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Fitzroy se tomó la llamada de atención con flema, se agachó hacia el teclado del piano haciendo una reverencia a modo de disculpa.

– Tal vez sea mejor que enfunde el sable y abandone el campo -contestó, lo cual parecía encajarle como anillo al dedo, pensó Sinclair, viniendo de un cobarde redomado como Fitzroy, un fanfarrón de tomo y lomo, un valiente hasta que el ejército hacía un llamamiento a filas.

El obeso Dalton-James forzó todas las costuras de su chaleco cuando se puso de pie. Tomó la mano de la chica y anduvo con paso vacilante hacia la escalera principal.

– John-O -llamó la madame-, ten la bondad de mostrad a nuestro huésped la Suite des Dieux.

La muchacha miró hacia atrás con miedo, y de entre todos se fijó en Copley, quien pudo advertir debajo del colorete y el maquillaje su extrema juventud y su inexperiencia. No pudo morderse la lengua y lanzó una pulla.

– ¿Por qué no se lleva a una mujer? -embromó a Fitzroy.

Dos caballeros del salón rompieron a reír.

– Chacun à son goût, [6] Sinclair. Usted mejor que nadie debería saberlo.

Madame Eugenie se acercó a Sinclair y chasqueó la lengua en cuanto Fitzroy abandonó la sala con su reticente trofeo.

– ¿Por qué está hoy tan irritable? No es su forma de ser, milord -Copley no era un lord, no, todavía no, pero conocía el gusto de la mujer por halagar de ese modo a los clientes-. Eso no está bien, y el señor Fitzroy ha pagado bien por este privilegio.

– ¿Qué privilegio…?

La mujer retrocedió, como si le sorprendiera la estupidez de su invitado.

– Nadie a desflorado aún a esa muchacha.

¿Una virgen? El oficial sabía que era el engaño más viejo de ese negocio incluso en su estado de embriaguez. Las vírgenes cotizaban a precio más alto no sólo porque era más seguro yacer con ellas, sino porque tenían reputación de ser capaces de curar varias infecciones amatorias con un uso muy activo. Todo eso era un disparate, por descontado, y en condiciones normales, de no ser por esa mirada acongojada de la muchacha, si era de verdad y no obra de una actriz consumada digna de pisar las tablas de Convent Garden, Sinclair se habría olvidado del incidente en un abrir y cerrar de ojos, pues, al fin y al cabo, ¿Qué le importaba a él? Ninguna ley prohibía la prostitución y doce años era la edad del consentimiento. Todos los días desgraciaban a muchachas de tan tierna edad y Fitzroy no había tenido reparo alguno en gastar veinticinco o treinta libras por tener ese privilegio.

– Venga, ese bastardo gordinflón va a ser tu vecino en el futuro. No comiences ahora una gresca -le tranquilizó Rutherford.

La madame guiñó un ojo a otra de las mujeres, una cuya melena rojiza caía en cascada sobre los cremosos hombros desnudos. Ésta tuvo la astucia de levantar de la otomana a Sinclair y llevarle hasta un sofá de dos plazas, encima del cual colgaba el cuadro de una ninfa que huía de un sátiro. El criado apareció con la ginebra.

Frenchie había ocupado el lugar de la muchacha en el pianoforte y ahora estaba tocando una lúgubre pieza de Mozart tan bien como su considerable borrachera se lo permitía.

La pelirroja dijo llamarse Marybeth e intentó liar a Sinclair en una conversación, preguntándole primero por su regimiento y luego por un posible destino para después demostrar una profunda preocupación por su seguridad, un sentimiento algo prematuro desde la perspectiva del joven, quien no lograba sacarse de la cabeza a la muchacha de silueta juguetona y ojos temerosos mientras la arrastraban escaleras arriba detrás de John-O y sus dientes de oro.

Sinclair había tenido una hermana que murió de tuberculosis a una edad muy similar.

– Para ya con ese latazo y toca algo parecido a una canción -le gritó uno de los clientes a Le Maitre-. Si hubiera querido ir al liceo, habría acudido con mi mujer.

