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Poco había cambiado desde Crimea en ese aspecto. Todo cuanto ella conocía desde entonces eran privaciones.

Escaseaba todo lo necesario en un hospital: vendas, mantas, medicinas y cojines de uso clínico para apoyar el resto de las extremidades después de una amputación. Eso fue lo primero que descubrieron las enfermeras de Nightingale nada más llegar al hospital de campaña en Scutari, un nombre derivado de su primera denominación: Selimiye Kilasi, el cuartel de Selimiye, pues había pertenecido al ejército turco. La enfermera Ames jamás había vivido no concebido una miseria como la que se encontró allí y algunas de las compañeras manifestaron su asombro por el modo en que el ejército británico trataba a sus heridos, y eso que ellas procedían de mundos más duros, pues habían trabajado en asilos de beneficencia y en prisiones. Combatientes lisiados en el campo de batalla no recibían ningún tipo de asistencia ni se les proporcionaba medicina de ningún tipo, y allí se quedaban, incapaces de moverse por su cuenta ni de alimentarse. Los soldados enfermos de disentería, los que sufrían una diarrea incontrolable o las víctimas de la misteriosa fiebre hemorrágica de Crimea -que había diezmado las filas de un modo atroz- yacían tirados en pasillos atestados o en duros camastros empapados de sangre, implorando en vano un vaso de agua. Las cloacas de debajo del hospital emitían un hedor insoportable, pero era tal el frío que se le colaba por las ventanas rotas que los hombres habían optado por tapar los agujeros con paja, lo cual intensificaba la pestilencia en las salas. Varias de las enfermeras, las más delicadas, se contagiaron enseguida y se convirtieron desde el principio en una carga en vez de una ayuda.

El primer encargo de las enfermeras entre las cuales se contaban Eleanor y Moira fue el de zurcir sábanas y lavar la ropa de las camas. Se indignaron. No habían acudido a Crimea con tal fin, ellas habían venido para atender a los heridos y asistir a los cirujanos en las operaciones y al staff médico en general, pero había un clima de hostilidad y recelo muy grande por parte de los doctores, y éstos se negaron a admitirlas en muchas salas o no aceptaban su colaboración cuando conseguían el acceso a las mismas.

– Esos tipos del alto mando se piensan que vamos a robarles los gemelos -comentó Moira con disgusto al no poder entrar en una habitación llena de heridos-. Estoy escuchando a esos desgraciados vertidos con harapos suplicar por un poco de agua o una gota de morfina y allí estoy yo, a menos de diez pasos. ¿Y qué hago? Remendar un agujero del calcetín.

La falta de combatividad y de agresividad por parte de la superintendente Nightingale dejó perpleja a la enfermera Ames en un primer momento, pero no tardó en comprobar la sagacidad de ésta. El ejército británico tenía unos usos centenarios y parecían escritos en piedra por lo inamovible de los mismos. La superintendente era consciente del desafío que representaba su presencia y lo limitó al máximo, evitando la confrontación hasta el límite de lo posible, y así, poco a poco, sin alarmar a nadie, fue extendiendo las responsabilidades y las tareas de su equipo. En cuanto los altos mandos vieron la utilidad de tener ropa y vendajes limpios, apreciaron lo ventajoso de tener preparados té caliente, cereales, caldo de pollo o de ternera y jalea que las enfermeras preparaban en una improvisada cocina. Y las enfermeras de batas sin forma y gorras estúpidas no tardaron en ser bendecidas por los soldados, hombres mutilados y agonizantes que muchas veces morían lejos del hogar, tirados sobre mantas raídas.

Pero fue Florence Nightingale en persona quien se ganó el corazón y la admiración de todos. Entraba sin mostrar miedo alguno en las salas atestadas por víctimas de la fiebre, a las cuales no acudían ni los mismos médicos militares. La postura de los galenos era la siguiente: los infelices de las salas de apestados sobrevivirían o sucumbirían a la enfermedad por sus propias fuerzas, razón por la cual no tenía sentido alguno que también ellos se expusieran a un posible contagio. Desde tiempos inmemoriales, los oficiales habían recibido las mejores atenciones y todos los medios disponibles mientras que los soldados rasos de cualquier cuerpo y todos los de infantería sufrían las más horribles agonías sin recibir apenas atención médica, pero Florence Nightingale atendía a los heridos por igual, ya fueran aristócratas o simples reclutas. Se granjeó pocos amigos entre los oficiales al quebrantar un protocolo tan antiguo, y aquéllos la vieron como una traidora a los de su propia clase, pero obtuvo a cambio la devoción imperecedera de las tropas y de la propia Eleanor.

