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Michael arrastró a Darryl hacia la puerta y le preguntó con un hilo de voz:

– ¿Qué le pasa? ¿Podemos hacer algo más por ella?

– A estas alturas de la película, dudo que podamos hacer algo más por ella -le contestó el biólogo-. La inyección va a tardar un tiempo en hacerle efecto. Transcurrirá media hora, tal vez una hora, antes de que la solución se extienda por su sistema circulatorio y haga su papel. Lo sabremos mejor dentro de un rato.

Charlotte se acercó al lecho y le tomó el pulso.

– Va un poquito acelerado, pero aguanta bien -anunció.

Acto seguido, sacó el tensiómetro, ciñó el brazalete en torno al brazo de Eleanor y lo infló mediante una pequeña bomba de aire. Los números del indicador electrónico se detuvieron en 18,5 y 12. Hasta Michael sabía que era una tensión altísima.

– Vamos a tener que bajarle esa tensión si no lo hace por su cuenta en breve -comentó mientras ponía el estetoscopio sobre el pecho de Eleanor y verificaba el ritmo cardiaco-. ¿Cómo te sientes?

– Mareada.

Charlotte asintió y frunció los labios.

– Tú sólo intenta relajarte -le contestó mientras retiraba el tensiómetro, y agregó-: Descansa.

– Sí, doctora Barnes -respondió ella; la voz le falló al final.

– Llámame Charlotte, cielo, creo que ya nos conocemos como para tutearnos. -Deslizó un pulsador debajo de la mano de la muchacha-. Estaré en la puerta contigua. Apriétalo si me necesitas.

Charlotte retiró la bandeja de la cama y obligó a los dos hombres a salir de la habitación. Michael miró hacia atrás por última vez. Eleanor yacía con una compresa sobre los ojos y la larga melena extendida; de hecho, tocaba el borde dorado del camafeo de marfil.

– Vamos, fuera, estoy segura de que va a encontrarse bien.

Pero Michael detectó una nota de inseguridad en su voz.

– Tal vez debería quedarme a velarla -sugirió.

– Tienes que hacer las maletas, así que ponte a ello.

CAPÍTULO CINCUENTA Y TRES

26 de diciembre, 12:45 horas

A MICHAEL LE RESULTÓ fácil hacer las maletas: se limitó a sacar las ropas del cajón de la cómoda y meterlas de cualquier manera en el petate, donde las apretó de la forma más compacta posible. El equipo fotográfico le llevó más tiempo. Era necesario proteger las lentes, los filtros y las correas en sus estuches correspondientes. Había aprendido tras varias amargas experiencias que si no los guardaba en su sitio, no los tendría a mano cuando se presentara la oportunidad de hacer la foto perfecta. Escribir es algo deliberado, pero la fotografía tenía mucho más que ver con la casualidad.

Únicamente dejó fuera un trípode y su fiel y vieja cámara Canon S80. No quería abandonar la base sin hacerle las últimas fotos a Ollie, al que pensaba darle cualquier cosa que pudiera coger del bufé de la festividad. Y para llevar la contraria, el tiempo estaba perfectamente en calma, soleado y brillante. Michael sabía que esa calma antecedía a la tormenta en ciernes de la tarde siguiente.

Mientras limpiaba la parte superior de la cajonera, recogió el collar de dientes de morsa y se lo puso. No planeaba quitárselo hasta que pudiera dárselo a la viuda de Erik en persona.

En Miami.

Adonde él llegaría, con mucha suerte, en un par de días.

Se descubrió a sí mismo, inmóvil, al lado de la litera, contemplando simplemente la enormidad de las tareas pendientes. Había que ver todo lo que era necesario poner en movimiento: inocular la droga a Sinclair, y luego convencer a ambos de que la única manera de sacarlos de la Antártida era sellados en bolsas y transportados por avión -¡en una máquina voladora!- a lo largo de miles de kilómetros en cuestión de horas. ¿Y adónde? A un país donde ninguno de los dos jamás había puesto el pie, en un siglo que apenas conocían.

