Él le tomó ambas manos entre las suyas y dijo:
– Yo, Sinclair Archibald Copley, te tomo a ti, Eleanor… -Se detuvo-. ¿No es raro? No sé si tienes un segundo nombre… ¿Lo tienes? ¿Cuál es…?
– Jane.
– Te tomo a ti, Eleanor Jane Ames, como mi legítima esposa, y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe.
Ella tuvo la certeza de estar llamando demasiado la atención, razón por la cual intentó bajar las manos, pero Sinclair se lo impidió.
– Espero haber recordado correctamente toda la fórmula. Si he olvidado algo, dímelo, por favor.
– No puedo, Sinclair -imploró ella.
– ¿No puedes o no quieres? -inquirió él con un creciente tono de crispación en la voz.
Eleanor estaba segura de que el sacerdote ya se había fijado en ellos. Lucía una barba blanca y tenía unos penetrantes ojos negros bajo esas cejas tan pobladas.
– Creo que deberíamos marcharnos ya.
– No hasta que hayamos preguntado a los feligreses aquí presentes…
– Pero, ¿a qué feligreses te refieres…?
El otro Sinclair, ése al que tanto temía, estaba a punto de aparecer.
– No nos iremos hasta que hayamos preguntado a los feligreses si alguno de los presentes conoce algún obstáculo para nuestra unión.
– Eso se hace antes de pronunciar los votos -le recordó ella-. No ridiculicemos esto todavía más… -Debían irse, lo supo cuando vio por el rabillo del ojo cómo el sacerdote se zafaba del grupo de aristócratas portugueses-. Ya hemos llamado bastante la atención, y esto no es seguro -cuchicheó ella-. Tú mejor que nadie deberías saberlo.
Sinclair fijó en ella una mirada embotada, como si se preguntase lo lejos que iba a llegar. La muchacha había aprendido a identificar esa mirada, la tenía cada vez que estaba a punto de pasar del gozo a la ira, de la amabilidad a la crueldad, y todo en cuestión de un segundo.
Le impidió hablar un ruido sordo procedente del suelo de piedra y del muro de detrás del altar, una pared levantada hacía siglos, donde estaba fijado el pesado crucifijo, que se agitó y empezó a balancearse. El sacerdote, que se acercaba hacia ellos dando grandes zancadas, se detuvo en seco y alzó la mirada, aterrado, cuando vio las grietas en el revoque. Toda la gente cercana a ellos dos se puso a chillar mientras se lanzaba al suelo y empezaba a rezar.
Eleanor y Sinclair retrocedieron a tiempo, pues enseguida la cruz se desprendió de los ladrillos del muro y se cayó en medio de una nube de polvo blanco. Sinclair la condujo detrás de una columna y se escondieron allí, temiendo que el temblor de tierra arrasara la catedral entera. Los cristales de la vidriera se astillaron como el hielo de un estanque y luego cayeron al suelo como una lluvia de esquirlas. Eleanor se cubrió la nariz y la boca con el pañuelo, y Sinclair hizo lo mismo con la manga del uniforme.
La muchacha atisbó al religioso entre la polvareda. El clérigo se santiguó y avanzó hacia ellos.
– Sinclair, el sacerdote viene hacia nosotros -le avisó ella entre toses.
– Por aquí -dijo él, guiando a la joven hacia una de las capillas laterales, donde ya había un par de hombres, elegantemente vestidos de frac, aterrados, pero con un ademán amenazador.
Sinclair debió cambiar de dirección, pero el sacerdote ya los había alcanzado para entonces. Aferró el galón dorado del uniforme y empezó a proferir palabras airadas que ninguno de los dos comprendió, aunque a juzgar por sus gestos parecía indicar que todo aquel caos era consecuencia de un terrible sacrilegio cometido por Sinclair.
‹¿Lo fue?›, se preguntó Eleanor.
El antiguo teniente se quitó de encima al religioso y, cuando lo hubo conseguido, le propinó un fuerte puñetazo en la boca del estómago. El anciano cayó de rodillas y luego, jadeando en busca de aire, se desplomó sobre el polvo del suelo.
Sinclair tomó a Eleanor de la mano y corrió por la nave hasta encontrar una puerta lateral próxima a la capilla del caballero vestido con armadura.
