‹Venga ya, reparte a pachas›, quiso decir el hombre, pero era consciente de que esas reglas no se aplicaban allí. Si la cría pequeña no era capaz de buscarse la vida, sabía que los padres le dejarían morir de hambre. Lisa y llanamente, se estaba aplicando la supervivencia de los más dotados.
La criatura hizo un último intento de regresar al nido, pero el grandullón volvió a picotearle y darle aletazos hasta que le hizo retroceder con la cabeza gacha y las alas pegadas al cuerpo. Papá y mamá permanecieron impasibles, mirando en otra dirección.
Michael aprovechó su oportunidad: avanzó un paso y antes de que se escabullera el avecilla, a la que todavía no le habían terminado de salir las plumas, la tomó entre sus manos enguantadas, de donde sólo sobresalieron los negros botones de sus ojos y su cabecita blanca. Papá págalo emitió un chillido, pero él sabía que no se trataba de una reacción ante el rapto, sino ante la excesiva proximidad al nido y el heredero visible.
– Piérdete -dijo el hombre mientras sostenía al polluelo contra su pecho.
El viento le azotó la espalda cuando se dio media vuelta y lo llevó en volandas ladera abajo hasta el calor del salón de entretenimiento. ‹¿Cómo habría llamado Kristin al pajarillo abandonado?›, se preguntó.
CAPÍTULO TRECE
6 de julio, 16: 30
ASCOT SÓLO HABÍA SIDO una palabra para Eleanor, el nombre de un lugar que jamás conseguiría ver, no con ese salario suyo tan pequeño y menos aún sin compañía.
Y sin embargo, allí estaba ella, inclinándose cerca de la barandilla de madera mientras los caballos eran conducidos desde el paddock a los puestos de salida. Jamás había contemplado ejemplares tan soberbios de deslumbrantes pelajes, coloridos sudaderos por debajo de las sillas y los paños blancos envueltos alrededor del extremo inferior de las patas. Miles de personas: unos agitaban calendarios de carreras y despotricaban a voz en grito sobre damas, caballeros, jockeys y los caminos embarrados. Los hombres bebían de unas petacas y fumaban cigarros; las mujeres, o algunas al menos, las que a juicio de Eleanor tenían un aspecto más dudoso, caminaban pavoneándose de sus vestidos y haciendo girar las sombrillas rosas o amarillas. Todos reían, parloteaban de forma atropellada y se daban palmadas en la espalda. El resumen, era la escena más alegre y bulliciosa de la que había formado parte en su vida.
Notó la mirada de Sinclair fija en ella unos segundos antes de que él preguntara:
– ¿Lo está pasando bien?
La señorita Ames se sonrojó al pensar con qué facilidad debía adivinar sus pensamientos.
– Oh, sí -respondió ella.
El oficial pareció bastante satisfecho de sí mismo. Vestía para la ocasión ropas de civil: una levita de color azul oscuro y una limpia y almidonada camisa blanca rematada con un pañuelo de seda negra cuidadosamente anudado. El pelo rubio le llegaba justo hasta el cuello.
– ¿No le apetece un ponche de ron o una limonada fría?
– No, no -se apresuró a rehusar ella, pensando en el gasto adicional, pues Sinclair ya le había invitado a recorrer el trazado de la carrera en un carruaje privado y tres entradas, ya que Eleanor, en atención al decoro, no había querido viajar a solas con el joven teniente y él había tenido a bien invitar a pasar la tarde con ellos a la también enfermera Moira Mulcahy, su compañera de habitación en la pensión. Moira era una joven irlandesa entrada en carnes, sociable, a veces un tanto bruta, y de amplia sonrisa. Aceptó enseguida la invitación a Ascot.
Y cazó al vuelo la oferta de tomar algo con la misma prontitud.
– Oh, señor, a mí me encantaría tomar una limonada -pidió Moira sin apenas apartar la mirada de la tribuna situada detrás de ellos, donde se había reunido un gentío para presenciar la carrera más esperada de la tarde: la de la Copa de Oro.
