Ése fue el turno de Charlotte para sentirse desconcertada.
– ¿Qué notas? -preguntó ella, pero Michael le hizo un gesto para indicarle que le informaría de todo más tarde. Todavía quedaban por allí demasiados secretos sin salir a la luz.
– Decía que tenía la sensación de que le faltaba el oxígeno -continuó Michael-, como si sus pulmones no pudieran llenarse, no importa lo profundamente que inspira. También decía que tenía que pestañear mucho, para aclararse la visión.
– Sí, eso tiene sentido -asintió Darryl-. El mecanismo ocular también se vería afectado. Pero tengo que decir algo a favor de este tipo de sangre: se recupera maravillosamente, de una forma sorprendente. Tiene más fagocitos por mililitro que…
– En cristiano, que lo entendamos todos, por favor -le interrumpió Murphy y Lawson asintió a su vez, de acuerdo con él.
– Son células que consumen partículas extrañas u hostiles -les explicó Darryl-. Como un escuadrón de limpieza. Así que si juntamos este rasgo como su capacidad para extraer lo que necesiten de cualquier fuente exterior, se obtiene un sistema autorregenerativo muy eficiente. Hablando desde un punto de vista teórico, mientras su riego se vea periódicamente alimentado con nueva sangre…
– Su portador podrá vivir para siempre -concluyó Charlotte.
Darryl simplemente se encogió de hombros en señal de aceptación, y Michael sintió como si una mano fría se le hubiera deslizado bajo la camisa para acariciarle el pecho. Hablaban de aquellos ‹portadores› como si fueran sujetos anónimos de algún experimento médico, pero, de hecho, estaban hablando de Erik Danzing y Neil Ackerley y, la más importante de todos, Eleanor Ames. Estaban hablando de la mujer que había descubierto en el hielo y devuelto a la vida, una mujer con la cual había tocado el piano y de la que había registrado una entrevista en la grabadora, como si fuera alguna criatura procedente de una película de miedo.
El silencio se extendió de nuevo por la habitación, como si la revelación y sus ramificaciones les hicieran conscientes de lo que realmente estaban haciendo allí. Michael sintió además una extraña punzada de autoafirmación. Si hasta ese momento alguien guardaba alguna duda acerca de la validez de la historia de Eleanor, si es que aún quedaba alguna cuestión pendiente sobre cómo podría haber sobrevivido todos esos años, congelada bajo el mar…
Pero esto sacaba a la luz una nueva cuestión sin resolver: ¿no se podía hacer nada para poner remedio a la enfermedad? El reportero sabía que eso era lo que en ese momento estaba en la mente de todos.
Finalmente, Murphy interrumpió aquellas reflexiones cuando preguntó, tras inclinarse sobre la mesa, con los dedos tabaleando sobre el tablero:
– ¿Pasaría algo si no le suministramos nada y le da el mono? ¿Qué pasaría si la confinamos, medicada y tranquilizada, hasta que se le pase el síndrome de abstinencia? Total, chicos, tenéis por ahí más drogas de las que sois capaces de emplear.
Darryl frunció los labios e inclinó la cabeza hacia un lado en un ademán escéptico.
– Si me perdonas la comparación, sería como denegarle la insulina a un diabético. La necesidad no desaparecerá, sino que el paciente entrará en estado de shock, luego en coma y morirá.
– ¿Y cómo se supone que la vamos a mantener en condiciones? -inquirió Lawson, poniendo en voz la pregunta en la que todos estaban reflexionando-. ¿Comenzamos una campaña de extracciones?
– Pues te lo digo desde ya: a los reclutas no les va a hacer gracia alguna -repuso Murphy, y bufó.
– Si tenemos en cuenta las reservas actuales de sangre, las transfusiones terminarán constituyendo un problema a considerar en cuestión de cierto tiempo -sugirió Darryl, que miró alrededor, a los rostros que le rodeaban- Hasta que no consigamos una cura, asumiendo que pudiera existir, no veo cómo podemos evitar hacer algo así.
– Creo que puedo sugerir una solución -intervino Charlotte, y Michael supuso que eso precisamente era lo que ella había estado guardándose para sí-. Ha desaparecido una bolsa de plasma. Tal vez la haya colocado en cualquier sitio, aunque no me imagino cómo ha podido ocurrir eso. Pero ahora, bueno, creo que tengo alguna idea de lo que le puede haber sucedido.
