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– Éstas son las fabulosas llanuras de Troya, donde luchó Aquiles y Helena derramó sus lágrimas.

La superintendente parecía extasiada por esa visión. Eleanor sabía que Florence Nightingale procedía de una buena familia y que había sido educada en los mejores colegios, y la envidió por eso. Ella misma había emigrado a Londres en busca de mejorar su propia condición, pero el duro e interminable trabajo en el hospital de Harley Street le rentaba poco dinero y le dejaba poco tiempo para tales fines.

Sinclair había cambiado eso por poco tiempo.

¿Cómo habría reaccionado de haber sabido que ella se acercaba al escenario bélico? Copley le hubiera aconsejado que no lo hiciera, estaba segura de eso, pero le resultaba muy difícil de soportar la perspectiva de que tal vez él pudiera necesitarla mientras ella se hallaba a miles de kilómetros de distancia. Cogió al vuelo la oportunidad en cuanto se corrió la noticia de que se buscaban voluntarias para Crimea, y Moira, cuyo apego hacia el capitán Rutherford era más interesado que ardiente, la imitó.

– Dios los cría y ellos se juntan -dijo con despreocupación antes de firmar su solicitud.

Refugiada en la antigua factoría ballenera, Eleanor se preguntó cuál habría sido el destino de Moira. Habría muerto hacía décadas, por supuesto.

Sinclair irrumpió otra vez en la habitación con los brazos llenos de misales y cantorales.

– Qué bien nos van a venir -dijo mientras empezaba a hacer trizas los libros para luego arrojarlos al interior de la caldera.

Eleanor no dijo nada cuando las páginas arrugadas alimentaron la fogata, cada vez mayor, a pesar de que el sacrilegio le hacía sentir todavía más incómoda.

Él cerró la caldera cuando el fuego rugía y anunció que se iba a por otras cosas. Fue hasta la puerta y arrastró dentro un saco de lona que había dejado fuera y del mismo sacó cabos de vela, platos y copas de latón, cucharas dobladas, cuchillos y una licorera agrietada.

– Mañana realizaré un reconocimiento más minucioso, pero por ahora tenemos cuanto necesitamos.

Copley había vuelto a su comportamiento militar: reconocer los alrededores, reunir provisiones, hacer planes. Eso supuso un alivio para Eleanor y esperaba que ese estado de ánimo durase mucho, pues sabía perfectamente que el lado siniestro de Sinclair podía volver siempre, y en cualquier momento.

Palmeó la bolsa de comida que había cogido del cobertizo de los perros, ahora recostada sobre una pata de la mesa.

– ¿No deberíamos calentar algo para la cena? -comentó.

Lo dijo como quien pedía permiso para tomarse un suflé de chocolate.

– Comida… y bebida -agregó mientras depositaba sobre la mesa una de las botellas negras de vino.

CAPÍTULO TREINTA

14 de diciembre

LA ENFERMERÍA DE POINT Adélie no tenía una morgue propiamente dicha porque no la necesitaba: toda la Antártida era un módulo de baja temperatura. Murphy se decantó por conservar el cuerpo del musher en el lugar más frío y protegido de todos: en la bóveda existente debajo del almacén de muestras de glaciología. No era la primera vez. Habían guardado allí el cuerpo del geólogo muerto el año anterior después de rescatar el cadáver de la grieta.

La perspectiva no hizo demasiado tilín a Betty ni a Tina, pero ambas comprendían la gravedad de la situación y se mostraron predispuestas a buscarle un sitio al cuerpo de Danzing.

– Lo guardas ahí siempre y cuando el cuerpo esté protegido y sellado. No podemos arriesgarnos a contaminar el hielo de las muestras -contestó Betty.

– Además, tampoco me apetece tener los ojos muertos de ese desdichado pegados en mi cogote, la verdad -añadió Tina-. Ya da bastante grima tenerlo ahí abajo.

El jefe O´Connor tuvo que estar de acuerdo con eso y se ofreció voluntario para ayudar a Franklin con la preparación de los restos mortales, pues en su fuero interno tenía el convencimiento de que al menos le debía eso a Danzing. Primero metieron el cuerpo en una bolsa de cadáveres transparente, cerraron la cremallera y luego introdujeron el bulto dentro de un saco de lona verde oliva.

