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– De modo que Kristin va a volver a su antiguo dormitorio -comentó Michael, frotándose con gesto ausente el hombros izquierdo-. Tal vez eso sea bueno para ella.

– La verdad es que su habitación está en el piso de arriba. No hace falta que te lo diga, ¿verdad? -repuso ella con una risa seca-. Era demasiado complicado subirlo todo, así que hemos utilizado el cuarto de estar.

– Ah, vale. Eso tiene sentido -contestó él. La estática interrumpió de forma repentina la comunicación y Michael aprovechó para ver qué sacaba en claro de todo eso. ¿Era una buena idea o una medida desesperada? ¿Cómo podían los padres y la hermana supervisar la recuperación de Kristin por muchas enfermeras que hubiera a todas horas?

De todos modos, la recuperación de Kristin era imposible por lo que Michael había entendido de la conversación con los médicos. Sólo Dios sabía cuánto había intentado creer que iba a ponerse bien aquella fría e interminable noche en las Cascadas, y también durante el día siguiente se había obligado a ser optimista y pensar en positivo. Había deseado creer que ella iba a despertar y volver en sí, y que pronto él volvería a llevarla a practicar alpinismo en las montañas.

Al romper el alba del día siguiente al accidente se deslizó fuera del saco de dormir que había compartido con ella durante la noche y se frotó las extremidades a fin de recobrar la sensibilidad. Tenía un moratón púrpura enorme en el muslo donde se había apoyado sobre el mosquetón y el hombro aún le hacía ver las estrellas. Rompió el envoltorio de otra barrita energética y la devoró en un santiamén. Al mirar a lo alto distinguió un avión privado volando por encima de su cabeza. Era difícil ser visto, y se puso a gritar, dar saltos, silbar y mover los brazos casi por puro gusto, pero al final el aparato no ladeó las alas y ni mucho menos dio media vuelta para echar un vistazo. Desapareció por el oeste y sólo se oyeron los silbos de los pájaros y el susurro del viento.

Los chiflidos y los gritos tampoco habían hecho reaccionar a Kristin, por lo que se inclinó junto a ella, le tomó el pulso y comprobó su respiración, débil pero constante. Tenía dos alternativas: o esperaba en esa posición con la confianza de que llegarán otros montañeros, o intentaba bajarla por sus propios medios. Escrudiñó el horizonte, donde se acumulaban las nubes. No subiría nadie a la cumbre si llovía o se levantaba niebla, y la primera posibilidad parecía muy probable. No, iba a tener que valerse por sí mismo con un complejo sistema de cuerdas y poleas improvisadas y chapuceras. Podía bajarla entre diez y quince metros cada vez, luego descolgarse él, rehacer todas las cuerdas y empezar de nuevo. Acabaría encontrándose con algún excursionista si lograba descender lo suficiente, o tal vez incluso, si se acercaba lo bastante al Gran Lago y el viento soplaba a su favor, hacerse oír por los tripulantes de algún bote.

Maquinó un plan mientras reunía todo el equipo que no se había caído pendiente abajo ni se había desperdigado al abrirse la mochila. Había otra cornisa de tamaño no superior a una tabla de planchar a siete u ocho metros por debajo, y juzgó que sería capaz de bajar a Kristin hasta la misma. Debía tener un cuidado extremo con la cabeza y el cuello de la muchacha, lo sabía perfectamente, pero no se le ocurría ningún sistema para estabilizarlos al no tener nada firme con que sujetarlos. Iba a tener que jugársela.

Invirtió casi una hora entera en improvisar una estructura y sujetar en ella el cuerpo desmadejado de la herida, y otra más hasta que consiguió que ambos bajaran a la repisa inferior. Para entonces, Michael estaba empapado en sudor y cubierto de arañazos y cardenales. Se sentó en el borde del saliente y sostuvo la cantimplora en alto para beber mientras apoyaba la otra mano en la pierna de Kristin para sujetarla. Si hubiera dado señal de consciencia, si le hubiera hablado unos segundos…

Unos guijarros removidos durante su descenso se desprendieron de la pared y cayeron sobre su precario nido de águila.

