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– ¿Está preparado? -preguntó.

El aludido acomodó el brazo sano debajo de la cabeza y se quedó descansando como si estuviera tumbado a la orilla del río en junio.

– Bastante.

La señorita Ames llevó la aguja hasta la piel y vaciló varios segundos antes de atreverse a realizar la incisión. Notó como se flexionaban los músculos del paciente y se le tensaba el brazo, pero Sinclair no despegó los labios. Ella intuyó que había hecho propósito de no manifestar dolor alguno delante de sus compañeros, o tal vez, sospechó Eleanor, delante de ella. La enfermera acercó un borde de la herida al otro, y lo atravesó también; luego, como si espolvorease un pellizco de sal con los dedos, unió ambos mientras llevaba la aguja en dirección contraria. La joven había visto cómo muchos pacientes desviaban la mirada en medio del proceso, como si se concentrasen en una visión idílica y lejana, pero Sinclair, sin embargo, mantenía la vista fija en ella del mismo modo que antes.

Practicó una incisión, y otra, y otra más, y poco a poco cerró la herida hasta dejarla reducida a poco más que una cicatriz irregular que subía unos pocos centímetros por el brazo. Debía cortar la hebra al terminar, pero en vez de romperla con los dientes, tal y como habría hecho con el hilo de coser, usó las tijeras para dejar suelta la menor longitud posible de hebra. Al final, alzó los ojos y miró el rostro del teniente, cuya frente estaba bañada en sudor y cuyos labios retenían a duras penas la sonrisa, pero no había soltado ni un respingo.

– Eso debería aguantar -aseguró la joven mientras se volvía para desechar el hilo sobrante de la sutura. Cubrió suavemente la herida con ácido carbólico y tomó una gasa limpia del buró para vendarle el brazo con firmeza-. Ya puede incorporarse si quiere.

Él respiró hondo y se levantó sin apoyarse en el brazo derecho. Se balanceó de un lado para otro durante unos instantes a causa del brandy, los efectos de la cirugía, o ambas cosas. Rutherford y Frenchie soltaron los cigarros de inmediato y acudieron para sujetarle.

Y así fue como los encontró Florence Nightingale.

La superintendente parecía un pilar de rectitud con ese largo miriñaque suyo, con la raya del pelo negro trazada exactamente en el medio de la cabeza y los brazos cruzados casi a la altura de la cintura. Mantuvo las cejas enarcadas mientras sus ojos negros iban de los soldados, cuyo estado de ebriedad no admitía duda alguna, a la joven enfermera, que tenía la gorra ladeada y las manos empapadas en agua y ácido carbólico, y vuelta a empezar. La situación le resultaba tan extraña como si acabara de toparse con un elefante en el salón, y no lograra encontrarle sentido a la escena.

– Enfermera Ames -dijo por último-, espero una explicación.

Rutherford alzó una mano y se adelantó para presentarse como capitán del 17º de lanceros antes de que los labios resecos de la joven pudieran articular palabra.

– Mi amigo aquí presente -continuó, señalando a Sinclair con un gesto- resultó herido mientras defendía el honor de una dama.

– Por ahí anda la cosa -le apoyó Frenchie.

– Solicitamos asistencia médica inmediata y la enfermera Ames la ha prestado con gran profesionalidad.

– Eso me corresponde decidirlo a mí -replicó la superintendente con frialdad-. En cuanto a ustedes, caballeros, ¿acaso ignoraban que ésta es una institución dedicada al cuidado exclusivo de damas?

El capitán de lanceros miró a Frenchie y luego a Sinclair, como si no estuviera muy seguro de qué debía responder a esa pregunta.

– No, no lo ignorábamos -contestó Sinclair, arreglándoselas para bajar de la camilla-, pero no había tiempo para buscar una alternativa mejor: mi regimiento marcha hacia el este por la mañana.

Rutherford y Frenchie parecieron exultantes ante la hábil improvisación.

Incluso la señorita Nightingale pareció algo más sosegada. Cruzó la estancia y examinó de cerca la herida recién suturada.

– ¿Y está usted satisfecho con el resultado de este procedimiento tan… poco ortodoxo? -le preguntó a Sinclair.

