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– Es sangre -anunció al tiempo que miraba hacia el altillo; después, echó a correr escaleras arriba todo lo deprisa que las pesadas botas y la indumentaria se lo permitían.

Al poco de estar arriba, Michael le oyó gritar:

– ¡Jesús, no!

Entonces, también él subió. Se encontró al hombrón arrodillado en el suelo, acunando el cuerpo ensangrentado de Kodiak entre sus brazos.

– ¿Quién lo ha hecho? ¿Quién ha sido capaz de algo así? -murmuraba.

A Michael también le parecía algo inconcebible.

– Mataré a ese cabrón -aseguró Danzing, y Wilde le creyó-. Acabaré con el hijo de puta que ha hecho esto.

Michael le puso la mano en el hombro sin saber qué decir al desconsolado adiestrador, pero en ese momento el perro parpadeó y abrió los ojos.

– Un momento, mira… -intentó decir el periodista.

El husky soltó un gruñido bajo y airado, cobró vida y se echó a la yugular de su cuidador antes de que éste tuviera tiempo para reaccionar. El musher cayó de espaldas y el can no le soltó, siguió encima, rasgándole las ropas y la piel. Danzing repartió patadas a diestro y siniestro al tiempo que intentaba ponerse en pie, pero la rabia que enloquecía al perro le insuflaba al mismo tiempo una fuerza extraordinaria.

Michael vio colgando del cuello de Kodiak una cadena corta y la estaca todavía sujeta a ésta. Le echó mano al palo, pero una de las sacudidas se lo quitó de las manos. Volvió a aferrarlo y esta vez logró sujetarlo con la firmeza suficiente como para dar un tirón y alejar de la garganta de Danzing las fauces chorreantes de baba y sangre.

La criatura aún hacía chasquear las mandíbulas en su intento de morder a su amo cuando Michael le arrastró hacia las escaleras. Kodiak hundió las garras en los tablones del suelo para apoyarse. Sólo entonces centró su atención en Michael, se dio media vuelta, fijó en él sus llameantes ojos azules y saltó hacia delante.

Michael le hizo una finta de cintura como un torero y evitó limpiamente al can. El animal se precipitó escaleras abajo. Michael escuchó un golpazo, un sonido similar al de la madera cuando se astillaba y un chasquear de mandíbulas… Y después reinó el silencio.

Wilde se asomó hasta ver que la estaca se había enganchado entre dos escalones y el animal, que se había partido el cuello en la caída, se balanceaba al extremo de la cadena. La escalera de madera crujía con cada balanceo.

– Socorro -pidió Danzing desde el suelo con voz débil y borboteante.

El herido se sujetaba la garganta con la mano. Michael se quitó la bufanda y la usó para vendarla con fuerza.

– Volveré enseguida con la doctora Barnes -le aseguró.

Y salió disparado escaleras abajo, aún sin salir de su asombro. El cuerpo de Kodiak se balanceaba a uno y otro lado y al pasar junto a él Michael descubrió una herida honda en el pecho por la cual salía a chorros una sangre que se iba espesando en la paja de debajo. «¿Cómo se habrá hecho semejante corte?», se preguntó.

CAPÍTULO VEINTISIETE

13 de diciembre, 20:00 horas

SINCLAIR DESCRIBIÓ UN AMPLIO círculo alrededor de la parte posterior de la base a fin de pasar desapercibido y luego condujo el trineo sobre la nieve y el hielo, con la playa a un lado y la lejana cadena montañosa al otro. Eleanor soportaba el baqueteo en la cesta del deslizador, bien protegida por el abrigo robado en el cobertizo.

Los perros corrían con desenvoltura y parecían saber adónde iban, un destino del que Copley no tenía la menor idea, pero estaba preparado para enfrentarse contra cualquier eventualidad. En un momento dado descubrió una huella en forma de raíl en la nieve y se percató de que el tiro de canes seguía esa dirección. Permaneció sobre los patines, sosteniendo las riendas, sin importarle el soplo gélido del viento para el que el sol apenas proporcionaba alivio.

