– La clave es la racionalización -le había explicado el biólogo-. Me digo a mí mismo que estudiando a unos pocos puedo salvar a todos los demás. El primer paso para conseguir que el mundo conserve sus recursos naturales es concienciar a la humanidad de que están en peligro. -Tomó un pez muerto por la cola y lo levantó para depositarlo en otro cubo lleno de hielo-. Y si trabajo lo bastante deprisa, puedo tomar una interesante muestra de sangre incluso de éste.
El trineo se dirigió hacia el interior tras pasar por delante de la caseta de inmersión y varios perros empezaron a soltar gañidos de gozosa expectación. Los patines cortaban la nieve mientras el deslizador coronaba la pendiente de una colina baja desde cuya cima Michael pudo divisar la base. Vista desde esa atalaya los módulos, los cobertizos y los almacenes guardaban un gran parecido con los bloques de plástico de Lego con los que tanto había jugado de pequeño, aun cuando los edificios eran de diseño mucho más tosco. No pasaban de ser una colección de construcciones negras y grises con enormes círculos fosforescentes pintados en las techumbres a fin de que la estación pudiera ser localizada con mayor facilidad por los aviones de avituallamiento durante el largo y oscuro invierno austral.
Si ya era difícil vivir allí con la luz continua del estío, Michael no se hacía la idea de cómo podía alguien sobrellevar todo un invierno en el Polo Sur.
Danzing se removió en la cesta y alzó la cabeza.
– ¿Ya hemos llegado?
– Casi -contestó el periodista: ya podía ver el asta. El viento soplaba en una dirección determinada con tal fuerza que la bandera americana parecía una tela lisa y planchada-. Pero mira, ahora que te has despertado, aprovecho para preguntarte: ¿Qué les dices a los perros para que dejen de correr?
– Prueba con ‹so›.
– ¿Cómo que pruebe…?
– No siempre funciona. Tira con fuerza de las riendas hacia atrás y pisa el freno.
El reportero bajó los ojos hacia la barra de metal con dos pedales que hacía las veces de freno y se dispuso a pisarlo en cuanto el trineo estuviera a cien metros del cobertizo de los perros, pues no se fiaba ni un pelo de que aquello fuera a detenerse de golpe.
Wilde escuchó el runrún de una motonieve procedente de la línea costera y no pudo evitar compararlo con el deslizamiento del trineo, suave y natural. Él no estaba en condiciones de satanizar a la tecnología, pues como fotógrafo su trabajo dependía de los últimos aparatitos disponibles en el mercado. Demonios, jamás habría estado allí de no existir aviones y se habría encontrado con muchas películas rotas, arañadas o dañadas por el frío de no haber existido las cámaras digitales; pero aun así, pese a todo, el motor estridente de la motonieve echaba a perder la quietud perfecta de la mañana del estío austral. Por otra parte, daba la impresión de que iba a llegar a la base justo detrás de él. Volvió la vista atrás atraído por el silbido que provocaba al pasar sobre el hielo. Parecía un gusano negro arrastrándose sobre el tablero de una mesa. Se preguntó si no la pilotaría su amigo el pelirrojo, cargado con especímenes recién pescados.
El cobertizo de los huskies se hallaba en la parte posterior de la base, lejos de los módulos de la administración y de los dormitorios, allí donde los laboratorios se topaban con los cobertizos del equipo y los generadores, los cuales habían ubicado lo más lejos posible de los dormitorios, pero pese a todo, las noches de poco viento Michael era capaz de oír el continuo ronroneo de los mismos.
– Preocúpate cuando no oigas esa bulla -le había contestado Franklin durante el desayuno una mañana en que tuvo la ocurrencia de quejarse contra ese zumbido.
Los canes tomaron el estrecho sendero que discurría por delante del almacén de muestras, del garaje donde se guardaban sprytes, motonieves y demás parque automovilístico, y del laboratorio de biología desde el cual salía un sinuoso callejón; el tiro de perros lo enfiló para dirigirse hacia su propio cobertizo.
– ¡So! -aulló Michael, sin lograr una disminución apreciable de la velocidad.
Entonces, pisó con fuerza el freno y enseguida sintió cómo las puntas metálicas del mismo se hundían en el permafrost, ralentizando la velocidad del trineo, pero no lo bastante como para tener una llegada tranquila.
