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Pero ¿sabía ella que él lo sabía?

Cuando volvió a mirarla, supo la respuesta a su pregunta: sí. Ella bajó los ojos como si se avergonzara y le subió un rubor hético a las mejillas.

– No puedes quedarte en este lugar. Se avecina una tormenta -le anunció-. Pronto la tendremos aquí.

Wilde percibió en ella confusión y perplejidad. ¿Cuál era la naturaleza de su relación con Sinclair? Después de todo, aquel tipo la había dejado encerrada entre cuatro paredes y se había ido a sólo Dios sabía dónde. ¿Era su amante? ¿Su marido? ¿Acaso era él la única persona que ella conocía en el mundo de los vivos, o tal vez nadie salvo Sinclair podía conocerla a ella? Michael no tenía muy claro a qué carta atenerse, sólo sabía que no podía dejarla abandonada en esa iglesia congelada. Debía hallar una forma de hacerla salir de forma inmediata.

– Siempre podemos regresar a por Sinclair más tarde -sugirió Michael-. No le abandonaremos, pero ¿por qué no vienes con nosotros?

Ella abrió aún más los ojos y echó una ojeada a la puerta abierta en dirección a la iglesia vacía. Él interpretó el mensaje inequívoco de esa mirada: ‹¿Quién más iba a venir a importunarla?›

– He venido con un amigo -le explicó-. Podemos llevarte a la base.

– No puedo ir.

Michael se hacía una idea de lo que le rondaba por la cabeza a la muchacha, o al menos en parte.

– Pero allí podremos atenderte.

– No, no voy a ir -se negó la joven, aunque le falló la voz y le cambió hasta la expresión de la cara.

Parecía como si la última protesta le hubiera privado de las pocas fuerzas que le quedaban. Se alejó de la ventana y se sentó al borde de la cama, apoyándose con ambas manos, como si las necesitase para sujetarse. Una racha de viento más fuerte hizo temblar las contraventanas y avivó el fuego de la caldera, que brilló con más intensidad.

– Te doy mi palabra de que nadie va a hacerte daño -le aseguró Michael.

– Tu intención no es ésa -admitió-, pero al final me lo harás.

Él no estuvo muy seguro de entender lo que ella pretendía decir, pero a lo lejos ya oía el zumbido del motor de la motonieve de Lawson mientras subía la ladera de la montaña. Eleanor alzó la cabeza, alarmada. ‹¿Qué se imaginará que es ese ruido? ¿Influirá en su decisión?›, se preguntó el periodista.

¿De qué mundo y de qué época procedía esa mujer?

– Debemos irnos -la instó Wilde.

Eleanor se sentó al borde de la cama con el propósito manifiesto de poner en orden las ideas y se quedó inmóvil como una estatua, tan quieta como había estado en el hielo.

Tan inmóvil como Kristin en la cama del hospital.

La motonieve se acercó más y el ronroneo del motor entró en la iglesia vacía. Luego, el vehículo se detuvo a la entrada.

Eleanor Ames taladró al desconocido con la mirada, como si intentara resolver un problema muy complejo, exactamente como le ocurría a él. Michael sólo podía suponer el tipo de preguntas que se estaba haciendo, todos los factores que ella podía ponderar: las vidas, y no sólo la suya, que ella intentaba salvar o proteger.

– Hola, ¿hay alguien ahí? -llamó Lawson, cuyas botas resonaron sobre el suelo de piedra.

La mujer jugueteó con la raída manta. Michael la miró y optó por no decir nada, temeroso de pronunciar las palabras equivocadas.

– Eh, Michael, estás por aquí, lo sé -gritó Lawson mientras se acercaba dando zancadas hacia el altar-. Debemos ponernos en marcha enseguida.

La expresión de Eleanor se llenó de angustia y de fatiga. Wilde únicamente había visto algo similar en el rostro de un hombre en las Cascadas tras haberse pasado toda la noche luchando contra el fuego que amenazaba su casa sin la ayuda de nadie. Y sin conseguirlo.

Ella tosió, pero estaba demasiado fatigada como para taparse la boca con la mano.

– ¿Puede decirme algo? -inquirió la mujer con la voz llena de derrota y resignación.

