– ¡Monta! -le advirtió Danzing.
Michael afianzó las botas en los patines en el preciso instante en que el trineo tomó impulso y avanzó sobre la nieve y el hielo. El musher se había tomado la molestia de orientar el deslizador, por lo cual el conductor novato no necesitó realizar giro alguno, pero aun así, la tarea era mucho más difícil de lo previsto. La superficie estaba llena de piedras, grietas y baches por muy lisa que pudiera parecer. El trineo se estremecía cada vez que pasaba sobre uno de esos obstáculos y las piernas soportaban cada sacudida. La única actitud posible era mantener el equilibrio sobre los patines.
– Más suelto el cuerpo… -le aconsejó el conductor, volviéndose para hablar hacia atrás.
‹Es más fácil decirlo que hacerlo›.
Aun así, procuró distender los hombros, flexionar algo los brazos y abrir un poco más las piernas.
– Si quieres que corran en línea recta, grita ‹tó recto› -le explicó Danzing. Michael tardó un poco en entender esas palabras a causa de la fuerza con que el viento azotaba su capucha, pero al final las descifró.
‹De acuerdo, es fácil recordar esa orden›.
– Y si quieres aminorar la marcha, tira de las riendas y grita ‹despacio›.
Michael no tenía la menor idea de a qué velocidad iban en esos momentos, pero la sensación de rapidez era increíble. Se sujetó al pasamanos y fue dando botes mientras el paisaje nevado pasaba por ambos lados a una velocidad de vértigo. La experiencia como pasajero había sido muy diferente, pues iba caliente y protegido, y estaba a pocos centímetros del suelo, pero permanecer de pie era harina de otro costal: el viento le alanceaba el semblante y le azotaba las ropas hasta hacerlas flamear con un sonido muy similar al de la bandera sobre el asta en Point Adélie. La experiencia era agotadora y vigorizante al mismo tiempo.
Los perros del tiro levantaban con las patas una nube de nieve que le entumecía los labios y le cubría las gafas como gotas de nieve. Alzó con cuidado una mano enguantada a fin de limpiar los cristales de las mismas y luego volvió a sujetarse al listón.
Cuando se acostumbró a la cadencia del equipo de huskies y al deslizamiento del trineo, que zumbaba sin cesar, empezó a relajarse y fue capaz de mirar más allá de las cabezas lanudas y las colas de los canes. Miró a lo lejos, estaban todavía demasiado distantes para poder ver la base, y en vez de eso, sólo podía contemplar un continente de hielo, nieve y permafrost interminable, mucho mayor que Australia, como bien sabía, pero tan desolado que en el interior semidesértico y árido del continente australiano le parecía superpoblado.
El trayecto del trineo apenas se apartó de la línea costera. Ésta era un hervidero de vida en comparación con el interior, pues las focas no jugueteaban tierra adentro ni tampoco volaban por allí los pájaros; de hecho, no crecía ni el más molesto liquen. A pocos kilómetros de la costa había un desierto desprovisto de vida y más hostil a la misma que en ningún otro lugar del planeta. Los hombres habían encontrado una forma de llegar al Polo Sur. Eran capaces de sobrevolarlo, cartografiarlo, medirlo e incluso de plantar allí una bandera, pero lo cierto era que nunca iban a poder reclamarlo. Nadie podía permanecer allí en realidad, y sólo los chiflados deseaban acudir a semejante destino.
El sol cobrizo austral pendía sobre el cielo vacío como un reloj de bolsillo. Michael ya había consumido la mitad del permiso autorizado por la NSF, pero el tiempo se había convertido para él en algo ininterrumpido y constante, como para casi todos los habitantes de la Antártida.
Los días fluían uno tras otro como el agua de un río y él debía mirar de continuo el reloj para verificar la hora, pues nunca era capaz de determinar si vivía por la mañana o por la tarde. Se había sentido desorientado por completo en más de una ocasión y a veces tenía que separar las cortinas de la litera y salir con paso inseguro hasta encontrarse con alguien en el hall a fin de preguntarle si era de día o de noche.
