Darryl dedicó la mayor parte de la primera semana a inventariarlo todo, ordenar el laboratorio, revisar los archivos y organizar un plan de trabajo. Su mayor deseo era zambullirse cuanto antes a fin de capturar sus propias especies, en su mayoría especímenes de los notables dracos o peces de hielo de la familia Channichthyidae, y llevarlos con vida a la superficie, que solía ser la parte más difícil del proceso, pues las criaturas acostumbradas a vivir en mar profunda estaban sometidas a unas condiciones glaciales y eran extremadamente sensibles a cambios de presión, temperatura y luminosidad. Hirsch ya había puesto en antecedentes a Murphy O’Connor acerca de sus necesidades y éste le había asegurado estar en condiciones de proporcionarle el equipo necesario para levantar y mover la cabaña de buceo siempre y cuando él cumplimentase por anticipado todo el papeleo exigido por la NSF. Tal vez O’Connor fuera un tipo de trato difícil y un tiquismiquis en lo tocante a las normas y a los reglamentos, pero Darryl tenía la impresión de que era alguien con quien se podía trabajar.
El biólogo había encontrado en una mesa próxima a la puerta una colección de CD de lo más ecléctico y un equipo de audio Bose tan bueno como cualquiera que hubiera comprado en casa. No sabía a quién darle las gracias, ¿a la NSF?, ¿a algún biólogo marino destinado allí antes?, pero fuera como fuese, le estaba muy agradecido. Puso un CD con el Concierto en Mi mayor de Bach -hacía mucho que había llegado a la conclusión de que éste y Mozart eran los compositores más adecuados para concentrarse-, y por eso no escuchó cómo alguien llamaba con los nudillos a la puerta. Apartó los ojos de la muestra que estaba preparando en cuanto percibió el soplo de aire helado. El periodista se echó hacia atrás la capucha con forro de piel y abrió la cremallera del anorak, dejando a la vista la cámara que llevaba del cuello.
– ¿Qué vas a fotografiar?
– Lawson y yo fuimos a la antigua factoría noruega de balleneros. Se me ocurrió que podría tomar unas cuantas fotos para dar ambiente.
– ¿Y lo conseguiste? -inquirió Darryl mientras depositaba un trozo de alga sobre un papel muy fino para luego ponerlo debajo de las lentes del microscopio.
– En realidad, no. Había demasiado ‹ambiente› esta mañana. La niebla velaba casi toda la luz y resultaba imposible captar nada.
– Avísame la próxima vez que pienses salir por ahí. Me gustaría ir.
Wilde se echó a reír.
– Sí, ya, claro. -Michael señaló las peceras y los botes con especímenes-. Ésta es tu idea del paraíso. Jamás podré sacarte de aquí.
Hirsch alzó los hombros, como si fuera a darle la razón, pero luego añadió:
– Eso no es del todo cierto. Mañana a primera hora voy a salir si el tiempo lo permite, lo cual es una condición básica en la Antártida.
Michael se subió a un taburete del laboratorio y se limpió de la manga unos copos de nieve.
– ¿De veras? ¿Y adónde vas?
– A rebuscar en el armario de Davy Jones [9] -repuso el científico, haciendo un floreo para dar dramatismo a la respuesta.
– ¿Vas a bucear?
– Eso pretendo. No veo por aquí ningún sumergible, ¿y tú?
– ¿Y qué vas a buscar?
Era una pregunta estupenda para la cual no había una respuesta fácil. Había llegado hasta aquellas tierras olvidadas por Dios por ese motivo.
– Hay quince especies de peces antárticos capaces de sobrevivir en condiciones donde ninguna otra es capaz -contestó, eludiendo de forma deliberada el binomio de latinajos del sistema de Linneo-. Pueden vivir a oscuras en aguas heladas durante cuatro meses. No tienen escañas ni hemoglobina.
– Dicho con otras palabras, su sangre es…
– … incolora, exactamente. Son de un blanco traslúcido incluso las branquias, y más aún, disponen de una especie de anticongelante natural, una glicoproteína o glucoproteína, una biomolécula compuesta de carbohidratos que impide la formación de cristales en el sistema circulatorio de esos peces.
– ¿Y vas a conseguir ejemplares de esos peces?
