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Michael se había marchado a atender la llamada vía satélite, pero ellas actuaban como si quisieran esperar a oír su veredicto.

– Wilde vendrá dentro de unos minutos. Lo hablamos entonces.

Pero el biólogo era lo bastante listo para olerse que estaban tramando algo. Los científicos desarrollaban un gusto especial por lo extraordinario, ¿por qué iban a ser diferentes las glaciólogas?, y seguro que ellas no querían dejar pasar esa oportunidad. La mayor parte de la ciencia era trabajo rutinario en el laboratorio: experimentos interminables, ensayos a ciegas y un porcentaje de fallos alto. Era natural la reticencia de cualquier científico a soltar algo novedoso, algo salido de ninguna parte, un objeto capaz de garantizarles unas líneas en el mundo exterior.

Él debía trabajar deprisa y con determinación. Salió disparado hacia los cobertizos donde se guardaban las motonieves, los sprytes y los equipos de perforación. Allí reclutó a Franklin y a Lawson, que ya estaban al tanto del hallazgo, y los tres juntos regresaron con una plataforma rodante de las usadas normalmente para transportar los bidones de diesel. Mientras Betty se quejaba de que Darryl iba demasiado deprisa y Tina se ponía un tanto neura con el rollo de la conservación de los especímenes, sus dos reclutas volvieron a cubrir con una lona el sillar de hielo, ahora de tamaño sensiblemente menor, antes de ladearlo para subirlo a la plataforma. Doblaron la esquina con el fardo y lo empujaron rampa arriba, navegando en dirección a un puerto seguro: el laboratorio de biología marina.

– ¿Y dónde la ponemos ahora? -preguntó Franklin, mirando en derredor.

Abarrotaban el lugar tubos de oxígeno siseantes, instrumental traqueteante y tanques repletos de extrañas criaturas bañadas por una luz azulada.

– Lo quiero aquí -indicó Hirsch mientras caminaba hasta el gran acuario.

Mucho antes ya había quitado los separadores, había retirado el agua sucia antes de limpiar el tanque de arriba abajo con un raspador y luego había vuelto a llenarlo con agua marina nueva. Había sacado el pez inquilino del acuario hasta un agujero practicado en el hielo donde lo había soltado. Lo sentía si todavía formaba parte del experimento de alguien, pero debería haberlo etiquetado. El biólogo pudo distinguir a través de la banquisa cómo se escabullía y también la veloz aproximación de una figura más oscura. Debía de ser una foca leopardo, sin duda, que de pronto había localizado su almuerzo. La vida en la Antártida era un negocio precario.

Franklin movió la plataforma rodante hasta el borde del tanque mientras Bill Lawson, cuyo aspecto recordaba al de un pirata a punto de apoderarse del botín con ese pañuelo suyo de marca anudado a la cabeza, se metía dentro del agua.

– Si se mete, va a desplazar más agua de la cuenta y vamos a mojarle el suelo, ¿lo sabe, verdad? -inquirió Franklin.

– Para eso hemos puesto sumideros. Adelante.

Lawson extendió los brazos desde dentro del tanque y Darryl ayudó a Franklin a ladear el sillar de hielo, y así, poco a poco, fueron pasándolo por encima del borde. Bill se echó hacia atrás en medio de una salpicadura de agua y, haciendo bueno el vaticinio de Franklin, desbordó el tanque: una ola de templada agua marina inundó el suelo y les mojó las botas.

El hielo flotó en cuanto le quitaron de encima la lona y las dos figuras yacieron espalda contra espalda enseguida, pues el témpano no tardó en estabilizarse. Las ondas del agua del estanque se disiparon y el sillar helado quedó quieto.

Su trofeo, suyo al fin.

– No me gustaría ni un pelo quedarme aquí a solas con eso -concluyó Franklin tras dedicarle una larga mirada.

El empapado Lawson parecía ser de esa misma opinión, a juzgar por la expresión del rostro mientras salía del tanque.

El biólogo no estaba preocupado en lo más mínimo. Si eran correctos sus cálculos, basados en el espesor del hielo y el gradiente de temperatura del acuario, y él no solía cometer errores en ese tipo de cosas, los cuerpos flotarían completamente libres en cuestión de unos pocos días. Los cadáveres seguirían fríos, pero intactos y bien conservados.

