– Ay, no, ¡pobre bicho!
Michael rió de mala gana. Kristin habría reaccionado exactamente del mismo modo: alarmándose más por el ave que por las personas involucradas en el accidente.
– ¿Y no te preocupa mi integridad? -inquirió, simulando cierta exasperación.
– Oh, sí, eso también, por supuesto. ¿Estás bien?
– Sobreviví, pero la teniente resultó herida, y tuvieron que evacuarla de vuelta a la civilización.
– Uf, qué mal rollo. -Se produjo una pausa, o tal vez fue una simple demora a causa de la lejanía-. Me preocupas de verdad, Michael. No te metas en nada demasiado peligroso.
– Jamás lo hago -contestó, y se arrepintió al instante, ya que eso los conducía al único tema de conversación que habían estado evitando, y a la única ocasión donde había dejado que sucediera algo estúpido y peligroso.
Karen debía de sentir algo parecido también, porque dijo:
– No hay muchas novedades respecto a Krissy, me temo…
Él ya se lo esperaba.
– Mis padres están muy esperanzados con la nueva estimulación y el programa de revitalización. Hacen sonar trozos de madera cerca de sus oídos y le encienden linternas cerca de los ojos. Encienden y apagan, encienden y apagan, y así. Lo peor de todo es cuando le ponen una gota de salsa de tabasco en la lengua. Ella odiaba el tabasco, lo sé de buena tinta. Lo hacen para ver si la traga o la escupe.
– ¿Y lo hace?
– No, y aunque los médicos y las enfermeras los animan para que sigan intentándolo, cero que lo hacen sólo para que tengan la sensación de estar haciendo algo.
A pesar de los miles de kilómetros de distancia, Michael fue capaz de apreciar la enorme carga de pesar y resignación que había en la voz de la joven. Karen no era una sentimental simplona ni una beata, pues aunque los señores Nelson eran luteranos y asistían a los oficios religiosos con regularidad, sus hijas habían abandonado esa fe hacía mucho tiempo. Kristin había desafiado a sus padres abiertamente y todos los domingos por la mañana salía a navegar con el kayak o a practicar el alpinismo en algún sitio. Por el contrario, Karen siempre había actuado con tacto y mano izquierda hasta que ellos dejaron de pedirle que asistiera y ella abandonó las excusas. El mismo abismo se había generado con el espinoso asunto de Kristin. Sus padres seguían en sus trece a pesar de los resultados de todas las pruebas mientras que Karen examinaba con suspicacia los TAC, discutía los últimos hallazgos de los médicos sin pelos en la lengua y sacaba sus propias conclusiones.
Michael conocía bien sus deducciones.
Después de haber terminado de hablar con ella descubrió que era incapaz de seguir sentado ni de quedarse metido entre cuatro paredes, un problema bastante común en él. Se puso el pesado equipo y se ajustó las gafas antes de salir solo al exterior. O’Connor se había mostrado taxativo sobre lo de salir acompañado: jamás podía abandonarse el recinto sin un compañero ni haber consignado el itinerario en la pizarra, pero él tenía previsto mantenerse cerca de la base, y no quería compañía, eso desde luego.
La bandera americana flameaba con fuerza, pues soplaba un fuerte viento racheado, y los chasquidos de la tela sonaban como si fueran disparos. Michael paseó alrededor del campamento, que se desplegaba adquiriendo una tosca forma rectangular. Vio los módulos principales, los de la administración, los comedores, los dormitorios y la enfermería, y luego las estructuras no incluidas en ellos, situadas ya colina arriba: los laboratorios de biología marina, glaciología, geología y botánica, y los cobertizos para los vehículos, pues la base contaba con su propio parque: motos de nieve, botes, niveladoras, todoterrenos llamados sprytes [10] que parecían jeeps con cadenas, y sólo Dios sabía qué más, todos ellos guardados en cabañas con tejados de aluminio y doble puerta cerrada con cerrojos no demasiado seguros, pues al fin y al cabo, ¿quién iba a robar algún vehículo? ¿Adónde iba a ir? Una docena de huskies siberianos de ojos azules como el hielo y pelajes grises permanecía en una cabaña retirada, donde habían esparcido paja fresca encima del suelo de tierra apelmazada. A veces, durante la noche, sus aullidos se confundían con el ulular del constante viento y se escuchaban fuera de los dormitorios como si fueran el lamento de espíritus penitentes.
