– Pero estoy haciendo progresos y tengo algunas ideas.
– Eso está genial -repuso Michael, visiblemente animado-. Tengo fe en ti. ¿Sabes?, creo que me voy a tomar una soda.
– Sírvete tú mismo.
Michael se acercó a la nevera, tomó un frasco y permaneció dando sorbos junto al tanque donde estaba el Cryothenia hirschii.
– Tengo fe, sobre todo porque se me ha ocurrido una idea descabellada -confesó al fin sin volverse a mirar a Darryl.
– Estoy abierto a sugerencias -replicó el biólogo mientras tapaba otro vial y lo rotulaba-, aunque no tenía ni idea de que éste fuera tu campo.
– Y no lo es. Mi idea era que Eleanor pudiera subir conmigo al avión de suministros.
– ¿Qué…?
– Si tú encuentras una cura o al menos una forma de estabilizar su condición -respondió Michael, volviéndose-, yo podría tutelar su regreso a la civilización.
– Su lugar no está en un avión -contestó Darryl-. Lo suyo es permanecer en cuarentena, eso o el CDC. [18] La chica tiene en la sangre una enfermedad con… serios efectos secundarios, digámoslo así. -Al pelirrojo le bastó mirar de refilón a Michael para ver lo poquito que le había gustado la frase- Esta mujer es de acceso prohibido. Eso lo sabes, ¿no?
– Por Dios, claro que sí -contestó el periodista; la simple sugerencia le había ofendido.
– Y ahora tenemos un segundo paciente con idéntico problema, por si lo has olvidado. Dime, ¿también planeas llevártelo contigo?
– Si tenemos una solución, sí -contestó Michael, aunque con mucho menos entusiasmo. Le dio un buen trago a la botella de soda-. En tal caso, sí lo llevaría.
– Es una locura -le censuró Darryl-. El avión tiene prevista su llegada dentro de nueve días. ¿La verdad? Creo que en él sólo vas a volver tú. Michael pareció abatido, pero resignado a lo inevitable, como si supiera que había probado suerte con un globo sonda lleno de agujeros.
– Lo que podrías hacer es hablar con Charlotte para que me dejara sacarle sangre a… ¿Cómo has dicho que se llamaba ese tipo…?
– Sinclair Copley.
– Pues eso, al señor Copley, y lo antes posible. Y ahora, en vez de distraerme con ideas estúpidas, deberías irte al sobre y echar un sueñecito. Tal vez mañana te despiertes con alguna ocurrencia más decente.
– Gracias. Seguro que algo invento.
– No veo el momento de oírlo -repuso Darryl, que ya había vuelto a su trabajo.
Michael debía hacer otro alto en el camino antes de irse a dormir. Joe Gillespie le había dejado tres llamadas cada vez más urgentes, y él lo había estado evitando. Había pospuesto esa conversación por un buen montón de razones. ¿Qué iba a decirle…? ¿Cómo iba a contarle que los cuerpos encontrados en un iceberg se habían descongelado al fin y se habían dado a la fuga? ¿Que ahora estaban vivos, y de hecho, encerrados bajo llave? Oh, sí, eso era fácil de vender en comparación con lo de Danzing y luego lo de Ackerley… ¿Cómo podía revelarle que los muertos habían revivido, chiflados, eso sí, por culpa de alguna enfermedad desconocida que los había transformado en protagonistas de una versión antártica de La noche de los muertos vivientes?
No dejaba de darle vueltas hasta dónde podía contarle sin que su editor pensara que se le habían aflojado todos los tornillos de la cabeza. Y entonces, ¿cuál sería la reacción de Gillespie? ¿Lo notificaría a la central de la NSF para que lo evacuaran de forma inmediata, tal y como estaba estipulado, o intentaría contar con el jefe de la estación? Y claro, ése no era otro que Murphy O’Connor, cuya última frase sobre el tema había sido:
– Lo que aquí sucede, aquí se queda.
Michael telefoneó a casa del editor por el teléfono vía satélite con la esperanza de que le saliera el contestador automático, pero Gillespie descolgó apenas hubo sonado el primer timbrazo.
– Espero no haberte despertado -dijo Michael, haciéndose oír por encima del débil eco de la estática.
– ¿Michael…? -contestó Gillespie prácticamente a voz en grito-. ¡Por Dios, mira que eres difícil de localizar!