– Por supuesto, pregunte lo que quiera.

Lawson se hallaba lo bastante cerca como para que Wilde pudiera oír la succión de las botas justo en el umbral.

– ¿En qué año estamos?

CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO

16 de diciembre, 11:30 horas

APENAS HABÍA UNA LIGERA brisa cuando Copley abandonó la iglesia, pero enseguida se desató un fuerte viento. Condujo el deslizador entre los maltrechos edificios de la antigua factoría ballenera hasta llegar a la altura de la herrería, donde, amontonados contra la pared, descansaban docenas de arpones tan largos como la lanza que él había usado en combate; entonces, se dirigió hacia el noroeste, donde se veía un montículo de hielo que le impedía divisar todo cuanto se extendía más allá. No sabía con qué se encontraría detrás, pero ¿acaso les quedaba otra alternativa? Sólo parecía haber una: entregarse ambos a los hombres de los que habían logrado escapar por los pelos. Sinclair no confiaba en nadie y jamás volvería a hacerlo.

De hecho, y era triste decirlo, ni siquiera se fiaba de su amada y la había encerrado en la rectoría antes de marcharse definitivamente. Había regresado poco después de salir y la había encontrado tumbada en el catre, desmayada. Así que se fue sin hacer ruido, atrancando la puerta. Ella podía cometer cualquier tontería en su actual estado de debilidad. Sinclair temía que al despertarse sucumbiera a cualquier impulso e intentara suicidarse, aun cuando no estaba seguro de cómo iba a arreglárselas para conseguirlo, pues hasta donde él sabía, su maldición, por la cual pagaban un precio tan terrible, los protegía de enfermedades capaces de matar a cualquiera: cólera, disentería, la misteriosa fiebre de Crimea… e incluso de un centenar de años en el fondo del océano. No obstante, albergaba la sospecha de que el diabólico mecanismo que alimentaba la vida eterna de él y Eleanor no podría sobrevivir a la destrucción física de sus cuerpos.

Bajó los ojos y buscó con la mirada la parte posterior de la bota que el perro guía había destrozado con sus colmillos. La herida de la pantorrilla había dejado de sangrar e incluso se había curado, pero de modo imposible de definir sabía que aquello no era carne viva. Era un parche, un remiendo, un apaño, algo que permitía seguir caminando, hablando y respirando a un esqueleto. Al parecer, le estaba permitido romperse, pero no consumirse.

Justo lo contrario a la divisa de la brigada, caviló con amargura. No había muerte ni gloria, sólo una especie de parada obligada que le recordaba los días de ocio forzado que la brigada de caballería ligera se había visto obligada a soportar en Crimea.

Durante semanas, se habían limitado a observar desde sus monturas los movimientos de la infantería; habían permanecido en posición, siempre a la espera de un momento decisivo que no parecía llegar jamás. Bajo la dirección de los lores Lucan y Cardigan, dos hombres que se despreciaban mutuamente a pesar de ser cuñados, el 17º regimiento de lanceros había ido dando tumbos de un destino a otro, siempre a buen recaudo no fuera a pasarles algo. Sinclair y muchos compañeros habían empezado a sentirse objeto de burla por parte del resto de la tropa. Los lanceros eran esos creídos ataviados con penachos y pellizas, galones dorados y unos impecables pantalones de montar de color cereza, ésos que andaban comiendo huevos duros y galletitas mientras sus compatriotas hacían el trabajo sucio de asaltar todos los reductos.

El sargento Hatch, recién recobrado de su brote de malaria, rompió su pipa de pura contrariedad y arrojó los trozos al suelo cuando en un momento crítico de la batalla el alto mando dejó que escapara la caballería rusa en un completo caos sin intentar aniquilarla ni perseguirla siquiera.

– ¿A qué esperan? ¿A que nos manden una invitación formal escrita con letras de oro? -refunfuñó el suboficial mientras refrenaba a su fogoso corcel. Lanzó una mirada envenenada a los cerros próximos, donde estaba lord Raglan, primer comandante en jefe del ejército británico. Gracias a su catalejo el sargento podía ver al envejecido manco rodeado de sus ayudantes-. Otra ocasión como ésta no se nos va a presentar.

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