– Caray con el sol, cómo está… -Moira hizo una pausa para buscar un sustituto elegante de ‹pegando›-. Hace un sol de justicia. -Esbozó una ancha sonrisa, satisfecha de su elección mientras Sinclair se excusaba para ir a por el refresco. Entonces codeó a Eleanor y le dijo-: Lo tienes en el bote.
La aludida fingió no entenderla, como si fuera otro de los refranes tan propios de Moira, pero el sentido era más que evidente.
– ¿Te has dado cuenta de cómo te mira? -se burló la irlandesa-. O dicho de otra manera, que no mira a ninguna otra. ¡Y menuda planta! ¿Estás segura de que no es un lord?
Eleanor no estaba segura de nada. El teniente seguía siendo un hombre misterioso en más de un sentido. Al día siguiente de haberle suturado la herida le había enviado una caja de mazapanes con frambuesas y una nota: ‹A la enfermera Eleanor Ames, mi dulce ángel de la guarda›. La superintendente Nightingale había interceptado el paquete en la puerta y cuando se lo entregó, lo hizo con un inconfundible gesto de desaprobación.
– Las conductas alocadas traen estas consecuencias -sentenció antes de volver al jardín, donde cultivaba sus propias verduras y frutas frescas.
La joven enfermera mostró ciertos reparos ante el cuerpo del delito, pero Moira ni siquiera se detuvo a mirar dos veces al paquete, del que retiró enseguida la cinta lavanda para metérsela en el bolsillo.
– Es demasiado buena como para desperdiciarla y a ti no te importa, ¿a que no?
Y luego se puso a dar saltitos a la espera de que la destinataria del regalo lo abriera y en cuanto lo hizo, la irlandesa metió la mano mientras Eleanor contemplaba maravillada la belleza y el dulce aroma afrutado de los mazapanes. Sostuvo en las manos como si fuera un cuadro valioso la tapa de la caja con una flor de lis estampada en oro y la leyenda Confections Douce de Mme. Daupin, Belgravia. Nadie le había enviado dulces con anterioridad.
El teniente Sinclair le hizo llegar una nota a través de un mensajero. En ella le preguntaba cuándo dispondría de tiempo para que él pudiera hacerle una visita, pero Eleanor le explicó que no disponía de tiempo libre, a excepción del sábado por la tarde y por la noche, ya que reanudaba sus tareas normales en el hospital el domingo a las seis y media de la mañana, a lo cual él replicó que en tal caso solicitaba su compañía la tarde del sábado siguiente, anunciando que no aceptaría una negativa por respuesta. Moira, que había asomado la cabeza por encima de su hombro para leer la contestación, le dijo que no debía negarse de ningún modo.
– Mira, mira, Ellie -dijo Moira cuando sonó una corneta y los corceles de carrera se reunieron y ocuparon su lugar detrás de una larga y gruesa cuerda, cuyos extremos estaban amarrados a los palos situados en los laterales de la pista ovalada.
– ¿Va a empezar la última carrera?
– Así es -le confirmó Sinclair, reapareciendo de entre la gente con dos vasos en las manos. Entregó uno a Moira y otro a Eleanor-. Me he tomado la libertad de apostar en vuestro nombre.
El teniente le entregó un resguardo con unos dígitos garabateados en un lado y un nombre en el otro: ‹Canción de ruiseñor›. La señorita Ames no lo comprendió del todo.
– Es el nombre del caballo -le aclaró Sinclair mientras Moira se acercaba para leerlo-. Parece una coincidencia afortunada, [11] ¿no cree?
– ¿Cuánto hemos apostado? -inquirió Moira con regocijo a pesar de que esa alegría contrariaba a Eleanor.
– Diez libras… a que gana -contestó.
Las dos muchachas se quedaron espantadas ante la simple idea de apostar diez libras a nada. Ellas ganaban quince chelines a la semana y una comida al día en el comedor del hospital. La posibilidad de perder diez libras en cuestión de minutos en algo como una carrera de caballos les pareció a ambas algo fuera de toda lógica, pero Eleanor supo que para su familia -integrada por los cinco hijos de un lechero de escasos posibles y una madre muy sufrida- habría sido algo peor que una estupidez: lo habrían considerado pecado.