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Eleanor era consciente sólo a medias de cuanto sucedía. Recordaba haber cruzado la puerta de la iglesia con ayuda, bueno, casi la habían sacado en volandas, y la habían subido encima de una máquina enorme, sentada sobre algo con aspecto similar a una silla de montar.

Le habían aconsejado que para no caerse rodeara con los brazos la cintura de un hombre, ese que dijo llamarse Michael Wilde, un apellido que le hizo preguntarse si no sería irlandés; pero tomarse esas confianzas era ir demasiado lejos, y se había opuesto con las pocas energías que le quedaban.

Entonces, el otro hombre la había sujetado con una cuerda de una fibra muy fina pero resistente, y luego le había apretado bien la capucha sobre la cabeza. La máquina había salido disparada sobre la nieve como un pura sangre; además, el viento y el polvo de hielo levantado le azotaban con tanta virulencia que no le quedó otro remedio que agachar la cabeza y apoyarse sobre la espalda del tal Wilde y al final, aunque sólo fuera para no caerse, debió abrazar la cintura del hombre y sujetarse con fuerza.

A pesar de que el ruido habría sido ensordecedor de no haber sido por la capucha y de que iban dando tumbos sobre un desierto blanco, se sintió extrañamente arrullada. Se había sentido débil durante todo el día y había luchado por resistirse a la tentación de beber el contenido de las botellas negras que Sinclair había dejado en la rectoría, pero ahora de le escapaban las últimas fuerzas y se iba dejando ir, aunque la sensación no era desagradable. El traqueteo de esa máquina le recordaba el zumbido del vapor a bordo del cual habían viajado hasta Crimea bajo el ojo vigilante de la superintendente, claro. ¡Menudo escándalo le montaría si la viera aferrarse así a un hombre! Ella sabía perfectamente que la señorita Nightingale desaprobaba cualquier muestra de confraternización con los soldados o cualquier incumplimiento de las convenciones sociales. El escándalo debía evitarse a toda costa, y por muy dulce que se mostrase con los heridos, Nightingale solía dispensar a sus colaboradoras un trato seco e inflexible.

Ésa fue la razón, por ejemplo, de que la mañana después de haber encontrado a Frenchie entre los heridos del hospital, Eleanor tuviera que levantarse una hora antes para marcharse de las habitaciones de las enfermeras con todo el sigilo posible. El cielo no había clareado y aún reinaba la oscuridad, por lo cual estuvo a punto de tropezar y caerse un par de veces mientras se dirigía a la torre y subía a la habitación donde estaba el teniente de lanceros. Además de una camisa limpia llevaba doblada en el bolsillo una cuartilla de papel y un lápiz.

Muchos enfermos aún dormían, pero eran bastantes quienes se retorcían de dolor o se removían en sus lechos. La miraron con ojos febriles y labios agrietados. Dos o tres de ellos extendieron los brazos cuando ella pasó a toda prisa. La enfermera Ames tuvo que hacer oídos sordos a sus súplicas para llevar a cabo su misión, pues en menos de una hora debía regresar a su puesto.

Cuando se aproximaba a la habitación de Le Maitre se encontró con uno de los carros de cirugía ya preparado para sus siniestros quehaceres del día. Lo empujaban dos camilleros. El de las orejas grandes y un remolino en el pelo metió tripa y se irguió cuanto pudo antes de decir:

– Buenos días, señorita. Pues sí que se ha levantado pronto.

– ¿Se toma una taza de té con nosotros? -dijo su compañero, un tipo fornido con el rostro picado por la viruela. Levantó del carro una tetera abollada-. Todavía está caliente.

Eleanor declinó la invitación y cruzó la habitación a toda prisa hacia la esquina opuesta, donde halló al lancero con los ojos bien abiertos y contemplando al amanecer a través de la ventana rota.

Ella se acuclilló junto a la cama de Le Maitre y dijo:

– He vuelto. -Él pareció darse cuenta de su presencia sólo en parte-. Y he traído lo que me pediste -anunció, mientras le enseñaba el papel y el lápiz. Él se humedeció los labios cuarteados y asintió en señal de reconocimiento. Eleanor sacó la camisa limpia y añadió-: Y también te he traído esto. Nos libraremos de esa camisa vieja en cuanto encuentre algo de agua para asearte un poco.