Alzó el rostro y permitió que el frío céfiro lo flagelase a placer mientras él llenaba de aire los pulmones lleno de gozo al ¡sentir!, ¡moverse!, ¡estar vivo de nuevo! No importaba qué sucediera después, lo recibiría con agrado, nada podía ser peor que el aprisionamiento casi eterno en el iceberg. El sol austral arrancaba pálidos destellos al galón dorado que lucía en el uniforme y el extraño abrigo rojo de cruces blancas le flameaba contra las piernas, pero el pulso se le había acelerado y le hormigueaban hasta los cabellos.

Alzó la mirada al oír unos chillidos de inquietud encima de su cabeza, era una bandada de pájaros marrones, negros y grises. En el fondo de su ser esperaba haber visto en lo alto a un albatros de un blanco níveo haciéndole compañía, pero no fue así. Había un sinfín de aves carroñeras, la suciedad de los plumajes y los gritos crispantes los delataban a sus oídos; seguían a los perros con la esperanza de obtener alguna comida. Había visto esa clase de pájaros con anterioridad sobrevolando en círculos en el ardiente cielo azul de Crimea.

– Han venido desde la mismísima África atraídos por el festín de carroña que el ejército británico les ha puesto en bandeja -le explicó Hatch, quien luego añadió-: Alguno de ellos ha venido aquí por mí, no me cabe duda -le aseguró. Sinclair había presenciado durante días la lenta coloración de la piel del sargento, cuya tez requemada por el sol de la India había ido cobrando un tono amarillento ictérico-. Es cosa de la malaria -le explicó el suboficial entre el castañeteo de dientes-. Se pasará.

Las cuchillas del deslizador se alzaron de pronto al pasar sobre una elevación oculta para luego volver a caer con la gracilidad de una bailarina. Copley jamás había visto un artilugio como ése. Para empezar, era incapaz de determinar con exactitud de qué estaba hecho. El cochecito donde viajaba Eleanor era resbaladizo y duro como el acero, pero mucho más ligero a juzgar por la velocidad con la que los perros eran capaces de arrastrarlo.

Los pájaros surcaban los cielos rápidos como flechas y aguantaban sin problemas el ritmo del trineo. En comparación, los buitres de Crimea resultaban mucho más displicentes, planeaban en círculos morosos e incluso se encaramaban en las ramas altas de los árboles resecos mientras veían pasar a las columnas de soldados. Aguardaban con las alas plegadas sobre el difuminado marrón de sus cuerpos y los ojos brillantes como cuentas atentos a la marcha, a la espera del siguiente soldado que, enloquecido por el sol o consumido por la sed, iba a apartarse de la formación y a derrumbarse hecho un ovillo al borde del camino. Nunca debían esperar mucho. Sinclair caminó penosamente junto a un escuálido Áyax y sólo pudo ver cómo los soldados de infantería, mientras hacían todo lo posible por mantener el ritmo, se desprendían primero de los sombreros, después de las casacas, más tarde de los mosquetes y de la munición. Quienes habían contraído el cólera se retorcían en el suelo, aferrándose las tripas con las manos, y suplicando, suplicando agua, suplicando morfina, y a veces implorando que les pegaran un tiro que pusiera fin a su agonía.

Tan pronto como los moribundos dejaban de sufrir y se quedaban inmóviles, los carroñeros desplegaban sus alas hediondas y se posaban en el suelo junto a ellos. Daban dos o tres picotazos a la víctima a modo de prueba, sólo para estar seguros, y luego se lanzaban al banquete con sus picos ganchudos y sus garras.

Hubo una ocasión en que Sinclair fue incapaz de contenerse y le descerrajó un tiro a un buitre, que saltó hecho trizas en un amasijo de carne y plumas. El sargento Hatch avanzó a medio galope, se puso a su altura se inmediato y se ladeó sobre la silla de montar para avisarle de que no volviera a hacerlo.

– Es un desperdicio de munición, y tal vez alerte al enemigo de nuestros movimientos.

Sinclair se echó a reír. ¿Cómo podía no saber el enemigo su avance? Habían empezado la marcha sesenta mil hombres, y todas esas botas levantaban una considerable polvareda en el cielo. Se habían estado arrastrando por las bastas planicies llenas de matorrales y zarzales de Crimea prácticamente desde el momento del desembarco. A mediados de septiembre habían tenido un serio encontronazo con las fuerzas zaristas a orillas del río Alma. La infantería le había echado bemoles y había escalado las laderas bajo una lluvia de cañonazos. Se apoderaron de todos los reductos y pusieron en fuga a los rusos.

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