– ¡So! -volvió a gritar al tiempo que echaba hacia atrás para reforzar con todo su peso el tirón que dio a las riendas, y no suavizó un poco la intensidad hasta que el arco delantero del patín se levantó varios centímetros, momento en que los perros empezaron a aminorar el paso.
Kodiak notó la presión de la cogotera en el cuerpo y dejó de correr para ponerse al trote. El resto del tiro le imitó de inmediato. Los patines corrieron con sigilo sobre el hielo y la nieve hasta llegar al cobertizo de los canes, una suerte de pajar iluminado por una deslumbrante luz blanca, pero que a juzgar por la reacción de los animales, debía de parecerles el Ritz.
– Buen trabajo, Nanuk -le felicitó Danzing mientras se las arreglaba para incorporarse y salir fuera del cobertizo-. ¡Cómo le pisas…!
Los ladridos de los huskies y el siseo de los patines al acuchillar el hielo hizo que Sinclair pudiera escuchar la llegada del trineo, aunque no se atrevió a abrir la puerta para ver qué había fuera, pues hasta donde él sabía, podría haber apostado un guarda justo a la entrada.
Tampoco había ventanas propiamente dichas, pero encima de la puerta descubrió un estrecho panel de cristal situado cerca del falso techo. Acercó con sigilo un taburete y se subió a él con el fin de poder echar una mirada. Los calcetines todavía empapados emitieron un sonido de chapoteo. El ladrido de los perros se escuchaba no muy lejos de allí, pero apenas logró ver nada por culpa de la nieve y el hielo incrustados en el hueco.
Sin embargo, había algo muy similar a un pomo por su lado del panel. Tenía aspecto de ser una manivela, así que alargó la mano y la giró. El fondo de la ventana se levantó ligeramente, haciendo caer un poco de nieve. La giró de nuevo y consiguió entreabrir el cristal unos centímetros a través de los cuales disponía de cierta visibilidad. El fuerte viento racheado resultaba casi disuasorio a pesar de lo estrecho de la ranura.
Entrevió un callejón de hielo apelmazado por el que pasaron como bólidos unos perros de aspecto lobuno que tiraban de un trineo con dos hombres a bordo: el conductor vestía una voluminosa prenda de abrigo con capucha y el pasajero llevaba en torno al cuello un abalorio hecho de huesos. El deslizador se detuvo dentro de una cochera, por cuyas puertas abiertas surgía una luminosidad perfectamente apreciable a pesar de que debía de ser mediodía, a juzgar por la luz exterior. Los viajeros bajaron de un salto. Sinclair no escuchó la conversación de esos dos hombres, pues tenía la atención fija en el fondo de la perrera.
Ahí estaba su arcón y, dentro, su reserva de botellas.
Los hombres echaron hacia atrás las capuchas y se quitaron una especie de gafas oscuras muy pesadas. El conductor era un joven alto, tal vez de la misma edad que Sinclair, de melena negra. El otro tipo era más entrado en años y también más fornido, llevaba barba cerrada y tenía los pómulos salientes típicos de los eslavos. Ninguno de los dos vestía nada que sugiriese un uniforme u otro indicio de prestar servicio a bandera alguna, lo cual tampoco le servía de mucho. Copley había llegado a ver soldados tan sobrecargados con la impedimenta, que cuando llegaban exhaustos al frente tenían más aspecto de vándalos que de soldados de Su Majestad.
El hombre barbado se puso a desatar los tiros individuales que unían el arnés de cada perro con el tiro principal, mientras el conductor llenaba unos cuencos con comida extraída de un saco. La escena le recordó a sus propios caballos y carruajes en sus fincas de Wiltshire. Los perros fueron sujetos a estacas situadas a varios pasos de distancia unas de otras. Todos mantenían fijos los ojos en los cuencos conforme el joven se los acercaba, y mientras los perros devoraban la comida, el tipo de más edad colgó su sobretodo en un gancho de la pared, pero resultó que debajo iba también abrigado. Sinclair vio una amplia variedad de prendas, sombreros y guantes, e incluso otro par de anteojos colgados en torno al cuello.