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– Lo dejamos donde lo encontramos -contestó el periodista-. Charlotte debería examinarlo lo antes posible, y entonces, quizá deberíamos guardarlo en algún sitio.

– Si me permiten, caballeros -se excusó el tío Barney mientras pasaba entre el tercero y abría el frigorífico para coger mantequilla.

Se marchó enseguida a una posición desde la cual no podía escucharlos, y ellos retomaron la conversación.

– Sí, pero no en el mismo lugar que el último -repuso el jefe O´Connor con un hilo de voz-. A éste vamos a meterlo en la vieja cámara frigorífica de carne, la de ahí fuera. Si la doctora le echa un vistazo y resulta que también se equivoca, no me apetece que éste se ponga a correr por ahí como el otro. -Él mismo fue consciente de sus palabras y se refrenó, y luego dijo-: Ya sabéis a qué me refiero. Erik era un tipo genial y Ackerley también era un buen compañero, pero todo este maldito asunto es un auténtico espanto, es horroroso… -Murphy dejó de hablar porque le falló la voz. No era capaz de procesar todo cuanto se le venía encima.

Wilde no creía que Charlotte se hubiera equivocado al certificar la muerte del musher. Eso resultaba imposible de aceptar. Danzing había muerto, y no sabía cómo había revivido, aunque él no estaba preparado para mantener esa discusión en aquel momento. Ni ellos. Lawson se inclinó para atender su tobillo lesionado, pues parecía resentirse tras la escaramuza habida en el laboratorio de botánica y de pronto, el pelo de Murphy parecía tener más canas que nunca.

– Ya puestos, podemos buscar al mismo tiempo a la Bella Durmiente y al Príncipe Azul -apuntó Michael, deseoso de conseguir el permiso del jefe O´Connor.

– Y no te olvides de los perros del trineo -añadió Lawson-. Vamos a tener una auténtica pesadilla de papeleo como la NSF llegue a enterarse de que hemos perdido los perros que había prohijado el pobre Danzing, el último equipo que nos habían permitido tener…

– Danzing solía ejercitarlos haciéndoles correr hasta Stromviken -empezó Wilde-, y el tiempo ha mejorado, para variar. La tormenta empieza a amainar.

– No por mucho tiempo -repuso Murphy-. El último informe habla de otro frente. Mañana mismo lo tendremos aquí a primera hora de la tarde.

– Razón de más para ponerse manos a la obra -insistió Michael. Lawson asintió.

– ¿Y qué hay de ti tobillo? -preguntó Murphy O´Connor-. Tiene pinta de que no deberías forzarlo.

– No tengo problema para ir en motonieve, y si al final los encontramos, los perros o los cuerpos, al menos sé traer el trineo de vuelta a la base.

– De acuerdo -cedió el jefe O´Connor, como si hubiera decidido no discutir más sobre ese tema-, pero no esta noche. Esperaremos a que se estabilice el tiempo y mañana a primera hora, si la climatología lo permite, os preparo un viaje hasta la estación ballenera. -Echó mano al walkie-talkie que llevaba sujeto a la cintura y agregó-: Voy a decirle a Franklin que aparque junto a la bandera dos motonieves con el depósito lleno y listas para partir a las nueve.

CAPÍTULO TREINTA Y DOS

15 de diciembre

SINCLAIR SE HABÍA MARCHADO hacía horas, y aunque la posibilidad de que sufriera un percance que le impidiera regresar junto a ella era uno de los mayores temores de su compañera, Eleanor también tenía el talante con el cual iba a volver. Estaba de un humor de perros en el momento de su partida. Esa tormenta sin fin le había desquiciado y el confinamiento obligado en aquella iglesia helada le había irritado mucho.

– ¡Maldito sea este lugar infernal! -había aullado. Sus palabras reverberaron en la capilla abandonada y chocaron contra las gastadas vigas del tejado-. ¡Malditas sean estas piedras y malditos sean estos maderos!

Había agarrado un candelabro del altar y lo había arrojado al suelo, donde había rodado con gran estrépito. Los talones de sus botas resonaban cuando golpeteaban contra el piso de la nave. Había arrancado una puerta rota y la había lanzado hacia el camposanto para luego proferir sus imprecaciones contra el cielo plomizo, obteniendo por toda respuesta el coro de lúgubres aullidos de los huskies, aovillados entre lápidas y losas.