En la jerga antártica, todo vehículo pequeño de tracción usado en caminos poco practicables.
Michael apenas distinguió las notas del piano acústico cuando pasó junto a las estrechas ventanas del salón de entretenimiento. Echó un vistazo al interior y cio cómo uno de los reclutas, creyó recordar su nombre, Franklin, se marcaba un ragtime de cabo a rabo mientras Tina, la corpulenta glacióloga, apretaba la pelota de ping pong con la regularidad de un metrónomo. Se había enterado de que ambos eran ‹tostaditos›, es decir, estaban irritables y se les olvidaban las cosas tras haber pasado en la estación la mayor parte del largo y oscuro invierno austral, cuando el sol jamás brillaba, apenas llegaban provisiones frescas y el mundo exterior bien podía haber estado en otro planeta. La verdad era que se merecían una medalla como la que había visto en la solapa de Murphy: una insignia de honor para poner en la solapa de las que le valían a uno reputación entre los de la base, y la respetaban por igual probetas y reclutas.
El viento le dio de lleno en el rostro en cuanto dobló la esquina del salón, y lo hizo con tanta fuerza que se las vio y se las deseó para no caerse y conservar el equilibrio. Eligió con cuidado su camino hacia la costa helada y bajó con cuidado por el pedregal de guijarros sueltos mientras el frío del vendaval se le metía por entre la ropa. Nunca estaba claro dónde terminaba la tierra y dónde empezaba el mar helado, pero eso en realidad importaba poco, pues el suelo rocoso era durísimo y resultaba difícil horadarlo o trabajar en él. A lo lejos logró atisbar una colonia de pingüinos mientras bajaba dando brinquitos sobre la ladera de una colina helada para luego deslizarse sobre el vientre y sumergirse en el agua. Alargó la mano enguantada y buscó a tientas el cordel de la capucha para sujetarla lo máximo posible y al fin logró cubrir toda la cara, salvo el espacio ocupado por las gafas de esquiar. El astro rey era frío y plateado como un carámbano mientras pendía en el cielo ligeramente más alto que la semana anterior, progresando de forma lenta pero inexorable hacia el horizonte meridional, y hacia el olvido. Había seis grados bajo cero la última vez que lo verificó, pero la sensación térmica era mucho más intensa a causa de ese viento gélido.
Alzó una mano de forma instintiva cuando un borrón blanquinegro le pasó rozando la cara. Volvió a pasar al cabo de un segundo. Era un págalo ártico, una de las aves más vengativas de la Antártida. Comprendió que debía de estar demasiado cerca del nido. Mantuvo el brazo por encima de la capucha, sabedor de que el pájaro siempre atacaba a la cabeza, la zona más elevada de cualquier intruso. Miró en derredor cuando el págalo pasó zumbando junto a su mano enguantada, pues no tenía deseo alguno de pisar a las posibles crías. A pocos metros de su posición se alzaba un altozano que ofrecía algo de protección frente a la ira del viento. La compañera del págalo atendía a dos polluelos en ese lugar. Debía de haber llegado del mar hacía muy poco, pues sostenía en el pico un krill todavía vivo que movía sus numerosas patas. El humano se alejó varios pasos y papá pájaro, aparentemente satisfecho por la retirada del intruso, regresó al nido.
Los dos polluelos se desgañitaban al piar por la comida, pero uno era mayor que el otro, y batía las alas con fuerza y picoteaba al pequeño en cuanto éste gorjeaba. El pajarillo se veía apartado del nido cada vez que esto sucedía, pero los padres parecían completamente imperturbables. La madre entreabría el pico curvo y soltaba el crustáceo ante la mirada desesperada del pequeño; entretanto, su hermano lo atrapaba en el aire y se lo tragaba entero.