¿Qué era lo que yacía justo debajo de ellos, a tantas brazas bajo el casco, helado en el suelo oceánico para toda la eternidad?
El navío se escoró de un lado a otro. La oficial giró de nuevo el timón hacia la derecha.
– Todo a estribor, señor -comunicó ella al capitán.
Michael también vio cómo tomaba fuerza la ola que se dirigía hacia ellos como una pared que extendiese sus alas a ambos lados, portando témpanos del tamaño de casas y bloqueando incluso la luz mortecina del sol fijo.
– ¡Sujétese fuerte! -ladró Kathleen, y Michael se aplastó contra la pared con las piernas tensas y los pies separados. Nunca había visto nada tan grande moverse con tanta fuerza y velocidad, empujando todo, al mundo entero, parecía, delante de sí.
Ops intentó hacer virar el barco de modo que evadiera el grueso de la ola, pero le faltaba tiempo para poder eludir los treinta metros de altura de semejante ola.
Un objeto algo blanco, no, negro, fuera de control y preso por la formidable garra de la tormenta, aceleró hacia ellos todavía a mayor velocidad mientras se acercaba al navío, una aullante masa de furiosa agua gris, alzándose y creciendo a cada segundo. Un instante más tarde, la ventana estalló con el sonido del impacto de una escopeta y se dispersaron astillas de hielo por todo el compartimento como agujas voladoras.
Kathleen gritó y cayó lejos del timón, chocando contra Michael que intentó sujetarla cuando empezó a deslizarse hacia el suelo. El agua congelada les acribilló el rostro y él se la sacudió para ver, aún vivo y graznando, la cabeza ensangrentada de un albatros blanca como la nieve que yacía sobre el timón. Su cuerpo había atravesado la ventana rota con las alas plegadas moviéndose inútilmente a cada lado. La ola aún se alzaba sobre el barco y el pájaro movía el pico roto, aplastado como la nariz de un boxeador. Michael se encontró mirando sus fijos ojos negros mientras Kathleen se arrastraba por el suelo y se apagaba la luz azul de los monitores de la consola inundada en medio de un gran chisporroteo.
El barco gruñó cuando pasó la ola, cabeceó hacia un lado y después hacia el otro, y finalmente se enderezó.
El albatros abrió el pico destrozado una vez más, emitiendo apenas un ruido ronco y luego, mientras Michael intentaba recuperar la respiración y Kathleen gemía de dolor a sus pies, la luz de los ojos del pájaro se apagó como cuando se sopla una vela.
CAPÍTULO OCHO
20 de junio de 1854, 23:00 horas
EL SALÓN DE AFRODITA, conocido por la clientela habitual como la casa de madame Eugenie, se hallaba en la transitada avenida del Strand, pero en la parte posterior de la misma. Unas linternas siempre encendidas colgaban de las puertas de la cochera. El salón permanecía abierto para hacer negocios mientras estuvieran prendidas.
Siclair jamás las había visto apagadas.
Fue el primero en bajar del cabriolé, seguido por Le Laitre y luego por Rutherford, que había pagado al cochero. Gracias a Dios, el capitán era un hombre adinerado y de naturaleza generosa cuando estaba borracho, como ocurriría en el momento de abandonar los servicios del prostíbulo. A veces era imposible persuadir a madame Eugenie para que cargase el importe en su cuenta, pero ella aplicaba un tipo de interés rayano en la usura y nadie deseaba ser llevado a los tribunales por una abultada deuda con el Salón de Afrodita.
En cuanto hubieron subido el tramo de escaleras les abrió la puerta y les dejó pasar John-O, un jamaicano imponente con dos dientes frontales de oro. Los conocía a todos, claro, pero en parte le pagaban por no demostrarlo jamás.
– Buenas noches -saludó Rutherford con voz poco clara, como si visitara a una conocida-. ¿Está madame en casa?
