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A pesar de eso, el cautivo le retuvo durante unos segundos más como medida de precaución, y después le soltó, dejando que la cabeza de Lawson se desplomara hacia delante.

Sucedió una cosa curiosa: el atlas permaneció abierto sobre su regazo todo el tiempo que duró el forcejeo. Sinclair lo apartó mientras dejaba que el carcelero se desplomara sobre el suelo y luego se arrodilló junto a él y pegó el oído al pecho para verificar que seguía vivo. El corazón aún le latía.

Había estado antes en esa situación y por un momento, como una marea de sangre, le abrumó la urgencia de aprovechar la ocasión para alimentarse, pero no era el momento ni tenía el deseo de matar a ese hombre.

Puso los labios sobre los de Lawson y sopló tal y como había visto hacer a los marineros con los soldados que se habían caído al agua durante el chapucero desembarco que tuvo lugar en bahía Calamidad. Luego, le presionó el abdomen hasta que le vio recuperar la cadencia normal de respiración.

Antes de que pudiera recuperar el sentido, Sinclair le registró los bolsillos hasta encontrar las llaves de las esposas, aunque abrirlas resultó un trabajo delicado, en especial porque tenía el pulso muy acelerado ante la posibilidad de recuperar la libertad, tener unas botas nuevas y… encontrar a Eleanor.

26 de diciembre, 11:30 horas

– ¿Intentas disuadirme? -le preguntó Eleanor a Michael, mirándole fijamente a los ojos.

– No, por supuesto que no -negó Michael al tiempo que acercaba la silla un poco más a la cama donde ella estaba sentada y le aferraba las manos con más fuerza-. Temo por ti, pues esto entraña un riesgo, un riesgo grave.

La preocupación del joven la conmovía profundamente, pero apenas había habido nada arriesgado ni un peligro mortal desde hacía mucho tiempo. Alzó una mano y le acarició una mejilla.

– La elección es mía y mío es el riesgo, y lo acepto. No quiero seguir viviendo en las sombras si voy a seguir adelante. Quiero una existencia de la que no deba avergonzarme. ¿Lo entiendes, verdad?

Pudo ver que Michael sí lo comprendía, pero en cierto modo sentía más aprehensión que ella misma. Eleanor no le temía a la muerte después de todo por lo que había pasado durante el largo intervalo de su vida. Además, hacía tiempo que se habían ido todas las personas que conocía, su familia y sus amigos, así que ¿podía ser su vida aún más solitaria?

Y en cuanto a Sinclair, incluso si al fin se reunían, ¿qué iba a ser de ellos? Todo cuanto podían hacer, y de eso estaba convencida en lo más hondo de su ser, era compartir una soledad absoluta lejos del resto de la humanidad.

– Entonces, ¿voy en busca de Darryl y Charlotte? -preguntó Michael.

Ella asintió con la cabeza.

Él se marchó y Eleanor se quedó rumiando un torbellino de emociones. Sin querer, a pesar de sí misma, debía admitir que habían renacido en ella ciertas esperanzas y una expectativa de redención y, aunque a regañadientes, sabía que eso obedecía en parte al modo en la que miraba Michael Wilde.

Y a cómo reaccionaba ella, a cómo le devolvía esas miradas.

La puerta de la enfermería se abrió otra vez al cabo de varios minutos y esta vez Michael acudió acompañado por dos personas más. Darryl, cuyo pelo era de un rojo brillante más intenso que la cresta de un gallo, traía consigo una bolsa llena de fluido, y Charlotte también venía con una bandeja llena de objetos: rollos de algodón, agujas, alcohol y ese vendaje que se adhería tan bien a la piel.

Eleanor había visto varias veces la bandeja y se conocía el procedimiento al dedillo.

La doctora se sentó en la silla que Michael había dejado vacante y depositó la bandeja sobre la cama. Eleanor se subió una manga abullonada y observó cómo Charlotte le ajustaba el torniquete de goma.

– ¿Te ha advertido Michael de los peligros de tocar el hielo? -inquirió Darryl mientras Charlotte pinchaba en la bolsa una jeringuilla inusualmente larga e iba llenándola.

