– Buenas tardes, tronco -le llamó el falso australiano a grito pelado mientras agitaba la tormenta. Michael alzó una mano enguantada en señal de reconocimiento. Calloway añadió-: Avísame si ves por ahí a los perros perdidos, ¿vale?
– Acudiré a ti primero si los veo.
Michael pasó cerca del laboratorio de biología marina y vio encendidas las luces. Era capaz de escuchar la música clásica incluso a pesar del ulular del viento. Se desvió de su camino e intentó abrir la puerta, pero apenas logró entreabrirla. Pudo ver un cable atado a la manivela por la parte de dentro.
– ¿Quién va? -oyó gritar a Hirsch.
– Soy yo, Michael -respondió él, también a gritos.
– Un momento.
Darryl se aproximó a la puerta, retiró el cable de la manivela y le dejó entrar.
– Menudo sistemita de seguridad te has montado… Alta tecnología -observó Michael, burlón, mientras pisaba con fuerza para sacudirse la nieve de las botas.
– Tendrá que valer hasta que Murphy me consiga un pasador de verdad.
– Pero un pestillo sólo va a servirte de algo mientras tú estés dentro. ¿Qué harás cuando te ausentes?
– Voy a poner un cartel.
– ¿Y qué dice?
– Que hay varios especímenes anfibios sueltos por aquí y que son venenosos.
El periodista se echó a reír.
– ¿De veras piensas que va a funcionar?
– No, lo cierto es que no -admitió mientras volvía a su asiento delante de la mesa-, pero por otra parte, creo que los ladrones se han llevado lo que realmente querían.
Darryl tenía delante de él, encima de la mesa, un pez de unos treinta centímetros abierto en canal y sujeto con alfileres por los extremos a fin de que no se le cerrara. El espécimen era transparente en su práctica totalidad. Las agallas eran blancas y su sangre, si es que la tenía, parecía tener el mismo color que el agua. Sólo había una nota discordante: el dorado del ojo muerto, fijo en el infinito. Michael recordó las clases de Biología en el instituto al ver aquello.
El biólogo ya había alineado a la siguiente víctima, otro pez que permanecía casi inmóvil al fondo de un tanque frío en cuyos bordes se estaba solidificando una capa de escarcha. Le separaba de la actual pieza diseccionada una hilera de frascos de cristal del tamaño de unos chupitos. Todos los frasquitos estaban llenos de una solución, salvo tres de ellos, que contenían también unos órganos pequeños extraídos y preservados para su estudio posterior.
– ¿Es necesario que el pobre vea el descuartizamiento?
– Por eso he puesto la hilera de frascos: para taparle la visibilidad.
– Parece una perca -observó el periodista al estudiar el pez diseccionado.
– Tienes un ojo clínico -le felicitó Darryl-. Los blénidos antárticos o notothenioidei son un suborden de peces dentro del orden de los perciformes.
– ¿Cómo dices…?
– Hace cincuenta y cinco millones de años la temperatura del océano Antártico disminuyó sin cesar -empezó Darryl, claramente feliz de poder abordar ese tipo de temas-, y pasó de los veinte grados centígrados a la temperatura actual, en torno a los dos grados bajo cero. El bioma marino se vio cada vez más aislado. El agua se enfrió mucho y la migración era más difícil, de modo que los peces de aguas poco profundas se vieron en la tesitura de adaptarse o morir. La mayoría de las especies se extinguió.
– ¿Y estos tipos no?
– Estos chavales se endurecieron -repuso Darryl con manifiesta satisfacción y cariño-. Los nototénidos se mantuvieron en el fondo del mar, donde el aumento de presión baja el punto de congelación, y se tomaron su tiempo para aclimatarse y desarrollar un metabolismo de bajo consumo, dando la mejor solución individual al problema del oxígeno: aprendieron a almacenarlo y a conservarlo más tiempo en sus tejidos.
– ¿No en la sangre? -preguntó Michael, recordando lo que Darryl le había contado sobre el tema antes de su primera inmersión-. Entonces, ¿no tienen hemoglobina?
– Así que prestabas atención -observó el biólogo-. Estoy impresionado. Bueno, sigo… la sangre es transparente al no tener glóbulos rojos, pero sí tiene anticongelante natural, una glicoproteína hecha de hidratos de carbono y aminoácidos. Esa glicoproteína rebaja el punto de congelación del agua entre doscientas y trescientas veces…
A Michael le costaba seguir el hilo de la explicación.
