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– ¿Avergonzado? -Michael le oyó débilmente-. Estás avergonzado… ¿Eso es todo? Estaba planeando convertirte en la estrella de Eco-Travel Magazine. Iba a gastar pasta de verdad y contratar una agencia de publicidad para que todos los medios de comunicación difundieran tu careto.

Con cada palabra pronunciada había calcinado literalmente sus posibilidades de ser noticia, ganar premios, cobrar fama y tal vez hacerse rico, Michael lo sabía perfectamente. Todo se desvanecía en el aire.

– Pero tengo más material de primera: una factoría ballenera abandonada, el último tiro de trineos de la Antártida, una tormenta estremecedora en el cabo de Hornos. Hay toneladas de material.

– Genial, Michael, es genial. Ya hablaremos tú y yo después del día 1, en cuanto hayas vuelto. Entonces podrás enseñarme lo que tienes de verdad.

– Dalo por hecho -contestó Michael, que evaluaba en silencio el daño causado a su carrera. Había tomado uno de esos momentos cumbre y le había prendido fuego.

– ¿Te sientes bien?

– Claro.

– ¿Y cómo va lo de Kristin? ¿Ha habido algún cambio?

Cazó al vuelo por dónde iba Gillespie. El editor sospechaba que la duración excesiva de la tragedia empezaba a hacerle mella y comenzaba a desquiciarle. Odiaba tener que explotar semejante situación, pero la aprovechó sin vacilar.

– Kristin ha muerto.

– Oh, mierda. Deberías haberlo dicho antes.

– Ya ves, entre eso y las extrañas condiciones de vida que hay aquí abajo, pues la verdad: estoy hecho polvo.

Se aseguró de confiar a su tono de voz una nota que ratificase que era así.

– Escucha, lamento de veras lo de Kristin.

– Gracias.

– Pero al menos sus padecimientos se han acabado, y los tuyos, también.

– Supongo.

– Bueno, vale, ahora tómatelo con calma y no fuerces las cosas. Ya hablaremos dentro de un par de días o así…

– Claro.

– Ah, otra cosita… Mientras, ¿por qué no vas al médico de la base para que te haga un chequeo? Asegúrate de que el doctor…

– Doctora, es una mujer.

– Bueno, que la doctora te eche un vistazo.

– Lo haré.

Michael agitó el teléfono por el aire y luego lo frotó contra la manga para crear un poco más de estática y ahorrarse de ese modo la necesidad de escuchar cualquier manida muestra de condolencia por parte de Gillespie. Murmuró una despedida en el auricular y cortó la comunicación.

Luego, permaneció sentado, con los antebrazos apoyados en las rodillas y las manos colgando en el aire. No estaba seguro, pero tenía la impresión de haber cometido la mayor estupidez de su vida. Él siempre se había guiado por el instinto, ya fuera a la hora de elegir una ruta para escalar la pared de una montaña, el curso de unos rápidos o qué cueva debía explorar, y en ese preciso momento había reaccionado del mismo modo: por instinto, y no estaba muy seguro de conocer la razón.

Únicamente sabía que una parte muy honda de su ser se negaba a entregar a Eleanor, la idea se le antojaba insoportable.

«Te has jodido tú solito y a conciencia», dijo para sus adentros.

Se arrastró hasta el comedor, donde se apoderó de un sándwich y un par de cervezas de la marca Sam Adams, cuya etiqueta, tan similar a un membrete, sólo le sirvió para acordarse de los albaranes y facturas sobre cuyos reversos Ackerley había escrito sus últimas notas.

El tío Barney había preparado unas bandejas con pasteles navideños: hombrecitos de pan de jengibre con un baño de azúcar rosáceo. Wilde tomó un par. Resultaba fácil pensar que el espíritu de la navidad reinara en un paisaje nevado como el Polo Sur, pero brillaba por su ausencia. Todos habían cantado las canciones preferidas de Danzing durante la ceremonia fúnebre, cierto, pero no había oído mucha música desde entonces. Una especie de mortaja pendía sobre Point Adélie y sus moradores.

