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Michael se arrodilló junto a Sinclair y vio un hilo de sangre entre los cabellos del británico que se estaba apelmazando en la parte posterior de la cabeza.

– Entonces, ¿qué es eso?

– Una bala de rebote -replicó O´Connor-. Estaba usando balas de goma y ha debido de rebotarle.

Murphy se acuclilló al otro lado del yunque y entre los dos depositaron con suavidad el cuerpo en el suelo; luego, le dieron la vuelta hasta dejarlo descansando sobre la espalda. El herido tenía los ojos en blanco y los labios se le habían vuelto azules. ¿Cómo afectaría eso a Eleanor? Michael no lograba pensar en otra cosa.

– Llevémosle de vuelta al campamento -dijo Michael-. Vamos a necesitar que Charlotte le eche un vistazo cuanto antes.

Murphy asintió y se puso en pie.

– Pero antes vamos a atarle…

– Pero se está grogui -terció Michael.

– Por ahora -replicó Murphy-. Y si se recupera, ¿qué, eh? -Luego se volvió a Franklin y le dijo-: Vamos a ponerlo en la parte trasera de mi motonieve. Y lo mantenemos en cuarentena nada más llegar a la base. Manda una bengala a Lawson para que sepa dónde estamos, listos para marcharnos.

Mientras Franklin salía al exterior para lanzar la bengala, Michael se puso a recordar la cuarentena de Ackerley, ahí metido en un cajón de embalaje en un almacén de comida, y en lo bien que había acabado todo.

– Ya conoces el procedimiento -avisó el jefe O´Connor a Michael-. Nadie necesita saber dónde está hasta nueva orden. ¿Lo pillas?

– A la primera.

– Y eso va sobre todo por la Bella Durmiente.

Michael estaba más que predispuesto a guardar el secreto. Total, ¿qué importaba uno más? Estaba cogiéndole el truco a eso de callar confidencias, pero no dejaba de preguntarse cuánto tiempo podían seguir así las cosas. Incluso aunque el resto del campamento no llegara a enterarse de la presencia de Sinclair, Eleanor era harina de otro costal. Hasta donde él sabía, existía una conexión psíquica entre Sinclair y Eleanor.

El vínculo era muy fuerte; tanto, que no debería extrañarse si ella ya estaba al corriente de que habían encontrado a Sinclair y que éste había resultado herido cuando estaba preparándose para ir a buscarla.

CAPÍTULO CUARENTA Y SIETE

22 de diciembre, 19:30 horas

EL PEZ SE DEBATÍA con tanta tozudez mientras Hirsch lo llevaba al tanque del acuario que estuvo a punto de escapársele de entre las manos.

– Espera, espera, impaciente -murmuró.

Al cabo de unos instantes lo echó a la sección del tanque reservada para su anterior espécimen de Cryothenia hirschii. El pez traslúcido nadó un poco y asomó la boca antes de parar y asentarse tranquilamente en el fondo del tanque, donde se quedó quieto, virtualmente inmóvil, como habían hecho sus congéneres. Aunque el nototenia perteneciera a una especie desconocida hasta el momento, cosa de la cual él estaba convencido, una cosa parecía clara: la observación de éste no iba a ser lo más emocionante del mundo para un profano en la materia. No había mucho que mirar. Ahora bien, a él, el bicho le iba a granjear una reputación en el ámbito de la comunidad científica, que era donde importaba.

Marginando el tema de la morfología general, simplemente la sangre daría pie a un millar de pruebas de laboratorio. Las glicoproteínas anticongelantes de la misma eran ligeramente distintas a las de cualquier otro pez antártico estudiado hasta la fecha y algún día podrían ser utilizadas para otros fines: anticongelante de las alas de los aviones, o aislante de las sondas de profundidad, o sólo Dios sabía qué más…

Sin embargo, ahora estaba enfrascado en un experimento aún más singular. En cuanto Charlotte Barnes había mencionado la desaparición de una bolsa de plasma, nadie lo había dudado ni un instante: la había cogido Eleanor Ames. Si la muchacha abandonaba la protección de Point Adélie para establecerse en el mundo real, primero debía superar esa terrible adicción. Darryl no era ningún necio: no había forma de satisfacer ni de mantener en secreto una necesidad insaciable como ésa y se hacía perfecta idea del precio que ella debería pagar: convertirse en el ojo de un huracán mediático.