– Entonces, ¿tienen un anticongelante natural, como el que usamos para los coches?
– No del todo -repuso Darryl mientras extraía el corazón del pez con suma delicadeza y lo sostenía con unas pinzas hasta dejarlo caer en uno de los frascos. El periodista percibió un olorcillo a formaldehido-. Las moléculas del anticoagulante del pez no se comportan como las del etilenglicol que le echas al radiador del coche. Éstas evitan que el pez se congele incluso en aguas muy frías, siempre que tenga cuidado de…
Alguien aporreó con fuerza la puerta. Cuando Michael se volvió, vio cómo se estiraba el cable de sujeción de la manivela.
– ¿Y qué diablos pasa ahora? -se quejó Darryl.
– Lo más probable es que sea Calloway… Estaban registrando la estación de arriba abajo.
Darryl se levantó a regañadientes de su asiento.
– ¿A santo de qué vienen aquí? ¿Para rebuscar en la escena del crimen?
– No buscan los cuerpos -le avisó Michael-. El jefe O´Connor desea llevar esto con la mayor discreción posible.
El biólogo se detuvo en seco y se volvió hacia Wilde.
– ¿Creen que tengo aquí dentro a los perros?
Meneó la cabeza mientras deshacía el nudo.
– Eh, tronco, ¿a qué le tienes miedo? -preguntó el falso australiano en cuanto se abrió paso con el recluta del sombrero de ala ancha calado hasta las cejas. Los recién llegados se sacudieron la nieve de los abrigos y las botas nada más entrar en el laboratorio.
– A nada, pero me gusta que la gente llame antes de entrar.
– Sí, hombre, lo haré -aseguró Calloway, dándole una palmada en el hombro- la próxima vez.
Echó un vistazo a la mesa del laboratorio y a la víctima diseccionada.
– ¿Es un draco…? -aventuró Calloway-. No veas qué filetitos más ricos puedes hacer con los más grandes. -Se dejó caer por la mesa de trabajo y examinó el contenido de los frascos-. Me da en la nariz que de esas cosas de ahí voy a pasar.
Michael reconoció al recluta del sombrero: era Osmond, trabajaba en la cocina, pues era uno de los pinches del tío Barney. El tipo se puso a husmear en los armarios y debajo de las mesas del laboratorio. «¿Qué demonios se pensará este chaval que puede encontrar ahí?», se preguntó el periodista.
– Pero este pescadito de aquí, el coleguita aún está fresco -comentó Calloway con el falso deje tan propio del interior de Australia. Fijó la vista en el pez del tanque fresco-. A juzgar por esos morritos huesudos tiene pinta de ser un pez hielo de Charcot Land.
– No vas descaminado -repuso Darryl, bastante más calmado. Él siempre apreciaba a las personas que acreditaban conocimientos de la vida marina- Acabamos de pescarlo con las últimas trampas.
Michael dio un rodeo a la mesa para echarle un vistazo más de cerca. Vio un pez de cuerpo elongado, cabeza cubierta de escamas plateadas y labio chato y proyectado hacia delante como el pico de un pato. Darryl también acudió, tal vez para señalar alguno de los rasgos más singulares del ejemplar, pero se tropezó con Osmond. Éste ya había completado el tosco registro del lugar y había decidido unirse al grupo.
– ¡Ahí va, si puedes ver a través de él…! -observó Osmond, arrastrando las palabras. Michael lo tenía por un tipo de muy poquitas luces-. Es igualito que Casper, el simpático fantasma de dibujos animados.
Todos a su alrededor sonrieron cuando Osmond inclinó la cabeza sobre el recipiente para ver más de cerca al pez. Entonces, de pronto, el biólogo miró el ala de su sombrero y gritó:
– ¡No, atrás!
Darryl intentó darle una manotada al sombrero, pero ya era tarde: un montoncito de nieve y hielo se desparramó como una cascada de diamantes desde el ala hasta el tanque. El pez se removió, sorprendido por el movimiento: posiblemente interpretó la agitación del agua como la posibilidad de conseguir comida, razón por la cual alzó la cabeza hacia la superficie. La lluvia de cristales de hielo cayeron a pocos centímetros, y algunos rozaron la nariz y las agallas del draco o pez de hielo.