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Miró a Eleanor. Ésta alzó una mano con semejante lentitud que parecía que nunca antes había hecho ese gesto. Los dedos fueron de forma instintiva a por el broche marfileño del pecho.

El teniente Copley chapoteó hacia el borde del tanque y salió del mismo para luego ayudar a la mujer a bajar al suelo. Ambos chorreaban agua.

– ¿Qué es este lugar? -preguntó, temblorosa, mientras él la estrechaba entre sus brazos.

Sinclair no lo sabía. Deseaba que fuera el Cielo por el bien de Eleanor, mas por experiencia propia mucho se temía que se tratara del Infierno.

PARTE III. EL NUEVO MUNDO

Gimieron y se removieron, todos se alzaron. No movieron los ojos ni hablaron. Incluso en un sueño habría sido insólito haber visto levantarse a tanto difunto.

La balada del viejo marinero,

SAMUEL TAYLOR COLERIDGE (1798)

CAPÍTULO VEINTICUATRO

13 de diciembre, 16:20 horas

MICHAEL SE HALLABA EN la proa del ballenero varado. Retiró varios dedos de hielo de un salvavidas, desvelando varias letras: un par de ellas eran ilegibles, pero las restantes le permitieron deducir el nombre de la embarcación. El Albatros había sido construido en Oslo. Albatros… Ahora ningún albatros sobrevolaba grácil y sin esfuerzo los cielos, sólo quedaban págalos, petreles y blancas palomas antárticas. Todas esas aves se habían removido tras la llegada del trineo y andaban a la búsqueda de alguna posible dádiva.

Dominaba la playa desde su atalaya de detrás del arpón ballenero. Abajo yacían las focas elefante, que habían hecho una inmejorable contribución al reportaje fotográfico, y en la cima de la colina helada, más allá de los almacenes y las salas de calderas y el patio de despiece, se alzaba la estructura más alta de la estación ballenera: una vieja iglesia de madera con algunas zonas todavía pintadas de blanco y una cruz torcida en lo más alto del campanario. Utilizó el zoom de la cámara para tomar varios planos generales, y le pareció que el edificio merecía echarle un vistazo más adelante.

El reportero ya había explorado el interior de la nave, que en algunas cosas sí demostraba los años de abandono, como las paredes oxidadas, las ventanas rotas y los escalones combados de las escaleras, pero en otras daba la impresión de haber estado ocupada hasta el día anterior: había un cuchillo y un tenedor encima de un plato de hojalata en la larga y estrecha mesa de la cocina; la cama de la litera estaba hecha con sábanas bien dobladas y una manta; los restos de una colilla congelada descansaban sobre la repisa de una ventana en la cabina del timonel. Incluso el arpón ballenero, situado en lo alto de una plataforma metálica, como si fuera una torre de ametralladora, parecía en condiciones de llevar a cabo su letal trabajo si alguien volvía a apuntar con él. Michael hizo la prueba e intentó girarlo, pero la pieza estaba congelada por completo.

– Eh, cuidado adonde apuntas ese chisme -le gritó el conductor de trineos desde la playa. Danzing se hallaba junto a las mandíbulas petrificadas de una ballena azul.

– No está cargada -contestó Wilde.

– Sí, sí, eso dicen siempre. ¿Has terminado aquí?

– Algo así, ¿por qué?

– Necesito volver a la base.

Con la barba revuelta por el viento y el collar de dientes alrededor del cuello, el conductor de trineo salió de entre las fauces del cetáceo como un dios nórdico que hubiera elegido caminar entre los mortales.

– Estoy esperando una llamada de mi mujer -agregó el musher.

¿Qué Danzing tenía una esposa? En cierto modo, le extrañaba que estuviera casado un tipo tan peculiar como él; venía a ser algo ordinario y banal.

– Pero, ¿cuándo la ves? -preguntó Michael a voz en grito mientras recogía el equipo y lo guardaba en una bolsa-. Tenía entendido que vivías aquí.

– No todo el tiempo -contestó el musher.

– ¿Y dónde vive ella? -preguntó Michael, quien luego agregó-: Espera, dímelo cuando haya bajado.

– En Miami Beach -contestó Danzing cuando ambos hombres se reunieron en el osario de la playa.

