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– Nunca es fácil -repuso-; ni siquiera sé por qué lo intento.

La mujer aferraba la barandilla para mantener el equilibrio, pues el navío se mecía al compás de las olas a pesar de que el mar estaba relativamente en calma. Michael se dirigió hacia ella.

– Usted debe de ser el fotógrafo que andábamos esperando -aventuró.

– Sí. -Empezaba a sentirse como el alumno problemático de la clase-. Y usted debe de ser la doctora que llegó antes de tiempo.

– Ah, sí, claro, cuando uno viene del Medio Oeste se hacen las conexiones cuando se puede.

Se presentaron el uno al otro y Michael le echó una ojeada a su cámara.

– Está utilizando película -comentó.

– He tenido esta cámara durante diez años y la habré usado un par de veces. ¿Qué tiene de malo la película?

– La verdad es que está bien, pero le puede dar algunos problemas cuando empeore el tiempo polar. La película se rompe con bastante facilidad en temperaturas extremas.

Ella se quedó mirando a la cámara que tenía en la mano como si la hubiera traicionado.

– Sólo me la he traído porque mi madre y mi hermana insistieron en que debía llevar fotos de vuelta. -Entonces se le iluminó la expresión-. Quizá me pueda usted dejar algunas de las suyas. Ellas no se darán cuenta.

– Sírvase usted misma.

Los leones marinos balaron y después volvieron a sumergir sus cabezas bajo las olas.

– ¿Trabaja usted para la National Science Foundation? -preguntó Michael.

– Ahora sí -repuso ella-. Me gradué en medicina gracias a un préstamo blando para estudiantes y aún debo un pastón, espero liquidarlo con el dinero de la NSF. -Michael calculó por su aspecto que debería de llevar fuera de la facultad de medicina más de cinco o seis años-. Además, el hospital en el que trabajaba en Chicago está siendo investigado actualmente por seis agencias distintas. Me pareció un buen momento para marcharse.

– ¿A la Antártida? -Michael estaba anotando unas cuantas cosas mentalmente, pensando que sería un estupendo personaje para el artículo de Eco-Travel.

– ¿Sabe usted cuánto le pagan a alguien lo bastante loco para firmar por un contrato de seis meses? -Una racha de viento se alzó súbitamente, haciendo revolotear sus trenzas sobre los hombros, algunas de ellas teñidas de un cierto tono rubio-. Le puedo decir algo: seguro que más que en urgencias. De hecho, me enteré de este concierto gracias a un amigo que estuvo aquí hace un año.

– ¿Y vivió para contar la historia?

– Me dijo que le había cambiado la vida.

– ¿Y eso es lo que usted pretende? -le preguntó-, ¿qué le cambie la vida?

Ella se echó un poco hacia atrás y se hizo un silencio.

– No, qué va, la verdad es que estoy bastante contenta con mi vida -comentó, aunque le miró con una cierta cautela-. Parece usted bastante curioso.

– Lo siento -repuso él-, es un mal hábito. Va con el trabajo.

– ¿De fotógrafo?

– Me temo que también soy periodista.

– Ah, vale, al menos ya sé con quién me la juego, pero vayamos algo más despacio. Vamos a tener un montón de tiempo antes de ponernos al tanto, o eso creo.

– Lleva razón -replicó el, pensando para sus adentros que su técnica como interrogador debía de haberse oxidado un poco-. ¿Por qué no volvemos al asunto de las fotos y empezamos de nuevo?

Él rápidamente le dio unos cuantos consejos sobre fotografiar el mar, especialmente en las peculiares condiciones de luminosidad que se daban tan al sur, y después regresó a su camarote. ‹Tómate tu tiempo›, se recordó a sí mismo, ‹deja que tus personajes se abran por sí mismos›. En la puerta del camarote recordó que le habían dicho que se vistiera de forma apropiada para la cena, y pensó en buscar su camisa de franela menos arrugada y dejarla un buen rato debajo del colchón.

CAPÍTULO SEIS

20 de junio de 1854, 18:00 horas

AQUÉLLA HABRÍA SIDO OTRA noche más para Sinclair Archibald Copley, teniente del 17° regimiento de lanceros, de no ser por el desenlace tan inesperado de la misma.