Una de esas veces se había topado con el Gnomo, el botánico raro a quien era muy difícil ver fuera de su laboratorio, o ‹la floristería›, como la llamaban los reclutas. Entre los dos habían llegado a la conclusión de que era alguna hora de la tarde cuando en realidad eran las tantas de la madrugada, cosa que habían tenido ocasión de comprobar cuando habían ido a las zonas comunes y habían encontrado vacíos los comedores. Fue entonces cuando Michael estudió con más atención al científico y advirtió en él los indicios delatores del Gran Ojo: mirada vidriosa y una expresión ausente y desconcertada.
A partir de ese momento había empezado a controlar sus ciclos de sueño con Lunesta o lorazepam, lo primero que consiguiera sacarle a la doctora Barnes por la noche.
– No recuerdo las palabras exactas, pero había un viejo proverbio que afirmaba que uno no debía preocuparse si alguien le decía que tenía mal aspecto, pero que se acostara si lo comentaba una segunda persona más -le avisó ella.
– ¿Qué intentas decirme?
– Que te acuestes, y también que te lo tomes con calma.
Michael era consciente de que había forzado la máquina para fotografiarlo todo, tomar el mayor número posible de notas sobre el viaje y dominar todas las habilidades australes, como la construcción de iglúes o la conducción de trineos, hasta ese momento. Su presencia en la base era temporal: le impedía verlo y controlarlo todo antes de irse con el avión de aprovisionamiento cuya llegada estaba prevista para la Nochevieja, y él lo sabía, pero no quería encontrarse de vuelta en Tacoma preguntándose, por ejemplo, por qué no fotografió el interior de la iglesia noruega, ya había hecho planes para volver allí, o cómo había cerrado en falso la historia de la Bella Durmiente y el Príncipe Azul.
En cuanto llegaran debía echar un vistazo ahora que el témpano se estaba deshelando, a fin de hacer algunas fotos sobre la evolución del proceso. Resultaba un tanto anómalo que hubiera llegado a considerar ese proceso como una metamorfosis: el hielo venía a ser la crisálida de la cual iban a emerger los dos jóvenes amantes, pues él estaba seguro de que eso era lo que debían de haber sido. ¿Por qué, si no, los habían cargado de cadenas antes de lanzarlos al mar? Intentó imaginar un escenario, uno cualquiera, en el cual todo aquello tuviera un mínimo de sentido. ¿Los había apresado un marido celoso y luego los había arrojado al mar? ¿O era obra de una esposa engañada y despreciada? ¿Habían violado algún código de conducta, uno marino, o uno militar, el del ejército al que pertenecía el hombre con el galón dorado? ¿Qué crimen tan espantoso podían haber cometido para merecer semejante condena?
Los perros dieron un rodeo para evitar un sastrugi, una especie de dunas de nieve formadas por el viento, inusualmente alto. Eso le recordó una vez más que los canes se conocían el camino de memoria, mejor que nadie, y sabían que se encaminaban a casa, a su confortable cobertizo con suelo de paja y cuencos llenos de comida. La mayor parte del tiempo debía limitarse a sujetarse al asidero y mantener bien puestos los pies sobre los patines. Danzing no había dicho no pío durante el resto del trayecto y daba la impresión de que se había quedado dormido a juzgar por cómo apoyaba la cabeza sobre el pecho, protegida por una capucha que le ensombrecía el rostro. Michael no tenía muy claro si eso era una muestra de confianza en los perros o en él, pero albergaba la esperanza de ser capaz de realizar todo el camino de vuelta a la base sin tener que despertarle.
Atisbó una minúscula luz roja a su izquierda, bastante lejos, y volvió a verla al cabo de unos minutos. No tardó en comprender que se trataba de la señal luminosa situada en lo alto de la caseta de inmersión. Michael había presenciado cómo sacaban del fondo algunas trampas, algunas de ellas con atónitos y boqueantes peces de ojos blancos y branquias traslúcidas, y también había visto a Darryl echar en cubetas a los que habían sobrevivido al viaje. No dejaba de preguntarse después de verle realizar aquel trabajo cómo podía ser un vegetariano convencido y un activista de los derechos de los animales.