– Sí, bueno, las cosas han estado patas arriba por aquí abajo.
– Espera un segundo, déjame apagar el equipo de música…
Michael bajó la mirada hasta el bloc de notas situado sobre la encimera. Alguien había garrapateado a Santa Claus encime de un trineo y lo cierto es que lo había hecho bastante bien. Eso le hizo recordar las navidades del año anterior. Kristin le había regalado una pequeña tienda de campaña y él a ella una guitarra acústica que jamás iba a tener tiempo de aprender a tocar.
– Bueno, cuéntame, ¿por dónde va la historia? -preguntó Gillespie, otra vez al otro lado de la línea-. Quiero que el departamento de diseño se ponga con la portada y la maquetación lo antes posible, y en cuanto tengas algo escrito, y no me importa lo poco pulido que esté ese borrador, quiero leerlo. -Hablaba tan deprisa que las sílabas se montaban unas sobre otras-. ¿Cuáles son las últimas novedades que tenemos sobre los cuerpos atrapados en el hielo? ¿Se han descongelado? ¿Has descubierto algo sobre su identidad?
«¿Y qué contesto a eso?», dijo el interpelado para sus adentros. «¿Le digo que no sólo sé quiénes eran, sino también sus nombres, y que lo sé porque me lo han dicho ellos mismos?».
– Estoy especialmente interesado en la chica -admitió Gillespie-. ¿Qué aspecto tiene? ¿Está totalmente deteriorada o es posible utilizar alguna foto chula a toda página sin asustar a los lectores más jóvenes?
Michael estaba sumido en un mar de dudas. Le apetecía empezar a soltar un montón de mentiras, pero no estaba dispuesto a revelar la verdad. La idea de describirle a Eleanor, de servírsela en bandeja como tema de una instantánea oportunista…
– Espero que esté lo bastante conservada como para poder exponerla en algún sitio -continuó Gillespie, escupiendo las palabras tan deprisa como una ametralladora disparaba las balas-. La NSF va querer exhibirla por ahí, de eso estoy seguro, y no me sorprendería que montasen alguna que otra exposición en el Smithsonian.
A Michael le dio un vuelco el corazón. Cuánto lamentaba la prisa con que había informado a Gillespie del hallazgo. Cuánto le gustaría volver atrás en el tiempo y cambiar eso, empezar otra vez. Sí, eso era, podía echar marcha atrás, y cayó en la cuenta de que podía empezar ya.
– ¿Sabes…? He sido demasiado rápido con el gatillo…
– Demasiado rápido con el gatillo -repitió Gillespie, y por una vez habló despacio-. ¿Qué significa eso?
¿Que qué significaba eso? Podía imaginarse la confusión del editor, cada vez mayor.
– Bueno, los cuerpos no resultaron ser lo que yo pensaba…
– ¿Qué diablos me estás contando? O son cadáveres o no lo son… No me hagas esto, Michael… ¿Qué intentas decirme exactamente?
Wilde sacudió el auricular mientras él hablaba para imitar las interferencias de la estática y al cabo de unos segundos intervino de nuevo:
– Perdona, esto se ha cortado unos segundos… ¿Puedes repetirme lo último, Joe?
– Te preguntaba si la historia es real o no. Porque si me estás tomando el pelo, te lo advierto: no me está haciendo ninguna gracia.
Wilde alargó el brazo del auricular cuanto pudo para lograr la mayor autenticidad posible y replicó:
– No te estoy gastando una broma. Supongo que me engañé yo solo. Tenía toda la pinta de ser una mujer, se parecía muchísimo, pero bueno, al final no lo ha sido.
– ¿Y qué era entonces…? ¿Una muñeca hinchable?
– El típico mascarón con forma de mujer situado debajo del bauprés… Es realmente soberbio. -Por el momento, Michael estaba asombrado de su propia inventiva-. Es muy viejo y bastante hermoso, pero al fin no había ninguna mujer. Ni tampoco un hombre. Lo de detrás sólo era más madera oculta en el hielo, aunque hermosamente pintada. Debió de formar parte de un barco naufragado. -Podía embellecerlo más, pero no le convenía, no fuera a ser que Gillespie se emocionara y le pidiera más fotografías del bauprés, y no sabía cómo iba a ingeniárselas para apañar un montaje-. No sé cómo decirte lo avergonzado que estoy, Joe.