Comenzó en el cuartela eso de las seis de la tarde con varias manos al écarté. En el transcurso de las mismas, el joven perdió a las cartas un total de veinte libras. Otra nueva petición de fondos no le iba a hacer mucha gracia a su progenitor, el cuarto conde de Hawton, quien había jurado no ayudarle más después de haberle comprado el grado de oficial en el ejército. No obstante, y a pesar de dicha promesa, había abonado de tapadillo la considerable deuda pendiente con el sastre de Sinclair y luego unas deudas impagadas al propietario oriental de uno de los establecimientos de peor reputación en el suburbio londinense de Bluegate Fields, donde el joven se había permitido lo que su padre había definido como «conducta depravada». Era poco probable que le negara una pequeña ayuda más a un hijo a quien de forma inminente iban a destinar a Crimea para luchar contra los ejércitos del zar.

– ¿Qué os apetecería cenar en mi club? -sugirió Rutherford mientras recogía sus ganancias-. Como invitados míos, por supuesto.

– Es lo menos que puedes hacer -repuso Le Maitre, el otro perdedor de la tarde, a quien todos conocían como Frenchie por el indudable eco francés de su apellido-. Al fin y al cabo, vas a pagar con mi dinero.

– Vamos, vamos -terció Rutherford al tiempo que se acariciaba unas extravagantes patillas de boca de hacha-, no nos pelemos por esto. ¿Y tú qué dices, Sinclair?

El interpelado tampoco tenía demasiado interés en acudir al Atheneum, pues también adeudaba dinero a varios miembros del club.

– Yo preferiría ir a The Turtle.

– Pues a The Turtle en ese caso -convino Rutherford, levantándose de la silla con dificultad, pues todos ellos tenían por costumbre empinar el codo sin cesar mientras jugaban-, y después, ¿qué os parece si le hacemos una visita de última hora a madame Eugenie?

El capitán Rutherford les guiñó un ojo a Le Maitre y Sinclair mientras guardaba las libras en el bolsillo de su pelliza escarlata. Estaba de buen humor, y tenía bueno motivos para ello.

Los tres oficiales de caballería anduvieron un tanto escorados por el alcohol en dirección a Oxford Street. Varios civiles se apartaron de su camino nada más verlos. El tercero chapoteó por las endonadas vías públicas de Londres hasta llegar a la esquina de Harley Street, donde la señorita Florence Nightingale había fundado recientemente un hospital para mujeres menesterosas. Sinclair se detuvo a contemplar a una preciosa joven de gorro blanco que se asomaba para cerrar las ventanas de la tercera planta. Ella también le vio; no era difícil, pues las charreteras y los botones dorados brillaban en la oscuridad. El teniente le sonrió. Ella se metió dentro y cerró las contraventanas, pero no sin antes haberle devuelto la sonrisa, o eso pensó él.

– ¡Venga, vamos, me muero de hambre! -gritó Rutherford desde el final de la calle.

Sinclair apretó el paso para dar alcance a sus compañeros, y juntos recorrieron el camino hasta llegar a The Turtle. A la entrada de la taberna había una esfera luminosa cuyo brillo incidía sobre el letrero de madera situado encima de la entrada; en éste se presentaba a una tortuga de color verde brillante de una forma inverosímil: el reptil se erguía sobre las patas traseras. Sinclair escuchó desde fuera el griterío de las conversaciones y el entrechocar de copas y la cubertería.

La puerta se abrió de golpe cuando un tipo obeso con sombrero de copa salió a toda prisa. Rutherford alargó la mano para mantener abierta la hoja y permitir la entrada de Le Maitre y Sinclair.

En el enorme hogar de piedra crepitaba un fuego. Grandes mesas de caballete ocupaban una estancia de techos bajos por la que se movían esquivando comensales varios camareros vestidos con delantales llenos de manchurrones, llevando en las bandejas pollos asados y grandes trozos de rosbif. Los parroquianos golpeaban la mesa con las jarras vacías para pedir que se las rellenaran, pero Sinclair no tenía hambre ni sed.

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