Una salva de aplausos y carcajadas acogió el comentario. Frenchie accedió a la petición del público y se lanzó a interpretar My Heart’s in the Highlands con bastante torpeza. En cuanto terminó la pieza, empezó a tocar otra partitura muy popular en el Strand, momento en que Sinclair oyó un grito procedente de los pisos superiores.

Todos lo ignoraron escrupulosamente, aunque Frenchie dejó de tocar durante un segundo y Marybeth le hizo daño a Sinclair al abotonarle el cuello de la camisa. Un hombre entrado en años continuó subiendo las escaleras en compañía de una morena con aspecto de matrona. Copley aguzó el oído cuando terminó la canción y escuchó un sollozo amortiguado y el ruido de un objeto al caer sobre el suelo, y eso a pesar de que la Suite des Dieux estaba dos pisos por encima.

– Acaban de llenar la table d’hôte -se apresuró a decir madame Eugenie, dando una palmada-. Caballeros, por favor, disfruten el pato con salsa de cerezas y ostras servidas en su concha.

Varios clientes se levantaron, Rutherford entre ellos, para dirigirse hacia el bufé de la habitación contigua, mas Sinclair se quedó libre y se encaminó a las escaleras. La suerte se puso de su parte, pues John-O estaba dando la bienvenida a un terceto de clientes borrachos y debía hacerse cargo de los sombreros y las capas. De ese modo, el joven teniente fue capaz de pasar desapercibido mientras subía los escalones.

La suite en cuestión se hallaba en el segundo piso, justo encima de la puerta de la cochera. Sinclair la había ocupado en un par de ocasiones y sabía que esa puerta, como todas las demás en el Salón de Afrodita, no estaba cerrada a pesar de estar ocupada. Madame Eugenie había descubierto hacía mucho tiempo que las exigencias del negocio requerían que John-O o ella pudieran acceder a cualquier aposento de forma inmediata, aunque actuaban siempre con prudencia.

Se detuvo en la alfombra del corredor cuando llegó a la puerta y en silencio apoyó la oreja sobre la madera. Como bien sabía, la pieza constaba de dos habitacioncitas: una antecámara con muebles de arce y un dormitorio provisto de una cama de cuatro columnas con baldaquín. Escuchó el reverberar de la voz de Fitzroy en el cuarto y después un sollozo apenas audible de la chica.

– Vas a hacerlo -tronó Fitzroy.

La muchacha lloriqueó de nuevo, llamándole ‹señor› una y otra vez. Desde fuera daba la impresión de que ella se movía despacio y con precaución por el dormitorio. Un vaso o una botella se hicieron añicos al estrellarse contra el suelo.

– No pienso pagar por esto -aseguró Fitzroy.

Sinclair escuchó el silbido de un látigo al cortar el aire; luego, un grito.

Abrió de golpe la puerta y cruzó la antecámara a la carrera para entrar en el dormitorio. El hombre estaba desnudo de cintura para arriba, pero todavía llevaba puestos los pantalones blancos; uno de los tirantes le colgaba suelto y sostenía el otro en la mano.

– ¿Sinclair? Que me zurzan…

La chica cubría su desnudez con una sábana ensangrentada. Tenía el rostro lleno de churretes, pues el mar de lágrimas había movido todo el maquillaje y los coloretes.

– Entrar aquí de esa manera… ¡Menuda desfachatez! -exclamó Fitzroy mientras se dirigía a por sus ropas, depositadas en un largo banco de madera-. ¿Dónde está John-O?

– Vístete y vete de aquí.

– Quien va a marcharse eres tú -aseguró Fitzroy, cuya barriga le colgaba como un saco de patatas.

El tripudo echó mano a un bolsillo y extrajo de él una Derriger plateada de dos cañones, el arma típica de un fullero como él. Sinclair Copley no debía sorprenderse. La chica vio su oportunidad y pasó corriendo entre ambos y salió pitando de la estancia.

La visión de la pistola no disminuyó la determinación de Sinclair, más aún, la reafirmó.

– Gordinflón cobardica. Si me apuntas con eso, empieza a pensar en apretar el gatillo -le desafió, avanzando un paso con gesto amenazador.

El truhán retrocedió hasta las ventanas.

– Lo haré, dispararé -gritó él.

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[6] Cada uno a su gusto, en fracés.

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