Cerró el laboratorio a cal y canto en cuanto se hubieron marchado Franklin y Lawson. No había mucho que él pudiera hacer dentro. Urgía más salir fuera y revisar algunas de las redes y trampas a ver si había pescado nuevos ejemplares de peces anticongelantes, pues así era como la práctica totalidad de los biólogos marinos se refería a los peces capaces de segregar anticongelante para protegerse del frío. Nunca se sabía cuándo y cómo podía necesitar nuevos ejemplares disponibles.

Apagó los fluorescentes del techo antes de salir, pero las luces del tanque y del acuario siguieron alumbrando con su luminosidad púrpura el laboratorio de acero y hormigón, salvo los rincones más lejanos y recónditos. Se puso el abrigo, los guantes y el gorro. «Jesús, después de todo, menudo fastidio está resultando esto de vestirse y desvestirse todo el día», pensó para sus adentros. Un soplo de viento helado se coló por la puerta nada más abrir la entrada. La cerró de golpe al salir y bajó pisando fuerte la rampa helada antes de alejarse camino a la orilla.

En el laboratorio, los diversos moradores de los tanques, alineados junto a las paredes de cristal y bajíos artificiales, reanudaron su silenciosa rutina de reclusión: las arañas de mar se erguían sobre sus alargadas y finas patas traseras y usaban las demás para tantear el vidrio; los gusanos cruzaban las aguas, enrollándose y desenrollándose como cintas de blanco marfil; las estrellas de mar se estiraban cuan largas eran, pegándose a las paredes vítreas de su presidio; y los dracos nacarados de enorme boca nadaban en círculos cerrados. Los racores borbotaban y los calefactores zumbaban mientras fuera del módulo aullaban los vientos.

Entretanto, de forma imperceptible, de derretía poco a poco el témpano sumergido en el acuario, donde circulaba una corriente de agua fría que iba erosionando el grosor del hielo centenario. De vez en cuando se oía algún chasquido, como si el agua del mar hubiera encontrado una fisura por donde colarse y enquistarse en el hielo, sobre cuya superficie aparecían estriaciones apenas perceptibles, similares a rayas en el cristal de un espejo.

En el acuario surgían burbujas que se reventaban al salir a la superficie. Unas tuberías negras de plástico se encargaban de la renovación del tanque: por un lado entraba agua marina y por el otro salía la misma cantidad, aunque más fría a consecuencia del deshiele del témpano. Eso permitía mantener estable la temperatura a cuatro grados bajo cero. En un par de días, la capa de hielo se volvería tan fina que podría verse con total claridad a través de la misma, tanto que dejaría pasar el tenue fulgor púrpura del laboratorio, tanto que se agrietaría y desmenuzaría.

Y entonces, aunque a regañadientes, el témpano se vería forzado a liberar a sus prisioneros.

CAPÍTULO VEINTITRÉS

13 de diciembre, 12:10 horas

LOS VIAJES EN TRINEO eran mucho más cómodos de lo que Michael había imaginado. El armazón de fibra de vidrio reforzado con polímeros era muy resistente. La sensación se parecía mucho a navegar en kayak, pero aquí viajaba a escasos centímetros del fondo, acunado en la cesta, como si fuera una hamaca. Apenas se notaba cuando los canes corrían sobre una zona de baches o daban algún tumbo. Todo quedaba amortiguado por la gran cantidad de ropa que llevaba puesta. La nieve y el hielo pasaban zumbando a ambos lados cuando Danzing se erguía en la cesta detrás de Michael y animaba a grito pelado a los huskies, los últimos canes de toda la Antártida, como le había explicado Murphy en la base.

– Los perros están abolidos -le había explicado Murphy-. Éste es el último equipo operativo, y la única forma en que nos han permitido auspiciarlo ha sido afirmando que forman parte de un estudio a largo plazo. -El administrativo puso los ojos en blanco-. No se puede hacer idea del papeleo que ha sido necesario rellenar; pero Danzing no iba a dejarlos ir. Son los últimos perros del Polo Sur y Danzing, el último musher, el último conductor a la vieja usanza.

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