Había tomado muestras adicionales de la sangre de Eleanor para realizar de inmediato análisis, pruebas y chequeos, pues tenía un pálpito tan descabellado como el problema planteado. La sangre de Ames tenía el mismo que la de Ackerley: el índice fagocítico se salía del mapa literalmente, pero en vez de eliminar las bacterias, esos fagocitos no engullían sólo bacterias, sustancias extrañas y el detritus celular del flujo sanguíneo, devoraban también los glóbulos rojos; primero los propios, y luego cualesquiera otros que pudieran ingerir por otras fuentes.

Ahora bien, ¿qué ocurriría si él era capaz de encontrar una forma de mantener estable el nivel del tóxico, el elemento que ayudaba a los infectados a permanecer con vida en las condiciones más adversas, al tiempo que introducía un elemento capaz de eludir la necesidad de recibir eritrocitos externos? En suma, ¿y si Eleanor era capaz de tomar prestados por un par de truquitos la hemoglobina libre presente en la sangre del pez del acuario?

El biólogo tenía pensado efectuar una docena larga de diferentes combinaciones sanguíneas; luego, las guardaría en probetas cuidadosamente marcadas y las conservaría a temperatura estable en el frigorífico. Su intención era comprobar la evolución cada cierto tiempo, y estaba a punto de repetir las pruebas cuando alguien aporreó la puerta del laboratorio.

Hirsch la abrió y Michael entró pisando fuerte. Sus botas húmedas hicieron un ruido como de succión cuando pisó la estera de goma.

– ¿Te apetece un refresco?

– Muy gracioso -replicó Michael, sacudiéndose la capucha para quitarse la nieve acumulada en ella.

– No estaba de guasa. -Darryl se acercó al minifrigorífico, sacó un botellín de extractos vegetales, lo descorchó y lo depositó sobre la mesa de trabajo-. ¿Dónde has estado?

– En Stromviken.

Sólo había una razón para ir allí, y el biólogo la sabía.

– ¿Lo encontrasteis?

Michael vaciló, pues Darryl quería saber demasiado.

– ¿Estaba vivo?

El recién llegado eludió la respuesta y se concentró en bajar la cremallera de la parka y doblarla encima de un asiento cercano.

– Olvídate de las órdenes de Murphy -le instó el pelirrojo-. Al final, va a tener que decírmelo de todos modos, ya lo sabes. ¿Quién más de por aquí sabe hacer un análisis de sangre?

– Lo hayamos vivo, pero no vino por las buenas -contestó Michael-. Resultó herido y ahora Charlotte se ha hecho cargo de él.

– Pero ¿está herido de mucha gravedad?

– Charlotte piensa que es una contusión leve y un rasguño en la cabeza.

– Así pues, ¿está en la enfermería? -concluyó el biólogo, listo para salir a la carrera y tomar nuevas muestras de sangre.

– No, en el almacén de la carne.

– ¿Otra vez estamos con ésas…?

– Murphy no quiere poner en riesgo a nadie de la base.

Aunque a regañadientes, Hirsch acabó por conceder la razón al jefe O´Connor. Después de todo, había visto a Ackerley en acción y nadie sabía qué podía ocurrir si reunían a Eleanor con esa otra alma en pena, que presumiblemente padecía la misma enfermedad que ella. Podía desembocar en una alianza de mil demonios.

– Bueno, ¿y qué tal va? -preguntó Michael, con un tono demasiado a la ligera para ser natural.

– ¿Qué tal va el qué?

– La cura. ¿Has encontrado algo que ayude a Eleanor?

– Si vienes a preguntarme si me las he apañado para resolver uno de los mayores y más desconcertantes enigmas hematológicos en el espacio de, oh, vaya, unos pocos días, la respuesta es no. A Pasteur le llevó su tiempo, ¿vale?

– Disculpa -replicó Michael.

Darryl se arrepintió de haberse mostrado tan cortante.

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