Los nubarrones se acercaron todavía más.

Luego miró hacia abajo, a las copas de los pinos y las aguas del lago, y supo que ese sistema requería demasiado tiempo como para poder funcionar, pero no se atrevía a pasar una segunda noche en la montaña, de modo que decidió ir a por todas. Se desprendió de todo el equipo innecesario e hizo tiras los pantalones de alpinismo y alta montaña y la camiseta, con las cuales ató a Kristin a su espalda; sus brazos pendieron flácidos a los lados. La cabeza de la muchacha, quien todavía llevaba puesto el casco destrozado, descansó sobre el hombro de Michael mientras éste reanudaba la bajada resuelto a llegar al fondo y cruzar con ella el bosque de debajo o a matarse juntos si se caían desde las alturas.

No dejó de hablar en susurros a su amada, a la que le decía cosas como «agárrate fuerte», «acabo de encontrar un punto de apoyo», «no te preocupes, pero creo que el hombro se me está saliendo de su sitio otra vez» o «¿qué te parecería si fuéramos a la Ponderosa a tomar un buen bistec? Invitas tú». Durante el descenso, la cabeza de la joven rodaba de un lado para otro sobre sus hombros, y algunas veces él podía sentir su cálido aliento sobre la nuca, y eso le bastaba: seguía con vida y él debía salir de allí como fuera.

Los negros nubarrones habían encapotado el cielo por completo, pero todavía no había estallado la tormenta. Sólo había una suave calima en suspensión, y estaba tan acalorado por el esfuerzo que la agradecía. Sin embargo, empezaron a caer gotas sueltas.

– Hazme un favor, Señor, por caridad: que no llueva hasta que haya salido de esta maldita montaña.

Y Dios mantuvo su parte del trato. Michael bajó toda la pared hasta llegar al pie del monte Washington y halló refugio entre los pinos antes de que se abriera la caja de los truenos y el velo del cielo se rasgara para soltar un verdadero diluvio. Se detuvo por un tiempo y se arrodilló sobre la tierra húmeda, aspirando el intenso olor a pinaza, dejando que le limpiara la lluvia, cuyas gotas utilizó para quitar la mugre del rostro de la mujer y humedecerle los labios. Los parpados de Kristin se estremecieron cuando le cayeron unas gotas encima, pero no había ningún otro indicio de vida.

Intentó cogerla de nuevo, pero estaba tan exhausto que el cuerpo le temblaba de pura flojera y era incapaz de moverse. No se preocupó. Tomó en brazos a su compañera y se reclinó sobre el tronco de un árbol, donde permaneció mirando el cielo y perdió la noción del tiempo.

Era de noche cuando se estiró de nuevo, tiritando a causa de la mojadura. Había escampado y en el cielo brillaba la luna llena. Volvió a sujetar a Kristin a su espalda y a trompicones se dirigió al parquin del lago, donde había aparcado el jeep. Al salir de entre los árboles encontró a dos jóvenes vestidos con sudaderas cuyo frontal estaba dominado por el logotipo de una fraternidad de la Universidad de Washington, que descargaban una camioneta con la batea trasera descubierta. Apareció allí sucio, calado de la cabeza a los pies y ensangrentado, y mientras se acercaba ellos le miraron poco menos que como si fuera el yeti o un sasquatch, el pies grandes de la leyenda.

– Ayuda, necesitamos ayuda -murmuró.

Luego, según narraron los dos universitarios, se desplomó sin sentido.

Darryl supo que había llegado el momento de tomar cartas en el asunto en cuanto vio a las dos figuras dentro del témpano. Las glaciólogas habían quitado suficiente hielo o éste había empezado a derretirse por efecto de los focos de Michael, y de hecho, cuando se acuclillaba delante del bloque ya era capaz de distinguir el pomo de la espada del soldado en su costado. La borla dorada del mismo estaba del revés.

– Habéis hecho un magnífico trabajo -repitió, dirigiéndose a Tina y Betty- pero más valdrá llevar esto a mi laboratorio para poder terminarlo.

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