– Sí.

Ella se irguió y todavía sin mirar a Eleanor dijo:

– También yo. -Entonces, se volvió hacia la muchacha y le explicó-: Los puntos parecen estar hechos con pericia. -Eleanor respiró hondo por vez primera en varios minutos-. Pero el asunto no termina aquí. La reputación y el buen nombre de este hospital están bajo constante escrutinio. Voy a querer un completo informe por escrito a las ocho en punto de la mañana enfermera.

Eleanor agachó la cabeza en señal de asentimiento.

– En cuanto a ustedes, caballeros, si han recibido ya la asistencia solicitada, voy a tener que pedirles que se vayan.

Rutherford y Frenchie se apresuraron a recoger los chicotes y luego, con Sinclair colgando entre ambos, se dirigieron hacia el hall. La superintendente Nightingale mantuvo la puerta abierta a fin de dejarlos salir con mayor rapidez mientras Eleanor se quedaba rezagada, pero el grupo se detuvo al llegar al pie de las escaleras, momento en que ella alzó el largo miriñaque para poder subir.

– Vaya con cuidado, joven, y vuelva sano.

La señorita Ames tenía una visibilidad muy limitada, por lo cual sólo pudo ver cómo la luz de las farolas hacía refulgir el pelo rubio del teniente y la casaca roja que le habían echado sobre los hombros. Él le estaba sonriendo a Eleanor la perspectiva de su inminente partida hacia el frente provocó en la joven una punzada de preocupación, un sentimiento inesperado e incluso sorprendente debido a su intensidad.

CAPÍTULO DOCE

6 de diciembre, 15:00 horas

CUALQUIERA EN SU SANO juicio se habría desesperado nada más echar un vistazo al laboratorio de biología marina de Point Adélie, y sin embargo Darryl Hirsch estaba fuera de sí a causa del gozo. El suelo era un enlosado de hormigón, las paredes prefabricadas tenían un triple aislamiento de plástico, el techo era bajo y dominaba el lugar un olor salobre y mohoso, una especie de mezcla de hedores a pescado rancio y a productos químicos.

Pero él campaba a sus anchas y no tenía a nadie mirándole por encima del hombro mientras realizaba cualesquiera pruebas o experimentos que eligiera llevar a cabo. Por una vez, no iba a tener al doctor Edgar Montgomery, ese bocazas taimado y pagado de sí mismo, buscándole los fallos a su investigación y encontrándolos, como ya había hecho en más de una ocasión, impidiéndole la obtención de más recursos económicos. Aquel laboratorio lleno de tanques burbujeantes y conductos de aire siseantes era el propio feudo privado de Hirsch.

En cuanto llegase el equipo necesario, la NSF habría equipado el laboratorio con todo cuanto él necesitaba, desde microscopios, placas de Petri para los cultivos de bacterias, tubos de ensayo, respirómetros y centrifugadoras de plasma. Llamaban acuario a una enorme pecera redonda situada en el centro de la habitación. Tenía una abertura por arriba, ciento veinte centímetros de hondura y una anchura suficiente para meter un bote de remos. Parecía un pastel cortado en tres trozos o compartimentos, pero la división era crítica, dada la desafortunada tendencia de la mayoría de los especímenes de las especies acuáticas a comerse unos a otros. En ese momento contenía un enorme bacalao antártico. Alguien había escrito a mano un cartel: ‹Soy salao cual bacalao. Acaríciame›. El chiste era malo, y además, el científico sabía que era una broma peligrosa, pues en un momento dado el Dissostichus mawsoni, que no era un verdadero bacalao pese a llamarse así, podía convertirse en un pez peligroso, salir del agua de un brinco y llevarse de un bocado cualquier cosa, desde una cámara a una mano humana. Quitó el letrero y lo tiró a la papelera.

Había dos grandes mesas de disección apoyadas sobre dos paredes y encima, varias estanterías llenas de peceras más pequeñas iluminadas con unas pálidas luces púrpuras. En ellas remoloneaban extrañas criaturas -erizos marinos, anémonas, arañas de mar, poliquetos escamosos- o se pegaban al cristal, como era el caso de la estrella de mar.

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