿Algo por lo que daría cualquier cosa?

Michael permaneció a la espera con recelo. Temía que guardara relación con Sinclair Copley. ¿Cuánto tiempo sería capaz de guardar el secreto?

– Me gustaría dar un paseo por el exterior, me da igual el frío, y levantar el rostro para que lo caliente el sol. Sólo tuve ocasión de disfrutarlo durante la visita a la factoría ballenera. Lo que más deseo es verlo de nuevo, sentir su calor.

– Sol, lo que se dice sol, sí tenemos -concedió Michael-, pero no es que caliente mucho, francamente.

Michael permaneció inmóvil en su asiento mientras sopesaba las palabras de la joven y le daba más y más vueltas a la descabellada idea que acababa de ocurrírsele. Las consecuencias serían muy malas para él si le pillaban y el jefe O’Connor le arrancaría la piel a tiras, pero se estremeció sólo de pensarlo hasta el punto de no ser capaz de resistirse. Se preguntó qué pensaría Eleanor de llevarla a cabo.

– Supongamos que puedo concederte tu deseo -repuso él con cautela-, ¿estarías dispuesta a seguir mis instrucciones al pie de la letra?

Eleanor apreció perpleja.

– ¿Puedes sacarme a hurtadillas de aquí?

– Esa parte es fácil.

– ¿Y hacer que el sol caliente incluso en un lugar como éste?

Michael asintió.

– ¿Sabes qué…? Sí puedo.

Se había estado preguntando qué clase de regalo navideño podía hacerle al día siguiente; bueno, pues ahora lo sabía.

– ¿Eso…? -inquirió la doctora Barnes, mirando el tanque del acuario, donde varios especímenes flotaban en el agua-. Ahí sólo tienes peces muertos.

– No, no, no, esos no -contestó el biólogo-. Esos son los fallos. Échale un vistazo al Cryothenia hirschii y a los demás peces de hielo, los comodones que están tan panchos en el fondo del tanque.

Cuando la doctora estiró el cuello hacia delante pudo ver unos peces plancos, casi traslúcidos, de unos noventa centímetros, cuyas agallas se movían lentamente en el agua salada.

– Vale, ya los veo -informó ella, poco impresionada-. ¿Y qué?

– Esos peces podrían ser la salvación de Eleanor Ames.

Charlotte se mostró interesada al oír eso.

– He mezclado muestras de sangre de los nototénidos con la de Eleanor. Alguno de ellos lleva sangre mezclada -anunció con una sonrisa-, y como puedes ver están bien.

– Pero Eleanor no es un pez -le recordó la doctora.

– Estoy al corriente de eso, pero lo que vale para uno quizá valga para todos… -dijo, y señaló mediante señas la mesa del laboratorio, encima de la cual descansaba un microscopio con una lámina portaobjetos ya preparada.

El monitor ofrecía una imagen notablemente amplificada de plaquetas y células sanguíneas. Era la clase de cosas que retrotraían la mente de Charlotte a los tiempos de universitario en la facultad de Medicina.

– Estás viendo una gota de plasma con una concentración alta de hemoglobina -anunció mientras se ponía unos guantes de látex-. De hecho, es mi sangre.

– Observa qué ocurre ahora.

Darryl se inclinó sobre el microscopio y retiró la bandeja portaobjetos. El monitor se quedó en blanco. El biólogo depositó una gota minúscula en la misma lámina con una jeringuilla, la mezcló y volvió a ponerla en el microscopio.

– Normalmente, la afinaría como Dios manda, pero no tenemos tiempo.

124
{"b":"195232","o":1}