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– Un gony -observó Jones, usando el término acuñado por la marinería para referirse al albatros errante o viajero.

Jeffries asintió de forma apreciativa. El albatros era símbolo de buena suerte y sólo traía desgracias para quienes intentaban hacerle daño.

Una gran ola levantó la nave: el casco crujió al contacto con trozos de hielo desgajados de los icebergs y Sinclair tuvo que agarrarse a un cabo con las dos manos a fin de no caerse. El pájaro descendió en picado y pasó por delante de la proa de la corbeta para luego remontar el vuelo hasta un tembloroso penol, donde se encaramó, cerrando las garras en torno a la resbaladiza madera y plegando las alas. La visión extasió a Sinclair, que se preguntó cómo podía sobrevivir volando bajo un cielo tan desolado durante millas y más millas de olas y témpanos de hielo a la deriva.

– ¡Señor! ¡Capitán, capitán Addison!

Sinclair volvió la cabeza a tiempo de ver a Burton subir a cubierta por la escalera. Su barba helada estaba tan rígida como un tablón. Farrow venía tras él, acunando algo debajo de su pelliza negra de piel de foca.

Burton entreabrió bien las piernas para mantener el equilibrio y se dirigió hacia el timón sin lanzar una mirada en dirección al teniente de caballería.

– Debo informaros de algo muy preocupante, señor -anunció a voz en grito.

El oficial de caballería se vio obligado a alargar el cuello para poder ver, pues, tanto Burton como Farrow se habían colocado de un modo que parecían desear taparle la visibilidad. Observó un destello… ¿Sería un vaso? Luego escuchó farfullar a los hombres por lo bajinis unos con otros. Addison alzó una mano, como si deseara imponer la calma, y luego miró hacia abajo, como si examinara el trofeo que le habían llevado. Sinclair logró verlo en ese momento, y con desaliento descubrió que se trataba de una botella de vino etiquetada como Madeira.

El capitán pareció perplejo y luego indignado, como si él no fuera un hombre a quien pudiera engañársele.

– Véalo usted mismo, capitán -le urgió Burton, pero Addison parecía todavía receloso. Farrow se llevó un guante a la boca y lo mordió para tirar de él y sacárselo; después, usó los dedos para retirar el tapón de corcho y sostuvo la botella bajo la nariz del capitán. Arrojó la manopla al suelo e insistió-: Huélalo, patrón, o mejor aún, humedézcase los labios con eso. Addison acercó de mala gana la cabeza al botellín y retrocedió como si hubiera percibido un hedor insoportable. En ese momento el doctor Ludlow subió las escaleras e hizo acto de presencia en cubierta a tiempo de asentir en silencio cuando el capitán, con una expresión de horror en el semblante, miró a Sinclair.

– ¿Es eso cierto? -inquirió mientras aceptaba la botella oscura de la mano de Farrow.

– Es verdad que sostiene en la mano la medicina de mi esposa, robada de nuestro camarote, sin duda -contestó Sinclair.

– ¿Medicina…? -espetó Burton.

– Eso es una maldita botella de sangre -soltó Farrow.

– ¿No os dije que ellos eran el problema? -les gritó Burton a Jones y Jeffries, que no comprendían nada, pero parecían predispuestos a participar activamente en cualquier posible tumulto-. Pregúnteles a esos dos qué le pasó a Brome durante la guardia… ¿Cómo es posible que cayera por la borda un marinero tan mañoso que había cruzado dos veces el cabo de Hornos?

De pronto, todo el mundo se puso a dar gritos y otra media docena de tripulantes salieron presurosos de la bodega. Cuatro de ellos acarreaban el arcón que Sinclair acababa de asegurar. Lo dejaron caer sobre la cubierta helada por los bordes. Dentro del cofre se escuchó el tintineo de las espuelas al golpetear contra el vidrio de las botellas. Los marinos le sujetaron los brazos antes de que el teniente pudiera echar mano a la espada, y le anudaron un cabo alrededor de las muñecas antes de hacer unos buenos nudos y dejarle bien sujeto contra el mástil principal, que se le clavaba en los hombros. Seguía protestando a voz en grito cuando vio a Burton y a Farrow bajar corriendo al interior del barco.