Había tantas partes del plan que encontraría imposibles de creer que ni siquiera sabía por dónde empezar. ¿Y cuántas partes había también que él encontraba difíciles de asumir? ¿Es que realmente iba a hacer de carabina de ellos dos en el mundo moderno? Si lo pensaba, le caía encima una especie de parálisis mental. ‹Un viaje de mil kilómetros comienza con un primer paso›, se recordó a sí mismo. Al verse abocado a batallar con tantos imponderables, resolvió preocuparse por las cosas pequeñas una por una.

Cuando se abrió la puerta y entro Hirsch, estaba metiendo el estuche de la cámara dentro del petate hinchado.

– ¿Se sabe algo de Eleanor? -preguntó Darryl, desplomándose sobre la silla del escritorio.

– Nada desde que nos marchamos.

Darryl se estaba comiendo un gigantesco pastel de nata.

– Deberías pasarte por la sala común, han quedado montones de pasteles de Navidad y el ponche aún está caliente.

– Ah, sí, quizá lo haga, antes de que nos dirijamos hacia la despensa de carne.

Darryl asintió, chupándose la crema de las puntas de los dedos.

– ¿Le has contado a Eleanor el resto de tu plan?

El interpelado negó con la cabeza.

– Todavía estoy buscando una manera apropiada de mencionar la bolsa donde los vamos a meter.

– Pues si eso te parece complicado, a ver cómo les vas a contar lo del avión.

– Ahí te voy a estar esperando.

– Charlotte tiene un estupendo almacén de tranquilizantes en su armario de medicinas. Estoy seguro de que se las apañará para endilgarles una buena dosis.

Michael estaba del todo de acuerdo con eso. Su única esperanza era que la beligerancia de Sinclair se evaporara cuando comprendiera que era el único modo de que él y Eleanor pudieran ser rescatados de la difícil situación inmediata en la que se hallaban.

¿Y confiaría él en Michael lo suficiente para seguir adelante?

Darryl se quitó las botas de dos patadas, se levantó y se arrastró dentro de la cama inferior de su litera.

– Comer me da sueño -comentó, estirando las piernas-. Anda, despiértame cuando quieras que vayamos a ver al Príncipe Azul.

– Lo haré.

Darryl estiró las piernas.

– A propósito -añadió-, ya sabes que lo que estás haciendo es una locura, ¿no?

Michael asintió mientras tiraba de la cremallera para cerrar el petate.

– Me alegra oírlo. Porque si no fuera así, empezaría a preocuparme por ti.

Eleanor se despertó sobresaltada con la imagen del rostro lleno de reproche de la señorita Nightingale justo delante de ella. Nunca había conseguido superar la sensación de culpa por haber traicionado a aquella gran dama, y a la profesión también, al fugarse con Sinclair y a menudo soñaba con poder enmendar aquello.

Sentía los miembros fríos e insensibles, incluso debajo de la manta y se frotó vigorosamente los brazos para conseguir que circulara la sangre. Se incorporó y se concedió unos minutos para orientarse; después, apartó la manta y se sentó en el borde de la cama. Estuvo a punto de ponerse en pie, pero se lo pensó mejor, ya que el sonido podía hacer que la doctora Barnes apareciera corriendo desde la otra habitación y ella no quería compañía, y mucho menos atención médica.

¿Es que ya se había curado? Porque si era así, ¿se sentiría como en ese momento, ligeramente aturdida y algo helada, para el resto de su vida? ¿Era ése el precio a pagar?

Se envolvió la manta en torno a los hombros como si fuese in chal y se dirigió hacia la ventana para apartar las cortinas oscuras. En el exterior reinaba una tranquilidad sobrenatural y se le ocurrió que parecía la calma previa a la tormenta. La nieve del suelo relucía bajo los agudos y fríos rayos del sol. Tuvo que dar un paso hacia atrás y protegerse los ojos de aquel fulgor.

Y entonces hubo algo que cruzó por delante de su campo de visión, una especie de relámpago rojo, y volvió a avanzar para acercarse a la ventana de nuevo.

Apareció otra vez, cruzando subrepticiamente y con rapidez la explanada nevada, probando por un sitio u otro. Eleanor acercó más el rostro a la ventana para verle bien y la figura se detuvo, alzó una mano para protegerse los ojos y le devolvió la mirada.

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