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– ¿Exiliados? -sugirió él.

– Sí -murmuró ella-, creo que ésa es la palabra. Exiliado.

Se oyó un ligero click y la joven bajó la mirada para ver cómo se desvanecía la luz roja de la pequeña cajita siseante del reportero.

– Ah, vaya, su faro se ha apagado.

– Bueno, lo volveremos a encender en otro momento -repuso el reportero, alzándole los pies del suelo con suavidad para depositarlos en la cama-. Y ahora, creo que debería dormir un rato.

– Pero tengo unas rondas de visitas que hacer… -dijo ella, mientras luchaba sin éxito para sujetarse la cabeza antes de que cayera de nuevo sobre la almohada. Sentía una creciente sensación de urgencia. ¿Por qué yacía ella allí cuando debía estar visitando las salas? ¿Por qué andaba allí parloteando mientras los soldados morían?

Alguien le quitó las zapatillas.

– No estoy cumpliendo ni mucho menos con mis obligaciones…

Una vez que cerró los ojos, Michael le echó una manta por encima. Se había quedado profundamente dormida otra vez. Guardó la grabadora y el cuaderno, después bajó la persiana y apagó la luz.

Y luego, simplemente se quedó allí como un centinela, observándola bajo aquella tenue luz que penetraba en la habitación. Ya había estado de vigilancia otras veces como ahora, reflexionó. La mata apenas se movía mientras ella respiraba y tenía la cabeza vuelta contra la almohada. ¿Dónde estaría ella ahora? ¿Y qué extraña concatenación de sucesos la había llevado hasta su terrible fallecimiento, envuelta en cadenas y confiada al mar? Ésa era una pregunta que no sabría nunca cómo ni cuándo hacer, pero lo que sí sabía era que le quedaba muy poco tiempo. El permiso del NSF finalizaba en un par de semanas. Y aun así, ¿quién sabía qué reacción experimentaría al revivir un drama como ése? Los mechones sedosos de su pelo le cruzaban la mejilla y aunque sintió el momentáneo impulso de apartarlos, sabía que no debía tocarla. Ella se encontraba en algún lugar muy lejano… Era una exiliada de una época y un lugar que ya no volverían a existir jamás.

CAPÍTULO CUARENTA Y DOS

19 de diciembre, 2:30 horas

TODO HABÍA IDO A pedir de boca hasta que el análisis de sangre encargado por Charlotte le distrajo, refunfuñó Darryl.

Había trabajado muy duro en las muestras de sangre y tejidos del Cryothenia hirschii, el descubrimiento que se iba a convertir en la base de su prestigio científico, y los resultados preliminares habían sido espectaculares: la sangre del pez no estaba libre por completo de hemoglobina, sino que también era misteriosamente baja en aquellas glicoproteínas anticongelantes objeto de su estudio. En otras palabras, esa especie podía prosperar en las aguas gélidas del océano Antártico, pero siempre que fuera extremadamente cuidadosa. Tenía menos protección contra la congelación que todas las demás especies examinadas hasta la fecha, y un mero roce con hielo real se propagaba por todo su cuerpo como un relámpago y la congelaba al instante y donde se encontrara. Quizá por eso había descubierto el primer ejemplar, e incluso aquellos otros dos que ahora nadaban en el tanque del acuario, muy cercanas a la costa, y vagando cerca de la corriente cálida que fluía de una de las cañerías de desagüe del campamento. O quizá podría haber sido que simplemente les gustaban los rayos de luz diurna, por tenues que fueran, que se filtraban a las profundidades a través de los agujeros de la caseta de inmersión. Fuera cual fuese la razón, él estaba agradecido de haberlos encontrado.

Estaba registrando todos los nuevos datos, que hacían su hallazgo cada vez más original y valioso, cuando recordó el favor que le había prometido a Charlotte. Sacó la muestra del frigorífico y notó que en la etiqueta no había ningún nombre sino sólo dos iniciales: «E.A.». Repasó mentalmente con rapidez los nombres de los probetas, pero ningunos de ellos correspondía con aquellas dos letras. Así que debía de proceder de uno de los reclutas; tenía relación con unos cuantos y un par más que sólo conocía por sus apodos: Moose y T-Bone. Por otro lado, Charlotte no le había dado instrucciones acerca de qué era lo que debía buscar, lo cual resultaba bastante molesto. ¿Es que no se daba cuenta de que él tenía también mucho trabajo?