Pensó en hacer una visita a la enfermería durante el camino de vuelta a su dormitorio, pero al final pasó de largo. No tenía corazón para enfrentarse a Eleanor en ese preciso momento y, menos aún, mentirle en lo tocante a Sinclair, tal y como se le había ordenado. Tenía serios problemas de conciencia, en especial después de haber desbaratado las cosas con Gillespie. Necesitaba estar a solas con sus pensamientos.

Y eso empezaba a convertirse en una constante demasiado habitual.

Aquello había comenzado como un interrogante fugaz hecho sin concederle mucha importancia, pero se había convertido en algo a lo que su mente volvía una y otra vez. ¿Qué iba a ser de Eleanor? Ella no podía quedarse en Point Adélie para siempre, eso era evidente, pero ¿cómo y bajo qué circunstancias podría marcharse? ¿Había trazado Murphy algún plan por su cuenta? Hasta donde él era capaz de prever, la señorita Ames iba a necesitar un amigo, no, más que eso, una persona conocida en quien ella confiara y también comprendió que se había asignado él solito ese papel sin pararse a pensarlo.

Observó su rostro cansado en el espejo del baño comunitario y resolvió afeitarse. ¿Por qué no hacerlo antes de acostarse? Total, en el Polo Sur todo se hacía al revés.

Pero no lo debía considerar la situación de la joven, también estaba la cuestión de Sinclair. El deseo de ambos era permanecer juntos, y ¿de qué servía entonces ese rol? Eso le convertía en una especie de carabina con el cometido de guiar a los dos amantes en un sorprendente nuevo mundo.

La cuchilla de le enredó en los pelos de la barba, más largos y resistentes de lo habitual, y acabó cortándose. Le aparecieron unas gotas de sangre en la mejilla y en el mentón.

Y si era sincero consigo mismo, ¿qué otro escenario esperaba? Removiendo en su interior, era consciente de que había sentimientos que no resistían un mínimo escrutinio. Él era un reportero gráfico al que le habían encomendado un trabajo, y eso era todo, por el amor de Dios. Debía concentrarse en eso. El resto sólo era un zumbido molesto en su cabeza.

Pasó una mano por el espejo para limpiar el vapor de un área y se observó. Tenía la mirada limpia, pero un tanto abotargada. «¿No estaré a punto de ser víctima del Gran Ojo?», se preguntó mientras se percataba de que también necesitaba un buen corte de pelo. El pelo negro era espeso, ingobernable y largo, y le cubría ya las orejas.

Un par de usuarios de la sauna estaban dale que te pego sin parar de hablar. Debían de ser Lawson y Franklin a juzgar por sus voces. Se echó un poco de agua fría sobre los cortes antes de darse una ducha rápida y regresar a su habitación.

Una vez allí se puso una camiseta nueva y un par de pantalones cortos antes de cerrar bien las cortinas. Jamás hubiera creído que llegaría a odiar la luz del sol, pero ahora… Se subió a la litera e intentó alisar un poco las sábanas. Había notado cómo Hirsch arreglaba la cama todos los días, pero él no veía motivo para hacer en Point Adélie algo que jamás hacía en su propia casa. Tiró de las sábanas para que la manta no le rozase las piernas y cerró todas las cortinas. Se tendió en el estrecho catre, apoyó la cabeza sobre la almohada de gomaespuma y permaneció con los ojos abiertos en medio de la semipenumbra.

Todavía tenía el pelo húmedo por la parte de detrás, de modo que levantó la cabeza de la almohada para frotárselo un poco y acelerar el secado. Cerró los ojos y respiró despacio a fin de relajarse, y lo hizo así otra vez, y otra, y otra, pero su mente aún era un hervidero de ideas en ebullición.

Le vino a la cabeza la imagen de Copley en el catre del almacén de carne después de que Charlotte le hubiera puesto seis puntos en la brecha de la cabeza. Habían cambiado de posición el cajón de los condimentos a fin de hacer sitio y habían enchufado varios calentadores ambientales. El jefe O´Connor había establecido turnos de vigilancia de ocho horas y había asignado el comedido a Lawson y Franklin. Michael se había ofrecido voluntario para montar guardia, pero Murphy había rehusado.

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