Eleanor le temía en especial cuando perdía los papeles y elegía a todo lo sagrado como blanco de sus bravatas. La joven estaba convencida de que Sinclair había recibido una respuesta en Lisboa y ella no tenía el menor deseo de oír de nuevo el veredicto.

– ¿No deberíamos meter los perros en la iglesia, Sinclair? -se aventuró a sugerir, apoyándose en la jamba de la rectoría-. Están desprotegidos. Morirán ahí fuera…

El interpelado movió la cabeza como si el cuello fuera un resorte, permitiéndole a la joven apreciar en los ojos de su compañero ese brillo enloquecido y febril que había visto por vez primera en Scutari.

– Me encargaré de que entren en calor -gruñó.

Se puso el sobretodo y salió dando grandes zancadas para perderse en la tormenta. No se molestó en cerrar la puerta al salir. Parecía inmune a los elementos hostiles. Una nube de hielo y nieve se arremolinó en torno a la iglesia. Ella escuchó ladrar a los canes mientras Sinclair los enganchaba al trineo.

Eleanor se arrebujó en ese abrigo suyo, el de la tela milagrosa, y se acercó a cerrar la puerta. Había contemplado cómo azuzaba con insultos a los perros desde la parte posterior del trineo, que avanzó colina abajo hasta desaparecer de su vista. Entonces, ella apoyó su peso contra la tosca madera y empujó hasta cerrar la puerta que él se había dejado abierta.

El esfuerzo la debilitó tanto que se dejó caer sobre la última bancada. Temía estar a punto de desmayarse, razón por la cual apoyó la cabeza en el respaldo del asiento de delante y se tomó un respiro. La madera estaba fría y no era lisa del todo. Eso le alertó y estudió la superficie. Había unos signos grabados a arañazos en el respaldo. ¿Sería un nombre? Las letras estaban desdibujadas por el tiempo y en todo caso, fuera lo que fuese, no estaba escrito en inglés. Todo cuanto podía distinguir era algunos números cuyo orden parecía sugerir una fecha: 25.12.1937. El día de Navidad de 1937. Un simple vistazo le bastó para recordar y empezó a devanarse los sesos. Ella y Sinclair se habían embarcado a bordo del Coventry para realizar ese viaje aciago en 1856. Y si esa inscripción, los números del banco, era una fecha, la habían grabado ochenta y un años después de que los marineros la hubieran arrojado al océano.

Ocho décadas era tiempo suficiente para que hubieran muerto todas las personas que la conocían y a quienes ella conocía.

Ese lugar estaba abandonado desde hacía muchos años, tal vez incluso décadas, y ella siguió calculando: ¿cuánto tiempo podía haber transcurrido? ¿Cuánto tiempo había dormido en el seño del iceberg, en el fondo del océano? ¿Habían pasado siglos? ¿Qué mundo era ése en el que ahora, para su desgracia, había revivido?

Se despojó de un guante y acarició los trazos de la fecha con las yemas de los dedos, como si pudiera sentir la verdad que rezumaban los mismos. Al principio le incomodaba hasta el mismo sentido del tacto, y aún no se había habituado a sentir el menor contacto físico, pues tras haber pasado tanto tiempo en su prisión helada, le resultaba extraña incluso su propia piel. Por supuesto, siempre estaba la cuestión del decoro. En su fuero interno, ella no daba valor alguno a esa unión furtiva y abortada en la iglesia portuguesa.

Y ahora, en este frío y terrible lugar donde había ido a parar, no quedaba nada capaz de reverdecer las ascuas de ese fuego o nutrir un solo pensamiento de calidez.

Pero Eleanor sabía en el fondo de su corazón que había otro obstáculo en el camino, algo que siempre había estado allí como perenne recordatorio: el omnipresente reproche de lo sucedido, y aunque era precisamente eso lo que la unía a Sinclair, probablemente para toda la eternidad, eso era lo que los separaba. Cada uno veía una necesidad más urgente y un deseo imperativo en la palidez extrema y en la mirada desesperada del otro. Era revelador que sus labios parecieran yermos, sus dedos fueran carámbanos y sus corazones permanecieran guardados, como espadas en sus vainas.

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