– ¡No! ¡Dejadla en paz! -gritó el teniente.

Pero no había nada que él pudiera hacer, ni siquiera era capaz de moverse. El capitán Addison ordenó a uno de los marinos que se hiciera cargo del timón y luego cruzó la cubierta dando grandes zancadas para mirar fijamente a los ojos de Sinclair.

– No soy dado a creer en maldiciones, teniente -murmuró en voz baja, como si le estuviera confiando un secreto-, pero ésta… -continuó, agitando la botella-. Ésta es la gota que colma el vaso de mi paciencia.

Los marineros que le aferraban por los brazos le sujetaron con más fuerza.

– Los hombres os responsabilizan de la muerte de Bromley y yo mismo ya no albergo dudas -Sopesó la botella negra en su mano y susurró-: Me las tendré que ver con un motín a bordo si no lo hago.

– ¿Si no hace qué…?

Addison no le contestó y en vez de eso miró hacia la boca de la escotilla, donde Burton y Farrow forcejeaban para subir hasta cubierta a Eleanor, envuelta en una manta usada a modo de eslinga por los dos hombres. La mujer tenía los ojos abiertos y extendió un brazo hacia Sinclair. Se le había caído la improvisada gorra de lana y sobre el rostro le colgaban guedejas sueltas, restos de lo que antaño fuera una sedosa y abundante melena castaña.

Farrow hizo girar en el aire una herrumbrosa cadena y el capitán se alejó sin asentir ni intentar detenerle. Volvió junto al timón y lanzó por la borda la botella sin molestarse siquiera en mirar la trayectoria de ésta.

– ¿Qué ocurre, Sinclair? -gritó la aterrada Eleanor. El tumulto casi sofocaba su voz.

Todo estaba muy claro para el militar, que forcejeó para desembarazarse del cabo y alejarse del mástil, pero las botas de montar resbalaban sobre las planchas heladas de cubierta y Jeffries le asestó un tremendo puñetazo en la boca del estómago. El teniente se dobló en dos e hizo lo posible por recobrar el aliento. Sólo vio botas, cabos y cadenas mientras le arrastraban hacia la enferma, que ahora estaba incorporada, aunque se tenía en pie a duras penas, sostenida por Burton. Llevaron a Sinclair por la fuerza hasta poner a los cautivos espalda contra espalda. Cuánto deseó el tener la ocasión de abrazarla una vez más, pero todo lo que pudo hacer fue susurrarle:

– No temas. Estaremos juntos.

– ¿Dónde? ¿Qué estás diciendo…?

Ella no solo se había asustado por efecto de las palabras, también estaba delirando.

Farrow cacareó como una gallina en plan burlón al tiempo que daba vueltas alrededor de los presos y dejaba correr la cadena sobre las manos enguantadas hasta envolverles las rodillas, las cinturas y los hombros, y también los cuellos. La piel de ambos se desprendía como el yeso de un revoque en cuanto los fríos eslabones les rozaban la piel. Sinclair podía percibir la respiración agitada y el pánico creciente de la joven a pesar de estar de espaldas a ella.

– ¿Por qué, Sinclair? -preguntó con voz entrecortada.

Jones y Jeffries abandonaron sus puestos de guardia y los arrastraron hasta la regala como si fueran leños con los que se alimenta el fuego del hogar. Sinclair reaccionó por instinto y clavó las botas entre los tablones, pero alguien le soltó a puntapiés y perdió el equilibrio, por lo que durante unos segundos se encontró mirando de frente las olas que batían el casco. Aunque pareciera mentira, estaba contento de que la mirada de su esposa tuviera que estar fija en el cielo, en el albatros que suponía aún encaramado al penol.

– ¿No deberíamos decir algunas palabras…? -se aventuró a decir el doctor Ludlow con una nota de miedo en la voz-. Todo parece tan… salvaje.

– Eso es cosa mía -gritó Burton mientras se inclinaba para fulminar a Sinclair con la mirada-. Que el Todopoderoso se apiade de vuestras almas -un nutrido grupo de marineros los agarraron y levantaron del suelo-. ¡Y sálvese quien pueda!

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