– Varias veces.

– Genial. Estupendo -repuso el biólogo, un tanto nervioso-. Tal vez notes cierto sofoco al principio a causa de la súbita sobrecarga de glicoproteína, pues vamos a ponerte una solución concentrada bastante fuerte, pero ese efecto debería pasar bastante deprisa.

Charlotte miró de reojo a Darryl y limpió un área del antebrazo con algodón humedecido en alcohol.

– Estoy preparada para cualquier cosa y tengo una fe ciega en mi médico -contestó ella.

Y era totalmente cierto. Una vez pasada la sorpresa inicial había llegado a tener una gran opinión de la doctora Barnes, pues poseía al mismo tiempo una naturaleza amistosa y tranquilizadora. Eso era algo que también había visto en Florence Nightingale: una habilidad para conectar con cada paciente y transmitirle calma y comprensión. Ninguna mujer negra hubiera podido ser médico en sus días: la barrera del color lo habría impedido de no haber existido el impedimento del sexo, pero en este mundo moderno al que Eleanor estaba a punto de unirse, muchas cosas antes inconcebibles eran ahora manifiestamente posibles.

Apenas notó el pinchazo de la aguja, pero el efecto del fluido al entrar en el flujo de su sangre fue inmediato. Lejos de sentir cierto acaloro, experimentó una extraña sensación refrescante, como si debajo de su piel fluyera un arroyo de montaña. Charlotte levantó los ojos del brazo y la miró, todavía sin soltar la jeringuilla.

– ¿te encuentras bien? -preguntó.

– Sí, eso creo -contestó ella, pero ¿lo estaba? ¿Qué sucedería cuando el escalofrío que ahora se extendía por su brazo llegara al corazón?

– ¿Qué sientes? -preguntó Darryl. Michael, mudo de espanto, se limitó a arrodillarse a los pies de la cama y estudiar su rostro.

– No se parece a nada que haya experimentado antes -replicó Eleanor-. Tal vez se parezca un poco a darse un baño de agua fría.

Unas gotas de sudor frío le perlaban la frente cuando Charlotte retiró la aguja y se apresuró a presionar el lugar donde le había pinchado.

– Lo mejor sería que permanecieras aquí tendida -opinó la doctora mientras dejaba caer la jeringa en la bandeja; luego, ayudó a Eleanor a apoyar la cabeza sobre la almohada.

Eso le vino bien a la muchacha, pues las paredes de la estancia empezaban a darle vueltas. Cerró los ojos, lo cual sólo empeoró la sensación de vértigo. Al abrirlos de nuevo, vio a Michael justo encima de ella. Concentró la mirada en el rostro del joven. Éste le había cogido la mano y ella fue capaz de notar cómo el sudor nervioso que le humedecía la mano a él se entremezclaba con su propio sudor helado.

Charlotte y Darryl permanecían de pie junto a él, y también parecían ansiosos. Eleanor se sintió conmovida al comprender que había sido capaz de encontrar tres amigos en aquellos parajes inhóspitos tan extraños. Eso le reforzó la moral y dio alas a sus ganas de vivir.

Tal vez la soledad en que había vivido desde que se había fugado con Sinclair de aquel hospital militar en Turquía no tuviera por qué ser algo permanente después de todo. Tal vez existiera una alternativa.

La gelidez interior se extendió por los brazos y los pechos. El hormigueo de la piel era una sensación muy parecida al modo en que abrían los pétalos de una flor nocturna.

Michael trajo una manta y la arropó en cuanto ella sufrió otra tiritona. Eleanor no pudo evitarlo: la escena le recordó mucho al viaje a bordo del Coventry, la travesía de aciago recuerdo que había terminado en el Polo Sur, y la noche en que Sinclair le había puesto encima todas las mantas y abrigos que logró encontrar… antes de que les atacara la tripulación del barco.

Luego, la sacaron del lecho y la cargaron de cadenas en la bamboleante cubierta.

Alguien le puso sobre los ojos una compresa caliente y, mientras yacía allí, se preguntó cómo sería su vida después de superar ese experimento totalmente nuevo, si es que vivía para contarlo, claro.

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