Afortunadamente, el laboratorio de biología marina poseía todo aquello que un hematólogo pudiera necesitar, desde el último modelo de centrifugadora hasta un autoanalizador que realizaba ensayos monoclonales, estudios fluorométricos y lecturas ópticas avanzadas de plaquetas, y todo en una sola tacada. Pasó toda la batería de test, desde el de la alanina aminotransferasa hasta los triglicéridos, además de todo aquello que pudiera encontrarse entre medias, y mientras esperaba para llevarle los datos a Charlotte, leyó de pasada los datos impresos, lo cual le dejó helado. No tenían sentido y en algunos casos podría haber estado mirando los resultados de uno de sus ejemplares marinos. Mientras que un milímetro cúbico normal de sangre humana contiene una media de cinco millones de glóbulos rojos y siete mil de glóbulos blancos, en esta muestra ambos mostraban resultados casi inversos. Si la analítica era correcta, el paciente de Charlotte hacía que el pez recién descubierto por él pareciera en comparación un animal vital y de sangre bien roja.

Esto le convenció de que el resultado no podía ser correcto o de que había intercambiado las muestras sin querer. «Caramba», pensó, «lo mismo estoy pillando el Gran Ojo y ni siquiera me he dado cuenta». Tendría que pedirle a Michael que comprobara hasta qué punto se encontraba aún en la realidad, pero antes, y únicamente para comprobar que el equipo funcionaba correctamente, introdujo una muestra de su propia sangre y los resultados fueron correctos. De hecho, tenía el colesterol más bajo de lo normal, lo cual le alegró mucho. Con los restos de la muestra de «E.A.» realizó un nuevo análisis… y obtuvo los mismos resultados.

Si eso era sangre humana, sólo los niveles de toxicidad habrían matado al paciente en menos de lo que dura un latido de corazón.

Quizá, reflexionó, lo mejor sería salir del laboratorio un rato y aclararse un poco la mente. Desde la pasada visita a la caseta de inmersión, donde Danzing casi había conseguido ahogarle, había estado encerrado en su cuarto o en el laboratorio. El cuero cabelludo y las orejas le dolían todavía a consecuencia de la ligera congelación, así que como medida de precaución había estado tomando un anticoagulante y una tanda de antibióticos. En el Polo Sur, el no prestar atención a las pequeñas cosas, una mancha azul en un dedo del pie, una sensación de quemazón en las puntas de los dedos, podía costarte una extremidad o… incluso la vida. Y tampoco era que aquel mal tiempo incansable hiciera las actividades al exterior más fáciles… Se preguntó, mientras guardaba los resultados del laboratorio en los bolsillos de su parka, cómo el personal de Point Adélie que «sobrehibernaba», como le llamaban, se las apañaba para resistir. Seis meses de mal tiempo ya era suficientemente malo, pero seis meses de mal tiempo sin sol siquiera era del todo inconcebible.

Fuera, el viento soplaba con tanta fuerza que al intentar inclinarse para resistirlo no lo conseguía y permanecía erguido. Agachó la cabeza y empujó hacia delante, sujetándose a las cuerdas guía que habían puesto a lo largo de las explanadas que se extendían entre los laboratorios y los módulos comunes. A su izquierda, las luces del laboratorio de botánica de Ackerley brillaban con fuerza. Se le ocurrió de pronto que hacía tiempo que no le había visto y pensó que sería buena idea pasarse por allí para saludar. Y quizá a lo mejor mangarle una o dos fresas.

Cuando llegó a la celosía de madera ubicada delante de la puerta, tuvo que aferrarse con fuerza al azotarle una racha de viento particularmente violenta; luego, se impulsó rampa arriba hacia el laboratorio. Ackerley había instalado una doble cortina de grueso plástico para entorpecer la corriente de aire procedente de la puerta y cuando Darryl las apartó se internó en el calor la luz brillante y la humedad familiares del laboratorio. «Debería venir aquí más a menudo», pensó, «es como unas vacaciones en un mar tropical».

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