Wilde apenas podía dar crédito a lo que estaba oyendo, aunque en su interior pensó que probablemente sería cierto.
– Pues mira qué bien -repuso el jefe, exasperado-. Cojonudo, pero cojonudo de verdad.
Michael sabía lo que pasaba por la mente de O’Connor: los interminables informes que debería escribir y la investigación interna que tendría que llevar a cabo con la finalidad de poder transmitir todo eso a sus superiores. Y en realidad, ¿cómo iba a hacerlo? Lo despacharían hacia Bellevue en un abrir y cerrar de ojos.
– Y que no se nos olvide que queda otro por ahí fuera -añadió Murphy-. Y aún está suelto.
‹El joven teniente›, pensó el reportero. ‹Sinclair Copley›.
– Pues la situación está bien peligrosa en el exterior -comentó Lawson-. A menos que haya regresado a la estación ballenera, probablemente habrá terminado en el fondo de alguna grieta a estas alturas.
– Que Dios te oiga -replicó Murphy.
Pero Michael no estaba dispuesto a rendirse con tanta facilidad, ni pensaba que eso pudiera estar bien. Teniendo en cuenta todo lo que aquel hombre había sobrevivido, ¿quién podría decir con certeza que había sucumbido a la tormenta o al medio ambiente extremo del Polo? Miró por la ventana, donde observó el tono claro del cielo y los remolinos de nieve, y comentó:
– Va a haber una mejoría en el tiempo. Podemos aprovecharla para ir en su búsqueda. Si hay algo que sepamos de ese tipo, es que tiene una poderosa voluntad de supervivencia.
– Y hay algo más también -aseveró Charlotte-. Tenemos lo que más le importa en el mundo. Alguien que él querría recuperar… a costa de lo que fuera.
La mano fría que se había deslizado por el torso del repostero antes volvió a hacerlo de nuevo y, para su sorpresa, le apretó el pecho como si fuera un torno.
– Charlotte lleva razón -finalizó Darryl-. Si hubiera que buscar un cebo, sin duda, tenemos el mejor.
CAPÍTULO CUARENTA Y CINCO
21 de diciembre, 23:00 horas
ELEANOR SE SENTÍA COMO un preso encerrado otra vez en su celda. La doctora Barnes le había dejado un vaso de agua y otra de esas pastillas azules, pero ella no quería tomársela ni dormir más ni ocultarse en la enfermería por más tiempo, sobre todo porque la tentación de la caja blanca de metal era demasiado grande. Se devanó los sesos intentando recordar su nombre. ¿Cómo la habían llamado? ¿Nevera? ¿Era así?
Con independencia del nombre, ella había visto el contenido de la misma: unas bolsas de aspecto similar al haggis escocés, sólo que no eran asaduras de cordero u oveja con cebolla, harina y hierbas embutidas dentro de una bolsa hecha con el estómago del animal, no: sólo estaban llenas de sangre.
Y sintió otra vez el apetito con tal intensidad que hasta las paredes perdieron su color y a menudo debía cerrar los ojos y esperar un poco para abrirlos de nuevo a fin de que todo volviera a la normalidad. También se le alteró la respiración, que fue más agitada y superficial. La doctora Barnes había percibido ese cambio, o al menos eso pensaba ella, pero Eleanor no podía explicarle la causa, y menos aún el remedio.
Y ahí estaba ella, sola una vez más, tal y como rezaban los versos del poemario de Sinclair, ése que solía recitar él: ‹Solo, solo, siempre solo, en este inmenso y vasto océano›. ‹¿Dónde estará Sinclair ahora? ¿En la iglesia, resguardado y a salvo, o perdido en la nieve, buscándome?›, se preguntó.
Paseó por la sala de arriba abajo, dando vueltas por la estancia como el tigre enjaulado que había visto una vez en el zoológico de Londres. Había percibido la soledad y el confinamiento del pobre felino incluso en aquel entonces. Hizo un esfuerzo enorme por mantener apartados de esa nevera los ojos y también los pensamientos, lo cual le condujo por derroteros oscuros, pero ¿cómo no iba a serlo? Le habían arrebatado por completo su vida anterior: su familia, sus amigos y hasta su propio país, y su existencia en el momento presente se reducía a una enfermería en el Polo Sur, y a una necesidad voraz que ni siquiera le dejaba pensar.