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– ¡Adelante el 17º de lanceros! -aulló el sargento Hatch mientras su caballo se emparejaba con el de Sinclair por la derecha-. ¡No dejéis que los del 13º lleguen antes que nosotros!

«¿Dónde están Owens y su montura?», se preguntó el teniente. No los había visto caer.

Sonó un toque de corneta y Sinclair al fin pudo bajar la lanza; luego, clavó las espuelas en los costados de Áyax. Cubría el campo de batalla una nube de humo, polvo y despojos tan densa que sólo podía distinguir el emplazamiento de artillería situado delante de él. Veía las llamaradas de los disparos y oía los estragos causados por las balas de cañón; una sola de ellas derribaba a docenas de soldados como si fueran bolos. El estruendo era ensordecedor, tan duro e intenso que le zumbaban los oídos. Los ojos le escocían a causa del humo y el polvo. El corazón le latía desbocado.

Las andanadas habían despedazado a los jinetes que le habían precedido y ahora él se encontraba con sus restos dispersos sobre el terreno, o con sus monturas que intentaban incorporarse sobre patas amputadas por los proyectiles o que se habían partido en la caída.

Áyax saltó por encima del portaestandarte, atrapado debajo de su montura descabezada, y seguro de sí mismo galopó con bravura hacia el corazón de la vorágine, pasando como una flecha sobre el terreno mientras su amo se esforzaba por mantener la lanza recta y firme. Ahora sólo les quedaban cincuenta metros para alcanzar a su objetivo; Copley ya distinguía los uniformes grises y las gorras de los artilleros rusos mientras cargaban otra bala en las piezas. El teniente volaba directo a la boca de un cañón cuando empujaron el proyectil hasta el fondo. Iban a abrir fuego de un momento a otro, y no le daría tiempo de apartarse de la trayectoria del proyectil, pues galopaba encajonado entre dos monturas: por un lado le cerraba el paso el sargento Hatch, y por el otro, el corcel del capitán Rutherford seguía corriendo a su vera con la silla y los estribos vacíos, ya que no había ni rastro del jinete. Sinclair no tenía más alternativa que cargar contra el cañón y llegar antes de que lo disparasen.

Escuchó unos gritos en ruso y vio cómo un enemigo acercaba una chispeante tea a la mecha de la pieza. Apretó los dientes, agachó la cabeza, dirigió la lanza hacia el hombre que sostenía la antorcha y cargó contra la pieza.

Áyax saltó justo cuando el cañón abrió fuego.

Lo último que recordaba era haber volado a ciegas y haber atravesado una compota hirviente de humo, sangre, vísceras y pólvora…, y luego, nada.

CAPÍTULO TREINTA Y CINCO

16 de diciembre, 11:45 horas

EL INFIERNO ABRIÓ SUS puertas de par en par justo cuando Charlotte pensaba que las cosas no podían torcerse más, pues, aunque el tiempo era terrible y había varios pacientes con fiebre, eso era cierto, no había grandes urgencias médicas pendientes de tratar.

Primero, uno de los perros de Danzing enloquecía y mataba a su cuidador, y ahora venía el jefe O´Connor a contarle la sandez ésa de que las mutilaciones sufridas por el cuerpo tirado en el suelo del laboratorio de botánica eran obra del musher.

– Eso es imposible -replicó ella por undécima vez-. Yo misma verifiqué la muerte de Erik. Le puse los puntos del cuello con mis propias manos y le apliqué las palas del desfibrilador no una ni dos, sino tres veces. Y la línea del cardiógrafo era plana. -Se arrodilló y puso los dedos en el cuello helado de Ackerley-. Y vi cómo cerrabais la bolsa donde lo habíais metido.

– Vale, pues ha logrado salir de algún modo -insistió Murphy-. No puedo decirte nada más. Wilde y Lawson lo juran y perjuran.