Sin querer, Michael se echó a reír.

– ¿Y qué tiene de malo?

– No, no es eso. Es que esperaba otro lugar.

– ¿Cuál…? -quiso saber el conductor mientras echaban a andar de vuelta al trineo.

Michael apenas necesitó una milésima de segundo para contestar:

– El Valhala.

Sinclair y Eleanor pasaron los primeros minutos acostumbrándose a la tarea de volver a respirar, y después a moverse, y por último a seguir vivos, pero no tenía la menor idea de dónde podían encontrarse.

Fue ella quien descubrió la fuente de calor de la estancia: una suerte de rejilla resplandeciente situada junto al zócalo. Eleanor se acuclilló con sus ropas empapadas en un intento de descubrir dónde se hallaban las llamas u olisquear el gas o los troncos al quemarse, pero la joven apenas consiguió escuchar un tenue zumbido y no logró detectar olor alguno. Aun así, se acurrucó cerca y entre cuchicheos le pidió a Sinclair que se aproximara.

Los dos hablaban en susurros por puro instinto.

– Es un fuego -dijo ella-, podremos secarnos la ropa.

Él la ayudó a quitarse el mantón empapado y lo plegó en un taburete próximo. Luego, la muchacha se quitó los zapatos y los puso delante del calefactor.

– Por también la tuya a secar antes de que suceda algo… -Se calló. Podía acaecer algo que ella era incapaz de imaginar siquiera, y de hecho no sabía si estaban entre amigos o enemigos, en Turquía o Rusia o, ya puestos, en Tasmania. Es más, incluso ahora, apenas podía creer que siguieran vivos, pero no había tiempo para demorarse en ninguna de estas cuestiones-. Quítate la casaca y las botas -insistió la joven.

Él se desprendió de la prenda y Eleanor la extendió para luego poner las botas de jinete junto a sus zapatos. El militar desanudó la vaina del sable y la dejó junto a las ropas húmedas, aunque al alcance de la mano.

A continuación, se acurrucaron el uno junto al otro y se miraron fijamente a los ojos, y en silencio se preguntaron qué sabía, qué comprendía y, sobre todo, qué recordaba el otro.

Eleanor temía acordarse de demasiado, pues ¿cuánto, cuánto tiempo había permanecido soñando y a la deriva…? Y acordándose de todo.

Una y otra vez.

En ese momento, mientras abarcaba las piernas con los brazos y las apretaba con fuerza a la espera de que se le secaran las ropas, estaba recordando la noche en que permanecía sentada frente a un fuego diferente a ése, con Moira, en la fría habitación de su pensión londinense, hablando del anuncio de la superintendente Nightingale de viajar al frente de batalla de Crimea junto a un grupo de enfermeras voluntarias.

Sinclair se llevó la mano a la boca cuando empezó a toser. Eleanor le acarició la frente con sus dedos todavía rígidos. Fue el hábito, su segunda naturaleza, lo que le llevó a hacerlo, pues había repetido ese gesto muchas veces con los soldados agonizantes que yacían tendidos en los hospitales de campaña instalados en Scutari y Balaclava. Copley alzó los salvajes ojos bordeados de rojo.

– Esto… ¿Tú estás…? ¿Estás bien? -Eligió la palabra ‹bien› a falta de otro término mejor.

– Lo estoy -contestó la interpelada, sin saber muy bien qué otra cosa podía decir. Daba la impresión de estar viva a pesar de su desorientación y de seguir helada hasta el tuétano por muy pegada que permaneciera al calefactor. Y débil, también estaba débil, tenía el apetito normal y percibía también el otro, el innombrable.

Le cruzó por la mente la posibilidad de morir otra vez, y pronto además, y se preguntó si esta vez lo sentiría de un modo diferente.

No podía ser peor.

Sinclair recorrió la habitación con la mirada, y ella le imitó. Una criatura semejante a una araña de gran tamaño intentaba escapar trepando por el cristal de una jarra llena de agua e iluminada por un brillo púrpura. Había tableros grandes como los de una mesa de caballetes encima de los cuales descansaban unas vasijas con forma de escudillas, y delante de un taburete vieron un aparato de metal negro junto a una gran caja blanca, y delante de estos dos objetos vieron una botella de vino. Él se levantó de un brinco.

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