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Al final, arrastró un saco de esas galletas redondas hasta el trineo y todos los canes se incorporaron en estado de alerta junto a sus estacas, fijadas a intervalos regulares, quizá definitivamente convencidos de que les estaban robando la comida, o tal vez esa reacción era debida a su olor personal. Sinclair había notado que desde Balaclava los animales solían ponerse nerviosos en su presencia.

El perro guía, una descomunal criatura de ojos azules como el ágata, ladró como un poseso y saltó hasta donde se lo permitía la correa sujeta a la estaca.

– ¡Calla! -le exhortó Sinclair, intentado mantener un tono de autoridad sin alzar la voz para evitar ser oído. Rezó para que el ulular del viento impidiera que alguien oyera los ladridos.

Mas el can saltó hacia delante cuando dejó la bolsa del trineo, y sólo le contuvo la corta cadena que iba desde su collar a la estaca.

– ¡Basta! -exclamó Sinclair.

Eleanor estaba encogida de miedo contra la pared, pero él acudió a su lado y la ayudó a meterse en la cesta del trineo.

– ¿Cómo vas a ponerles el arnés? -preguntó ella; la capucha le apagaba tanto la voz que apenas resultaba audible.

– Igual que he ensillado caballos toda mi vida.

A pesar de esa respuesta, lo cierto era que él mismo se estaba formulando la misma pregunta. No había esperado aquel conato de rebelión por parte de los canes, pero necesitaba acallar semejante griterío de inmediato o todo su plan se iría al garete.

Pasó al otro lado de la separación de madera y se encaminó hacia la parte delantera del arnés, la alzó y la movió para estudiarla. Le pareció bastante similar al usado para un tiro de cuatro caballos. Los demás huskies vigilaron los movimientos de Copley con atención, pero el líder de la manada no se quedó quieto y en vez de desgañitarse a ladrar, saltó sobre el intruso y salió despedido hacia atrás, retenido por la correa atada a la estaca hundida en el suelo. El perro guía se puso en pie de inmediato, chorreando baba por las fauces, y volvió a saltar, sólo que esta vez la vara se dobló primero y salió despedida del suelo como el tapón de una botella de champán, lo cual pareció sorprender incluso al propio animal, que pasó como una bala junto a Copley y se estampó el hocico contra la valla de madera. Kodiak se revolvió para abalanzarse contra el desconocido y en su acometida arrastró por los suelos la cadena y la estaca. Sinclair logró hacerse a un lado y frenó el ataque con un brazo. La cadena se enrolló en torno a otra, que seguía clavada en el permafrost a pesar de los tirones del can a ella amarrado. Kodiak necesitó unos segundos para liberarse y Sinclair aprovechó el respiro para ponerse detrás de la cerca de madera.

Eleanor gritó el nombre de su compañero, pero éste la aleccionó para que continuara en el trineo. El jefe de la manada se estaba aproximando al intruso en una dirección, pero cambió de idea cuando le vio refugiarse detrás del cerramiento de madera y se le abalanzó por el lado opuesto. El ataque le pilló a contrapié y Copley resbaló. Kodiak hundió los colmillos en la bota del intruso, traspasando con ellos el cuero. ‹¡Cuánto me gustaría llevar puestas las espuelas!›, pensó mientras forcejeaba para arrastrarse unos pasos más con el perro enganchado en su pierna. Engarfió las manos y se aferró a los tablones del suelo con las yemas de los dedos mientras se sacaba de encima el husky a puntapiés.

Las patadas surtieron efecto y el animal le soltó, cayendo hacia atrás sobre su lomo; en cuanto eso ocurrió, Sinclair se levantó dando tumbos y subió corriendo a un altillo, donde aprovechó el respiro para recobrar el aliento. El resto del tiro ladraba por lo bajinis, de modo que escuchó el roce de las patas de Kodiak mientras subía por los escalones. El perrazo llegó a lo alto de la angosta escalerilla y asomó la enorme cabeza con ojos llameantes de ira y las fauces abiertas.

Sinclair supo que debía matarlo, de modo que cuando el can guía se le echó encima, él desenfundó el acero y acudió al encuentro de su enemigo con la punta hacia arriba. Kodiak aulló cuando se empaló contra el sable con toda la fuerza de su carga y la inercia de su propio peso, obligándole a bajar el brazo de la espada. Sinclair cayó de espaldas junto al agonizante animal en una posición comprometida: el cuello del can le inmovilizaba la muñeca. Logró echarse hacia atrás y sacar el arma ensartada, pero ésta ya había cumplido su función: el husky se retorcía sobre el suelo cubierto de paja y cada vez más manchado por la sangre que manaba a chorros por la herida.

Copley logró alejarse un poco más para ponerse a salvo de cualquier acometida final por parte de su adversario, que borboteaba de forma agónica. Sólo entonces escuchó los gritos de Eleanor, que le preguntó con ansiedad:

– ¡Sinclair! ¿Estás bien?

– Sí -repuso él, intentando aparentar calma-, me encuentro bien.

Bajó la vista y miró allí donde los colmillos del husky habían rasgado el cuero. Sangraba por la herida de la pantorrilla; notó la mojadura creciente del calcetín. El bocado había sido de aúpa. Se puso en pie, dio un rodeo para evitar el cuerpo del agonizante can y bajó por las escaleras. La deslumbrante luz blanca procedente de una especie de esfera fijada al techo proyectaba sobre el suelo una sombra que iba dando bandazos.

Aquel mundo estaba lleno de maravillas, de eso estaba convencido. Una chimenea sin humo. Bolas de cristal dando luz. Abrigos de una tela como nunca había visto igual. Pero no todo era irreconocible. ‹No, el mundo no ha cambiado ni pizca en lo esencial›, caviló mientras se limpiaba la mancha escarlata de la mano.

CAPÍTULO VEINTISÉIS

13 de diciembre, 19:30 horas

NADA MÁS VOLVER AL campamento, Michael corrió de vuelta a su cuarto, donde cambió parte de su equipo fotográfico y fue en busca de Hirsch. Corría por la pasarela cubierta de nieve en dirección al laboratorio de biología marina cuando de tropezó con Charlotte.

– Bienvenido -le saludó-. ¿Me acompañas a comer?

– Lo primero es antes -contestó él al tiempo que alzaba la cámara que llevaba colgada al cuello-. Han pasado horas desde que fotografié el bloque de hielo por última vez.

– Pues por otra horita más no vas a morirte -replicó ella, tomándole del brazo y arrastrándole en la dirección opuesta a la que él seguía-. Además, Darryl está en el comedor.

– ¿Estás segura? -inquirió él, resistiéndose a avanzar.

– Del todo, y ya sabes qué poquito le gusta que alguien fisgue en su laboratorio sin estar él presente.

Hirsch era muy territorial, y Michael lo sabía, pero habría estado dispuesto a arriesgarse si la doctora no se hubiera colgado de su brazo con tanta insistencia y si el viaje hasta la vieja factoría ballenera no le hubiera abierto un gran apetito. Se dijo a sí mismo que comería a toda prisa y luego arrastraría a Darryl hasta el laboratorio.

La doctora Barnes le informó durante el corto trayecto hasta el comedor que acababa de atender a Lawson, que se había hecho daño en un pie cuando le había caído encima un equipo de esquiar, pero a Michael le seguía costando centrarse, pues tenía la urticante sensación de que se estaba perdiendo algo y la picazón iba a más cada vez que la cámara le rozaba el pecho.

– Ahora mismo no hay nadie en la enfermería -le dijo Charlotte mientras subían la rampa que conducía a la zona común-, y voy a decirte algo: este trato de venir a la Antártida habrá merecido la pena después de todo si consigo mantener la portería a cero durante los próximos seis meses.

Una vez dentro, se deshicieron de sus abrigos y demás indumentaria antes de llenar hasta arriba los platos de estofado de ternera, un arroz viscoso y pan hecho con levadura natural, pues en el Antártico no se estropeaban las bacterias necesarias para la fermentación de la masa madre.

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