Michael y Franklin usaron una camilla de ruedas para recorrer el trayecto lleno de baches que iba desde la enfermería hasta el laboratorio de glaciología. La fuerza del viento derribó dos veces la camilla y Michael se vio obligado a depositar el cadáver en su sitio, y pudo notar cómo empezaba a ponerse rígido, ya fuera a causa del rígor mortis o de la temperatura. En cualquier caso, la sensación de estar levantando una estatua humana le puso el vello de punta.

Los escalones de descenso al subterráneo habían sido hechos con pico y pala en el permafrost. Michael y Franklin tomaron el cuerpo por los pies y por los hombros a fin de llevar en vilo al difunto, una forma más viable que intentar bajarlo en la camilla. Una luz blanca se encendió cuando el dúo pasó delante de un detector de movimiento, bañándolos con un brillo apagado. En un rincón de la bodega había tallada en la tierra algo muy similar a una mesa de autopsias. Franklin la señaló con una indicación de mentón y balancearon el cuerpo entre los dos hasta depositarlo en dicho lugar con un golpe seco.

En el extremo opuesto de la bóveda, una muestra cilíndrica de hielo descansaba asegurada por un torno encima de una mesa de laboratorio. El periodista vio colgados del estante de la pared varios taladros, barrenas y sierras. Tuvo la sensación de que aquel sitio era el más frío y aterrador de todo el continente helado. Bastaba una piedra de molino delante de la entrada para poder llamarlo cripta.

– Vámonos de aquí echando leches -dijo Franklin.

Michael creyó haberle visto santiguarse de tapadillo.

Betty los esperaba en lo alto de las escaleras, abrazándose el cuerpo con los brazos para combatir la gelidez del viento.

– Espero que no vaya a estar ahí mucho tiempo -le dijo a Franklin.

– Éste sale de aquí en cuanto pueda acercarse el próximo avión -contestó el aludido mientras salía pisando fuerte de camino al recibidor.

Michael se demoró, pues tenía una buena loncha de rosbif en el bolsillo para el polluelo de págalo.

– Menudo alegrón se va a llevar Ollie -observó Betty, sonriente.

Michael apartó la nieve que había vuelto a apilarse sobre el cajón de plasma antes de arrodillarse y mirar dentro. Ahí estaba el huérfano, más grande que nunca. El pico gris asomaba fuera del nido hecho con las finas virutas de madera. El ave se removió y se puso de pie al ver a su benefactor. Éste extendió el rosbif y el polluelo, tras mirarlo un segundo, se lanzó adelante, se lo quitó de un picotazo y se lo tragó de golpe.

– Debería traerte un rábano picante un día de estos -comentó Michael. El págalo alzó los ojos hacia él, tal vez a la espera de más comida-. Alguna vez volarás y te irás, ¿no?

– ¿Cómo? ¿Y perderse lo bueno? -bromeó la glacióloga mientras él se incorporaba de nuevo-. Afróntalo, está amaestrado y probablemente no sobreviviría ni un día en el mundo salvaje. Ahí fuera no van a darle rosbif.

– ¿Y qué será del bicho cuando me vaya? No es algo que pueda llevarme a Tacoma precisamente.

– No te preocupes. Tina ya ha rellenado los papeles de la adopción. Ollie estará bien.

Eso le concedió cierta tranquilidad de espíritu. Hacía mucho tiempo que no había tenido ocasión de rectificar nada, y mucho menos de salvar algo. Por eso, aunque fuera algo tan nimio e insignificante como el destino de un polluelo, estaba muy agradecido por ese inesperado respiro. Tenía la esperanza de que tal vez pudiera redimirse de la tragedia de las Cascadas poco a poco.

Se topó con los equipos de búsqueda organizados por Murphy mientras caminaba con dificultad en la nieve. Uno de ellos estaba compuesto por Calloway, el maestro de buceo, y otro recluta a quien no lograba identificar porque llevaba un sombrero de ala ancha calado hasta las orejas.

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