Durante unos instantes quedaron cegados por la deslumbrante luz del sol. Luego vieron cómo la gente abandonaba a la carrera sus tiendas y sus casas. Los perros ladraban sin cesar y los cerdos chillaban por las calles. Bajaron corriendo un tramo de sinuosos escalones y buscaron escondite en un callejón de adoquines, por donde tuvieron que sortear las tejas rojas que caían desde los tejados y se estrellaban en el suelo. Al cabo de unos minutos, lograron perderse en el caos de un mercado aterrado por el seísmo.
No había sido precisamente el día de boda con el que soñaba de joven cuando se tumbaba a holgazanear en los prados de Yorkshire.
‹¿Y ahora, qué?›.
Ahora estaba delante de esa achaparrada caja blanca, la nevera, con la respiración agitada y viendo cómo las paredes de la enfermería habían perdido todo su color. Extendió una mano en busca de sujeción, pero le temblaban las rodillas y al final se dejó caer y apoyó la cabeza sobre la fría superficie de la puerta. Lo que ella necesitaba estaba dentro, bien lo sabía, y los dedos se cerraron en torno a la manivela sin que se diera cuenta ni lo pretendiera siquiera.
Abrió la caja y tomó una de las bolsas; la sangre rebulló bajo sus dedos. Llevaba pegada una etiqueta: ‹0 negativo›. Eleanor se preguntó sobre su posible significado durante unos instantes, sólo eso. Luego, rasgó la bolsa con los dientes y allí mismo, en el suelo, con la suave bata blanca extendida alrededor, bebió el contenido de la bolsa como un recién nacido apura la tetina del biberón.
CAPÍTULO CUARENTA Y SEIS
22 de diciembre, 10:00 horas
SINCLAIR NO ESTABA SEGURO de qué era lo que le había despertado. Al entreabrir los párpados se descubrió despatarrado sobre un banco alto y con la cabeza reclinada sobre el altar. En una mano sostenía el poemario de Coleridge y en la otra un cáliz prácticamente vacío. En el aire serpenteaba al fino hilo de humo de una vela chisporroteante.
Un perro sentado en el pasillo central sobre los cuartos traseros soltó un aullido de hambre.
Había estado soñando con Eleanor, ¿acaso le quedaba otra cosa?, pero no había sido un sueño feliz. Es más, difícilmente podía considerársele un sueño propiamente dicho, sino más bien un visionado de la última discusión que habían tenido antes de que él se hubiera marchado. Se había encaramado a lo alto del campanario para realizar un reconocimiento de los alrededores y había visto que la costa discurría hacia el noroeste, lo cual abría la esperanza de una posible ruta de escape.
– Quizá no estemos tan aislados después de todo -aventuró al bajar.
– Sinclair, estamos más abandonados de lo que hayan podido estar jamás dos personas -replicó ella en voz baja y con calma.
– Nada de eso -repuso él antes de hacer trizas otro devocionario y lanzarlo al fuego-. Tenemos tanto derecho a disfrutar del mundo como los demás.
– Pero nosotros no somos como los demás. Ignoro qué somos ni qué planes tenía para nosotros el Señor, pero esto… esto no puede ser Su plan.
– Bueno, pues entonces es mi plan, y por ahora deberá valer -le espetó él-. Ya he visto el plan de Dios, y déjame que te diga algo: no sé si el Diablo podría haberlo mejorado. El mundo es un matadero, y yo he jugado mi papel para que sea así. Si algo he sacado en claro de todo esto, es que debemos labrarnos nuestro propio destino. -Rasgó otro libro de himnos y agregó con la mirada puesta en el fuego-: Si queremos sobrevivir, vamos a tener que luchar por cada bocanada de aire, por cada bocado de comida, por cada gota de bebida. -Buscó con la mirada la botella más cercana y concluyó-: Dios ayuda a quien se ayuda.
Tras mirar al perro que seguía dando la murga con sus aullidos, siguió sin ver signo alguno del Todopoderoso por las inmediaciones, a menos que interpretara como tal el silencio reinante en el exterior… ¡Un momento! ¡La tormenta había cesado! El aullido del viento se había reducido a un susurro. Tal vez era el cese de los embates de la tempestad lo que le había despertado para darle la oportunidad de ir al fin en busca de Eleanor.