Durante su cuarta noche en Scutari, la superintendente acudió en busca de la joven Ames para pedirle que le acompañara en su ronda mientras ésta rellenaba una jarra de agua de un manantial que chorreaba unos hilillos amarillentos de líquido turbio y apenas potable. La dama lucía un largo vestido gris y llevaba el pelo recogido con un pañuelo blanco. Sostenía una lámpara por el asa curva situada en la chata base de latón.

– Y trae esa jarra de agua, por favor.

La señorita Nightingale le dirigía la palabra en contadas ocasiones, por lo cual ella se apresuró a llenar la jarra hasta el borde, se puso debajo del brazo un rollo largo de vendas y la siguió dócilmente. La joven estaba exhausta después de otro día extenuante, pero no pensaba renunciar a esa oportunidad a pesar de haberse pasado horas y horas de pie. El hospital de campaña era enorme y un recorrido por todas las habitaciones como el que la superintendente realizaba cada noche debía de suponer una distancia superior a los cinco kilómetros. Los camilleros y los doctores más hostiles a su presencia se apartaban dondequiera que llegaran Nightingale y su asistente, y en cambio, las dos mujeres eran recibidas con murmullos de agradecimiento y señales de respeto por parte de los soldados enfermos.

Un muchacho de no más de diecisiete años sollozaba tendido en una yacija, lamentando la pérdida de ambas piernas por debajo de la rodilla. LA señorita Nightingale se detuvo para consolarle y se despidió de él con un beso en la frente. Luego, ofreció un vaso de agua a otro soldado que había perdido un ojo y un brazo durante el combate; el hombre lo sostuvo con la temblorosa mano izquierda, y por un momento, Eleanor debió preguntarse si ese tembleque era debido a la debilidad o al hecho de que una dama de buena cuna atendiera a alguien como él.

Las mayoría de las habitaciones estaban a oscuras, sin otra luz que la de la luna llena filtrándose por las ventanas rotas y los postigos caídos, razón por la cual la enfermera Ames debía vigilar donde ponía el pie a fin de no pisar a un enfermo dormido ni a un muerto. La superintendente era una mujer liviana y de porte erguido, dotada de una capacidad singular para moverse con pie firme entre aquel dédalo de catres y pacientes. El tenue resplandor de su lámpara caía como una bendición sobre aquellos rostros sucios, ensangrentados y amoratados. En más de una ocasión, la joven vio cómo un soldado se apoyaba sobre un muñón a fin de inclinarse y besar el aire después de que hubiera pasado Nightingale. ‹Dios mío, están besando su sombra›, se maravilló.

La señorita Florence se detuvo varias veces para servir un trago de agua fresca a un enfermo sediento o sustituir un vendaje indecente por uno nuevo, pero en la mayoría de las ocasiones apenas podía ofrecer más que una sonrisa o una palabra de consuelo al pasar, dada la vastedad del hospital y las necesidades, que eran un pozo sin fondo. A Eleanor le quedó claro que esa ronda nocturna era una especie de pacto sellado entre la señorita Nightindale y los soldados, y la muchacha se sintió una privilegiada por poder presenciar el rito, aunque al mismo tiempo siempre tenía el corazón en un puño a causa del miedo.

Buscaba con la mirada al teniente Sinclair Copley en todas las habitaciones donde entraba y en cada cama junto a la que pasaban. Se moría de ganas de verle y al mismo tiempo temía en qué estado le encontraría si alguna vez le llevaban hasta el hospital. Revisaba las listas de ingreso todas las mañanas, a pesar de saber que estaban incompletas y confeccionadas de cualquier manera, y eso en el mejor de los casos, y además, el teniente podía haber ingresado inconsciente, mudo a causa de un golpe o delirando de fiebre. Eleanor había hecho todas las pesquisas posibles hasta enterarse de que lord Lucan y el conde de Cardigan habían destinado al regimiento de lanceros al sitio de Sebastopol, pero ahí acababa su información, pues las noticias del frente llegaban a cuentagotas y eran tan poco fiables como las listas de ingresos del hospital.

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