John-O hizo con la cabeza una señal en dirección al recibidor, oculto en parte por una colgadura roja de terciopelo. Sinclair podía escuchar el soniquete del pianoforte y a una joven cantando la popular The Beautiful Bankas of the Tweed. Avanzó hacia la luz y el júbilo del burdel con sus compañeros a la zaga. Madame Eugenie alzó los ojos desde el diván donde permanecía sentada entre dos de sus muchachas cuando Frenchie apartó el cortinaje.
– Bienvenus, mes amis -saludó, levantándose rápidamente. La mujer de piel rugosa como la superficie del cuero parecía un pájaro viejo envuelto en lustrosas plumas nuevas. Lucía un intrincado vestido gris entretejido con oro y estrás. Se acercó a los visitantes con las manos extendidas, exhibiendo un anillo chillón en cada dedo-. Cuánto me alegra su visita.
Sinclair se dejó caer en una otomana llena de cojines mientras Le Maitre reía a carcajadas, pues estaba tan ebrio que le costaba mantener el equilibrio tanto como a sus compañeros. La estancia era espaciosa, antaño había sido la sala de exposiciones de una sociedad bibliográfica, pero la dama se lanzó en picado sobre la propiedad cuando hubo pocos bibliófilos para sufragar los gastos de la casa y se apoderó de ella en un pispás. Ahora, las estanterías estaban llenas de baratijas: bustos de cupidos y flores de seda en floreros de fina porcelana. Una enorme y vieja réplica al óleo de Leda seducida por Zeus colgaba encima de la chimenea.
Los despachos y estudios de la planta superior se habían convertido en alcobas destinadas a un uso más íntimo y privado.
Alrededor de media docena de femmes galantes circulaban por el recibidor vestidas con ropas tintineantes y muy elaboradas, y otros tantos clientes permanecían repantigados en sillas o sofás. Un criado se le acercó para preguntarle si deseaba tomar algo.
– Un vaso de ginebra, sí, y sírvales otro a mis amigos.
– Que sea whisky para mí -le atajó Rutherford, y le lanzó una mirada elocuente cuyo significado venía a ser: Si voy a pagarlo todo yo, tomaré lo que me apetezca.
Sinclair era consciente de que se metía en problemas y deudas cada vez mayores, pero a veces, cavilaba, la salida estaba al fondo del pozo, y siempre quedaban caminos para continuar cuesta abajo.
Se percató de que Frenchie ya se había enredado con la ramera de vaporosa falda amarilla y pelo negro como el carbón.
– ¿Es usted, Sinclair? -preguntó una voz. El interpelado identificó la voz, se trataba de Dalton-James Fitzroy. El tipo era tonto de remate, y las tierras de su familia colindaban con las suyas-. ¿Qué hace aquí, mi buen Sinclair?
El aludido se volvió sobre la otomana y vio a Fitzroy, cuyo ancho trasero descansaba en el banco del medio junto a la joven cantante y cuando ella se dio la vuelta, Sinclair encontró su rostro vulgar y pudo calcularle la edad, doce o trece años como mucho, a pesar de una silueta larguirucha.
– Tenía entendido que el acoso de sus acreedores le había obligado a huir de la ciudad -observó Fitzroy, cuyo rostro mofletudo relucía a causa del sudor.
Sinclair Copley apeló a toda su fuerza de voluntad para no morder el anzuelo de la provocación y se limitó a replicar:
– Buenas noches.
Pero Fitzroy se había emperrado y no iba a rendirse fácilmente.
– ¿Y cómo va a pagar al boticario si pilla una gonorrea esta noche?
La intervención de la madame le ahorró el mal trago de la respuesta al salir en defensa de su establecimiento y revolotear entre ellos, diciendo:
– Mis señoritas de compañía son limpias como la plata, messieurs. El doctor Evans las examina régulièrement todos los meses y nuestros invitados -apostilló al tiempo que abarcaba toda la estancia con un ademán de la mano- son la flor y nata de la sociedad. Sólo nos frecuentan los más distinguidos caballeros, como puede comprobar usted mismo. -Movía en el aire uno de sus dedos ensortijados, y aunque hablaba con tono zalamero, lo hacía con toda la intención del mundo-. Debería darle vergüenza comportarse de forma tan grosera delante de unas damiselas tan complacientes, señor.