Resultaba evidente por el tono de voz de Michael que consideraba el asunto un tanto estrafalario, siendo suaves, pero Darryl estaba acostumbrado a semejante reacción.
– Atraparlos no es muy difícil, la verdad. Cuando nadan se mueven despacio, y se pasan la mayor parte del tiempo en el fondo del mar a la espera de algún pez más pequeño que nade muy lentamente o de algún desventurado krill antártico, un pequeño crustáceo similar al camarón.
– ¿Cómo reaccionarían si yo merodeara por esas aguas?
– ¿Quieres acompañarme? -inquirió el biólogo. El rostro del periodista dejaba claro que hablaba en serio-. ¿Sabes bucear?
– Tengo certificados de buceo en tres continentes -contestó Michael.
– Deberé verificarlo con Murphy y asegurarme de que está todo en orden.
– No te molestes -repuso el reportero, saltando del taburete-. Yo me haré cargo.
Wilde salió de la estancia antes de subirse siquiera la cremallera del anorak. Hirsch se preguntó si había hecho bien en invitarlo o si había cometido un despropósito. ¿Tenía Michael la menor idea de dónde se estaba metiendo?
Michael lo sabía perfectamente. Se sobreponía de inmediato cada vez que se le presentaba un nuevo reto o el menor atisbo de vacilación, a veces lo confundía con el instinto de preservación, pues era un adicto a la adrenalina y sabía que en aquellos momentos no había mejor antídoto contra la depresión, que de forma sutil siempre estaba allí presente. Si dejaba sueltos los pensamientos, por muy peregrinos que estos llegaran a ser, siempre acababa en el mismo destino: la cordillera de las Cascadas y Kristin. Sólo era capaz de hallar un poco de paz auténtica cuando se entregaba a algún desafío extremo o se las arreglaba para engañar a sus pensamientos y llevarlos en otra dirección.
La noche anterior se había descubierto cayendo a un abismo sin fondo y había hecho acopio de coraje para llamar al móvil de la hermana menor de Kristin. Aunque se hallaba en un mundo apartado, la base disponía de una potente conexión por vía satélite, cortesía del ejército de Estados Unidos, y era bastante buena, dejando a un lado algún que otro siseo de la estática y una demora significativa.
– ¿Telefoneas desde el Polo Sur? -preguntó Karen, asombrada.
– No exactamente, pero estoy bastante cerca.
– ¿Y hace un frío pelón?
– Sólo cuando sopla el viento, o sea, casi siempre.
Sobrevino un silencio, mientras las palabras recorrían el largo viaje hasta ella. Entretanto, ambos se preguntaron qué decir a continuación. Michael rompió el silencio y le preguntó:
– ¿Dónde estás ahora?
Karen se echó a reír. Maldición. Su risa se parecía demasiado a la de Kristin.
– No te lo vas a creer, pero estoy en una pista de hielo.
Michael la visualizó en el acto.
– ¿Estás en el Skate & Bake?
Era un café situado en los aledaños a la pista de hielo. La conexión se perdió y cuando volvió Karen estaba terminando:
– … chocolate caliente y una caña de crema.
La imaginó vestida con un grueso jersey de ochos y sentada en una mesa de bancos corridos.
– ¿Estás sola o te pillo con una cita interesante?
– ¡Qué más quisiera yo! Me he traído un libro sobre el juez William Hubbs Rehnquist. Ésa es mi cita interesante.
No le sorprendió ni un ápice. Karen era una joven rubia tan guapa y brillante como Kristin, pero siempre había tenido un punto de persona solitaria, e incluso aunque había muchos hombres que le pedían una cita, y algunas veces la conseguían, nunca salía con ninguno por mucho tiempo. Los libros parecían ser la muralla tras la cual salvaguardaba su intimidad, una forma de capear cualquier posible enredo emocional.
Conversaron un rato sobre sus clases y sobre si había tenido o no tiempo de asistir al servicio de asesoramiento jurídico, antes de que ella llevara la conversación al relato de aventuras durante el viaje de Michael hasta Point Adélie. Él le describió detalles sobre el trayecto a bordo del Constellation y de cómo había conocido a Darryl Hirsch y a la doctora Barnes. Cuando le describió el choque del albatros contra la pantalla de la torreta, ella exclamó: