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Cada vez tenía más claro que debía saquear ese pajar. Había ropas, comida, incluso si sólo valía para los perros, y sobre todo: su arcón.

– ¿Qué ves? -preguntó Eleanor con un hilo de voz.

– Nuestro próximo objetivo.

Se bajó del taburete y empezó a ponerse las ropas otra vez.

– ¿Ya se han secado? -preguntó la muchacha-. Si todavía están mojadas…

Él echó mano al sable e intentó sacarlo de la vaina. El acero se resistió durante unos instantes, pero al final salió limpiamente. Confiaba en no tener que desenfundarlo, pero más valía saber que podía hacerlo por si las cosas se torcían en un momento dado…

– ¿Qué quieres que haga? -inquirió Eleanor con voz suave y también débil. Ella no había puesto a prueba sus fuerzas, Sinclair lo sabía, y ya puestos, él tampoco. Se preguntaba si la joven una a estar en condiciones de viajar, como sin duda deberían hacer, y en especial en el mismo clima hostil con que se habían topado la última vez.

– Quiero que vuelvas a vestirte -repuso él mientras tomaba el chal del taburete donde lo había puesto- y me acompañes.

Ella se puso en pie con paso vacilante y se echó sobre los hombros el chal todavía caliente a causa del contacto con el radiador; luego, deslizó los pies dentro de los zapatos y se agachó hasta encajarlos bien.

– Pero, ¿y si esperásemos aquí? ¿Quién dice que van a hacernos daño?

– Si esta gente tiene el menor atisbo de decencia no le hará nada a una enfermera -admitió él, todavía atareado en la tarea de anudarse las botas -, pero tal vez no se comporten con la misma cortesía ante una enfermera con tu peculiar afección -matizó mientras se ponía de pie y le miraba a los ojos-. ¿Cómo ibas a explicárselo?

Ni siquiera necesitaba entrar en detalles sobre los problemas adicionales a los que podía enfrentarse un oficial británico con la misma dolencia si caía en poder de las manos equivocadas. Su estancia en Oriente le había enseñado a dar por hecho una sola cosa: la crueldad sin límites con que se ensañan los hombres entre sí.

También había aprendido a no confiar en nadie. Uno debía reconocer y evaluar el terreno por sí mismo si valoraba su vida un centavo. De lo contrario, podía encontrarse en un grave aprieto, como, sin ir más lejos y por poner un ejemplo descabellado, cabalgar de frente contra los cañones de una batería rusa.

Tras haberla arropado para que estuviera lo más abrigada posible, se subió de nuevo al taburete y verificó que los dos ocupantes del trineo se habían marchado. Entonces, bajó de un salto, se encaminó hacia la puerta y la entreabrió un poco para husmear. Sólo acudió a su encuentro un golpe de viento ululante, de modo que salió al exterior.

Miró a uno y otro lado sin ver a nadie. Sólo divisaba una gran explanada ocupada a intervalos por unos sombríos edificios achaparrados que no eran de madera, sino de plomo o algún otro metal. El cielo tenía ese mismo brillo broncíneo que recordaba haber visto desde la cubierta del Coventry cuando el albatros blanco como la nieve se posó sobre el penol y contempló impasible cómo les cargaban de cadenas a él y a Eleanor antes de arrojarlos a las heladas aguas del océano.

La joven salió detrás con suma cautela, cerró los ojos y levantó el rostro para que lo bañase el sol. Él la miró: la piel de su compañera parecía tan lisa, blanca y exánime como el mármol. Su melena castaña tremoló libremente alrededor de las mejillas mientras entreabría los labios para tomar una bocanada de aire gélido como quien va a saborear un manjar exótico, pues, por una parte, no dejaba de ser lo que era: un soplo de viento, helado e inmaculado como un glaciar, que les fustigaba el rostro, pero por otra parte, aun siendo frío, tan frío y gélido que les ardían las mejillas y les hormigueaban los dedos, también era el sabor, el aroma y la sensación de estar vivos. Habían permanecido presos y sin ser perturbados en su celda de hielo durante años, tal vez durante siglos, y aquello les devolvía la dolorosa bendición de la vida incluso más que la rotura del témpano o el aire caliente del radiador. No Sinclair ni ella despegaron los labios, se limitaron a permanecer allí, en lo alto de la rampa nevada, saboreando la fisicidad del mundo, incluso aun cuando fuera uno tan hostil e inhóspito como ése.

Al otro lado, uno de los perros levantó la vista del plato que lamía y soltó un gruñido por lo bajinis. Eleanor abrió los ojos y le miró.

– Sinclair… -comenzó, pero enmudeció de pronto-. También hay un trineo. -Sus ojos recorrieron el lóbrego callejón y siguieron en dirección a las lejanas montañas-. Pero ¿adónde iremos?

– Los perros lo sabrán. Lo más probable es que estén acostumbrados a ir a algún sitio.

La tomó de la mano antes de que ella se la ofreciera e inició la bajada de la rampa, aunque sus botas de lancero no se adaptaban bien a una superficie de hielo y nieve, y resbaló en más de una ocasión. La funda del sable golpeteaba sin cesar contra el pasamano de metal y Copley miró en derredor, alarmado, pero el bramido del viento sofocaba cualquier ruido y era dudoso que alguien lo hubiera escuchado. Corretearon juntos por la calleja y entraron en el interior iluminado del cobertizo, donde sólo les separaba de los canes una cerca de poca altura.

Eleanor ya estaba exhausta y las rodillas le temblaban. Se apoyó sobre la pared mientras Sinclair se dirigía hacia el estante de la ropa, donde eligió una prenda hinchada pero suave como la seda, aunque la tela carecía de lustre, y obligó a la muchacha a ponérsela. Pesaba mucho menos de lo que cabía imaginar y era lo bastante grande para envolver dos veces a la mujer, que al moverse arrastraba por los suelos el dobladillo. Recordaba mucho a una cogulla de monje si se echaba hacia delante la capucha. Las tiritonas de la joven cesaron poco después de haberse puesto semejante abrigo.

– Ponte uno tú también -le instó ella.

El interpelado rebuscó en el montón y eligió otro más corto que el de Eleanor, decantándose por un sobretodo rojo con una cruz blanca grabada en las mangas y en la espalda. La zamarra en cuestión le colgaba suelta a la altura de los muslos, pues no encontraba la forma de cerrarla. Al advertir las tiras metálicas de ganchos de ambas partes, apretó una contra otra, convencido de que los dientes encajarían de algún modo, pero no fue así. Por fortuna, también había botones debajo de las tiras y descubrió la forma de abotonarla, haciendo presión.

Los canes estaban intranquilos ahora que habían terminado de comer. Varios permanecían sobre las cuatro patas y sin perder de vista a los intrusos. Uno de ellos rompió a ladrar cuando Sinclair se acercó al saco de la comida, sin duda pensando que iba a recibir una segunda ración, pero Copley hundió una mano en la bolsa y la sacó llena de unas bolitas redondas similares a un perdigón. Se las acercó a la nariz para olisquearlas. Su olor recordaba levemente el efluvio de los cabellos. Se llevó una a la boca y comprobó que tenía una textura arenosa, pero resultaba aceptable. Se tragó esa bolita y luego comió un puñado entero. Era crujientes, pero ni de lejos tan duras como las galletas del barco.

– Toma -dijo mientras le ofrecía un puñado a Eleanor-. El sabor no es gran cosa, pero no te creas, son mejores que las raciones del ejército.

El olor pareció descomponerle el estómago, pues ella se echó hacia atrás al tiempo que expresaba su negativa sacudiendo la cabeza. Sinclair llenó de bolitas uno de los voluminosos bolsillos del abrigo rojo. No había tiempo para discutir en ese momento. Tenía mucho trabajo por delante.

Se dirigió al arcón, guardado al fondo del refugio, y se arrodilló junto a él. Habían desaparecido las cadenas, el cierre estaba roto, y la tapa, prácticamente desprendida. En su interior encontró su empapado sobretodo de campaña, las espuelas, el casco, un par de libros que parecían milagrosamente indemnes, aunque seguían helados, y por último tres botellas intactas y todavía etiquetadas, aunque la leyenda ‹Madeira. Casa del Sol. San Cristóbal› era ya ilegible. Tomó éstas en primer lugar y las envolvió con cuidado en el sobretodo de campaña. Luego, guardó con cuidado el fardo en la cesta del deslizador. Entonces descubrió las bolsas de carga vacías que corrían desde la parte frontal del trineo hasta el montante de la parte superior, y las llenó hasta los topes con todo lo que le pasó por la cabeza, desde la silla de montar a los libros.

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