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– ¿Recuerdas lo de Lisboa…?

No era algo que Copley fuera a olvidar así como así. Se habían presentado ante el altar de la catedral Santa María la Mayor para dar las gracias por lo que parecía una intercesión divina: Sinclair había logrado comprar el pasaje a bordo del Coventry, que zarpaba esa misma noche. Era un día muy feliz para ellos.

– Eso fue una casualidad. No tenía nada que ver con nosotros -replicó Sinclair-. La cuidad había sufrido muchos terremotos antes…

Él no quería darle margen para ningún tipo de fantasía. Debía trazar planes y había trabajo pendiente.

Una vez que los perros estuvieron acomodados entre las lápidas, tras las cuales protegían las cabezas, y escudando del viento los cuartos traseros con el rabo, sostuvo a Eleanor con una mano y llevó la otra a la empuñadura de la espada antes de empezar a subir los peldaños nevados del templo, en cuyo techo y en cuyo chapitel se habían posado las aves que los habían seguido, alineándose como gárgolas. La muchacha alzó la mirada y los vio en el preciso instante en que una de ellas graznó, alargó el pico y batió las alas. La joven se detuvo en seco.

– Es un maldito pájaro -repuso Sinclair con desdén mientras la arrastraba para hacerle subir el resto de los escalones.

Una puerta de doble hoja se alzaba en lo alto de la escalera. Habían cedido los goznes de uno de los batientes y éste se había desencajado y ladeado, congelándose allí mismo. Tras un esfuerzo considerable, Copley fue capaz de empujar el otro hasta abrirlo lo bastante como para poder meterse dentro. Nada más entrar se toparon con un montón de nieve acumulada durante las ventiscas. Él pasó primero y luego tomó a su compañera de la mano para ayudarla.

La estancia resonó con el eco de sus pasos sobre el suelo de piedra. Había varias hileras de bancos mirando hacia delante y encima de los mismos descansaban varios cantorales en avanzado estado de descomposición. Sinclair tomó uno y lo abrió, pero las pocas palabras aún legibles no estaban en inglés. Si debía apostar, se decantaría por alguna lengua escandinava. Lo dejó caer al suelo sin más, pero Eleanor reaccionó por instinto: lo recogió y volvió a dejarlo sobre el banco.

El techo estaba lleno de goteras y las paredes eran de madera, desgastada por las inclemencias climatológicas hasta convertirla en algo tan fino y pulido que cada línea y cada surco de los tablones se veían con la misma facilidad que una mancha de vino en un mantel de hilo blanco. El altar era una sencilla mesa de caballetes debajo de una cruz de talla tosca colgada de las vigas del techo. Eleanor entornó los ojos y se detuvo, arrebujándose en la parka que le estaba tan grande. Por el contrario, él avanzó por la nave con andares altaneros, se detuvo delante del altar, puso los brazos en cruz y habló como si se presentase ante un hacendado local que le hubiera invitado a una cacería.

– Bueno, ¡aquí estoy!

La voz de Sinclair reverberó entre los muros, pero el eco de sus palabras fue silenciado por el silbido del viento que se colaba por las angostas ventanas que hacía tiempo habían perdido sus vidrieras.

– ¿Somos o no bienvenidos aquí? -gritó él de forma provocadora.

Un repentino golpe de viento desmochó la cresta de la nieve amontonada y lanzó al interior del edificio muchos copos, algunos de los cuales cubrieron los zapatos de Eleanor. Ésta se metió corriendo entre los bancos en busca de protección.

– ¿Lo ves? -Sinclair se dio la vuelta con los brazos extendidos-. Ni una palabra de protesta.

Copley sabía que Eleanor le temía cuando se apoderaba de él ese estado de ánimo negro, cambiante y quisquilloso, pero ese lado oscuro había ido creciendo en él desde Crimea, y era tan ineludible e ingobernable como una sombra.

– No me imagino unos aposentos más acogedores que éstos -aseguró mientras miraba en derredor.