De no haber conocido bien a Murphy, la doctora se habría preguntado si no estaba borracho o incluso si no se había metido algo más potente. Además, conocía bien a Michael y Lawson, y sabía que no iban a gastarle una broma con algo tan espantoso, teniendo algo horrible entre manos como tenía. Quien fuera había desgarrado de un modo atroz la garganta y los hombros de Ackerley. La sangre había manado a borbotones, empapando la camisa y los pantalones. Resultaba curioso que las gafas hubieran salido relativamente indemnes del ataque, salvo por los trozos de vísceras pegados a los cristales. Fuera o no un hombre la bestia que había cometido semejante atrocidad, aquello superaba con mucho cualquier cosa con la que hubiera debido enfrentarse una noche de guardia en las urgencias de Chicago.

– Querrías hacer un examen más detenido del cadáver, lo sé -dijo Murphy mientras se removía nervioso detrás de la doctora-, pero mira, en vista de lo que ha ocurrido con Danzing, no voy a arriesgarme ni una pizquita.

Charlotte ya había notado el bulto delator de una pistolera debajo de la chaqueta.

– ¿Y eso qué significa exactamente, Murphy?

– Te lo enseñaré.

Como ella tuvo ocasión de descubrir, eso implicaba que entre los dos iban a sujetar el cadáver encima de un trineo e ir luego arrastrándolo con la mayor discreción posible, o sea, yendo poco menos que a hurtadillas por la parte trasera de los edificios situados en las afueras de la base, y así hasta que llegaron a un cobertizo apenas frecuentado y usado como congelador para la carne. Era un antro cavernoso y bastante mal aprovechado, pues estaba lleno de latas de cerveza y de Coca-Cola, y algunas otras cosas de picar.

El jefe O´Connor, que había ido todo el trayecto en la retaguardia, apartó con un movimiento del antebrazo las latas y demás trastos depositados sobre un gran cajón de embalaje de más de un metro de altura. A pocos centímetros por encima del mismo discurría una gruesa tubería metálica de color rojo, aunque la pintura se estaba descascarillando.

– Metámosle ahí dentro -indicó él.

Murphy sujetó al difunto por los hombros y Charlotte por los pies, y bajaron el cuerpo con la mayor suavidad y respeto posibles.

Al incorporarse, Charlotte leyó el rótulo en letras negras del cajón de embalaje: «Condimentos variados Heinz».

– ¿Y por qué meterle aquí es mejor que llevarle a la enfermería y hacerle una autopsia como Dios manda? -quiso saber ella.

– Aquí puede quedarse tranquilo, al menos por un tiempo, y está más seguro -replicó Murphy.

– ¿Tranquilo…? ¿Seguro? ¿Seguro de qué…?

La doctora ignoraba qué giro exacto había tomado el asunto de Danzing, pero en cualquier caso, ¿qué se pensaba Murphy? ¿Qué ese cadáver mutilado iba a resucitar? El jefe O´Connor no le respondió a la pregunta, pero a ella no le gustó ni un pelo el brillo de sus ojos ni el par de esposas tintineantes que acababa de sacar del bolsillo trasero del pantalón. ¿Un par de esposas? ¿Qué iba a hacer? ¿Esposar al muerto?

– ¿Me disculpas un segundo? Enseguida salgo.

Charlotte salió al exterior y le esperó en la rampa, donde el viento soplaba de firme. Era cierto eso de que se les echaba encima otra tormenta.

¿Qué diablos estaba ocurriendo allí? ¿Cómo era posible que hubieran muerto dos personas en tan poco tiempo? Se sentía muy mal por pensar de forma tan egoísta, pero no podía evitar hacerse una pregunta: ¿iba eso a suponer una mancha en su expediente como médico residente de Point Adélie?

– Todo bajo control -dijo Murphy mientras aparecía detrás de ella; luego, se detuvo a asegurar la puerta con un candado y cadenas-. Huelga decir que he informado al tío Barney de que el acceso a esta unidad exterior queda prohibido hasta nueva orden.

La doctora se prometió no usar ningún condimento a partir de ese momento, sólo para estar segura.

– Y está de más decirte que de todo esto ni mu a nadie, al menos hasta que sepamos un poco por dónde nos da el aire… sobre todo en lo referente a Danzing.

16 de diciembre, 14:00 horas

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