El herido la miró como si apenas entendiera el idioma en que ella le hablaba y Eleanor comprendió que una noche de fiebre se había cobrado su peaje.

– Frenchie -continuó ella con un hilo de voz-, me avergüenza admitir que ni siquiera me sé tu nombre de pila.

El soldado sonrió por vez primera.

– Muy pocos lo saben.

Ella se alegró mucho de descubrir que quedaba una chispa de vida en él.

– Es Alphonse. -Soltó una tos seca y luego añadió-: Ahora ya sabes por qué: es poco inglés.

La señorita Ames buscó acomodo en una esquina de la cama, teniendo buen cuidado de no rozar siquiera las piernas dañadas del herido. Extendió el papel sobre su regazo.

– ¿Vas a escribir a tu familia?

Él asintió y le dictó una dirección en el condado de West Sussex. La enfermera Ames la tomó y aguardó su dictado.

– Chers Père et Mère, Je vous é cris depuis l´hôpital en Turquie. Je dois vous dire que j´ai eu un accident, une chute de cheval, qui m´a blessé plutôt gravement. -Eleanor mantuvo el lápiz en el aire. No se le había pasado por la imaginación que la familia de Le Maitre hablara en francés-. Ay, cuánto lo siento. No sé escribir en francés -se disculpó. Frenchie había cerrado los ojos para concentrarse mejor-. ¿Puedes dictármela en inglés?

Eleanor escuchó un traqueteo de ruedas a la entrada de la habitación y varias voces se enzarzaron en una discusión. El hospital empezaba a despertar.

– Por supuesto -contestó con voz frágil-. Qué tontería por mi parte. Es sólo que nosotros en casa lo hablamos… -Enmudeció, respiró hondo y empezó de nuevo-. Queridos padre y madre. Os envió estas líneas desde el hospital de Turquía. Una amiga mía las escribe por mí. -El traqueteo de ruedas se hizo más audible-. Me he herido al caer del caballo…

Ella garabateó las palabras deprisa y alzó los ojos a tiempo de ver al sanitario orejudo empujando hacia su rincón el carro de instrumental quirúrgico con la misma pachorra que si fuera un carrito de flores. El forzudo llevaba una mampara blanca debajo del brazo. No había lugar a dudas sobre sus intenciones.

– Ay, ¿no pueden esperar sólo un poquito más? -les pidió Eleanor, poniéndose en pie.

– Son órdenes del doctor -repuso el primero mientras su compañero fijaba la base de un biombo en el suelo y procedía a extenderlo para ocultar la cama.

Las amputaciones se habían hecho a la vista de todos hasta la llegada de Florence Nightingale. Ésta había insistido en el uso de esas pantallas para conceder cierta intimidad al enfermo y evitar al resto de los pacientes la visión de un espectáculo horrendo, máxime cuando a lo mejor podía tocarles a ellos después.

– El teniente acaba de empezar a dictarme una carta para su familia. ¿No pueden atender a algún otro enfermo primero?

– Eleanor -la llamó Frenchie, tirándole de la manga-. ¡Eleanor! -Ella se volvió hacia él, y vio que Le Maitre había sacado una pitillera plateada de debajo del colchón-. ¡Toma esto!

Era la misma que había visto correr de mano en mano en el Longchamps Club, después de las carreras de Ascot. Lucía el adusto emblema del regimiento, una calavera, y también su lema: «O Gloria».

– Hágaselo llegar a mi familia, por favor.

– Pero podrá dársela usted mismo más adelante -replicó ella cuando él se la apretó con fuerza sobre la palma de la mano.

– Tenemos un trabajo que hacer, señorita -dijo el camillero forzudo.

Ella dejó caer la pitillera en el bolsillo de la bata justo cuando un cirujano de cabellos canos se acercó al catre dando grandes zancadas.

– ¿Qué problema hay aquí? -preguntó con voz atronadora mientras fulminaba con la mirada a Eleanor-. No tenemos todo el día. -Levantó la sábana de un tirón, examinó la pierna destrozada de Le Maitre durante unos breves instantes y dijo-: Taylor, el tajo.

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