Entonces localizó detrás del altar una puerta de grandes bisagras negras. «¿Y si es la sacristía?», se preguntó. El golpeteo de sus botas negras contra el enlosado de piedra levantó nuevos ecos cuando anduvo alrededor del altar, cubierto de antiguos excrementos de rata, tal y como pudo apreciar al examinarlo más de cerca, hasta plantarse ante la puerta y abrirla de un empujón. Al otro lado del umbral había una habitación pequeña con una ventana cuadrada protegida por una contraventana de doble hoja. La estancia contaba con algo de mobiliario: una mesa, una silla, un catre cuya manta estaba enrollada a los pies y una estufa de hierro colado. Estaba tan deprimido que le pareció como si acabara de tropezarse con el salón del Longchamps Club. Apenas podía esperar para enseñárselo a Eleanor.

– Ven aquí -gritó-. Ya tenemos habitación para la noche. Eleanor no deseaba estar tan cerca del altar, eso era evidente, pero tampoco quería contradecir a Sinclair. Acudió hasta la entrada y se asomó. Él le pasó el brazo sobre los hombros y la estrechó con fuerza.

– Voy a traer las cosas del trineo, y veremos en qué podemos convertir esto, ¿eh?

Eleanor se encaminó hacia la ventana y la abrió en cuanto se quedó a solas. Contempló el exterior, donde un fuerte viento barría la llanura helada y levantaba polvaredas de nieve. En el lejano horizonte se recortaba el trazado de una cadena montañosa, cuyo lomo dentado se parecía mucho a alguna criatura recostada.

No vio nada que le alegrara la vista ni le levantase el ánimo o le ofreciera el menor atisbo de esperanza. En suma, no había nada que le persuadiera de que todo aquello no era más que otra visión de la condenación, eternamente iluminada por un gélido sol muerto.

El viento sopló aún más fuerte: silbó en los aleros de la iglesia e hizo vibrar hasta las mismas paredes.

CAPÍTULO VEINTIOCHO

13 de diciembre, 21:30 horas

– ¡SOSTÉN LA VENDA, SOSTENLA en su sitio! -le ordenó Charlotte. Michael presionó la gasa contra el cuello de Danzing, del cual seguía saliendo sangre a borbotones, mientras ella cortaba el extremo de las suturas y dejaba caer las tijeras en la bolsa-. Y no le quites el ojo al monitor de la presión arterial.

Él observó la pantallita: la presión era baja y no había dejado de caer en ningún momento.

La doctora no paró ni un segundo desde que entró en el cobertizo del trineo. Había actuado con rapidez y aplomo, se había inclinado sobre el jadeante herido para cerrarle la mordedura de la garganta. Le había insertado un tubo de respiración y le había anestesiado nada más llegar a la enfermería; luego, le había cosido la herida y ahora le había puesto un catéter intravenoso para hacerle una transfusión de sangre.

– ¿Va a salir de ésta? -preguntó Wilde, no muy seguro de querer saber la respuesta.

– No lo sé… Ha perdido demasiada sangre. Tenía cortada la yugular y la tráquea también estaba muy dañada -respondió mientras colgaba la bolsa de plasma en un soporte. Preparó la jeringuilla nada más comprobar que funcionaba-. Le he dicho a Murphy que solicite asistencia. Este pobre va a necesitar mucha más ayuda de la que podemos ofrecerle aquí.

– ¿Qué le estás inyectando? ¿Una antirrábica? -quiso saber él mientras notaba en las yemas de los dedos la gasa humedecida. Al mirar, la vio coloreada de un rojo intenso.

– Le pongo una inyección antitetánica -replicó Charlotte mientras alzaba la jeringuilla a la luz y empujaba el émbolo-. No dispongo de vacunas contra la rabia, pero claro, tampoco suponía que iba a haber perros aquí abajo.

Le administró la vacuna, pero el monitor de presión arterial y el electrocardiógrafo empezaron a enloquecer antes de que la doctora ni siquiera hubiera tirado a la basura la jeringuilla usada.

– Ay, mierda, un paro cardiorrespiratorio -masculló ella mientras dejaba caer la aguja en la pileta y abría a toda prisa un armario situado en la pared de detrás.

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