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– ¡Buen Dios, tengo prisa! -explotó Sinclair, como si estuviera echándole una bronca a un chico de los establos algo retrasado. Soltó el brazo de Eleanor para sacar la espada de la vaina.

– Y ahora apártate de mi camino -repuso, blandiendo el sable bajo el resplandor del sol polar-, o te derribaré justo ahí donde estás.

– Michael -intervino la mujer-, ¡haz lo que te dice!

– Eleanor, ¡no debes salir fuera! ¡Tienes que volver adentro!

El intercambio de frases irritó a Sinclair, cuya mirada pasó de uno a otro con ojos relampagueantes, pero ardía con una fría furia cuando la fijó en Michael.

– Quizá es que he estado ciego -comentó mientras avanzaba hacia el periodista, apuntándole con la punta del acero.

Para el espanto de Eleanor, el reportero no se retiró, sino que alzó el artilugio metálico -con sus tres patas, como el caballete de un artista- y lo enarboló como si fuera un arma.

Era una locura, pensó ella, una completa locura.

– Tú puedes marcharte -le dijo el reportero, manteniendo su puesto-. No voy a intentar detenerte, pero Eleanor se queda.

– Así que de esto va la historia -se burló Sinclair-. Eres más estúpido de lo que pensaba.

– Quizá tengas razón -repuso Michael, dando un paso hacia delante-, pero así están las cosas.

El teniente hizo una pausa, como si estuviera reflexionando, y, de repente, arremetió contra Michael, con la espada silbando en el aire. La hoja chocó contra las patas del trípode, y le arrancaron unas chispas azules que revolotearon en el aire. Michael retrocedió, pero siguió luchando para frenarle.

Sinclair avanzó, acosándole con la punta de la espada, haciéndola girar en pequeños círculos. Eleanor se dio cuenta en ese momento de que su teniente tenía una herida en la nuca, donde alguien le había cortado el pelo para curarle la herida.

Michael fintó con el trípode, empujando a Sinclair con él, pero éste le respondió rechazándolo hacia un lado y continuó avanzando hacia él.

– No tengo tiempo -comentó-, así que tendrá que ser rápido.

Lanzó un par de tajos y al tercer golpe arrancó el trípode de las manos del reportero, que cayó con un ruido metálico contra el suelo duro. Michael se arrastró por el suelo buscándolo, ya que no tenía otra arma a mano, mientras el teniente alzaba el reluciente sable por encima de su hombro izquierdo para descargar el golpe fatal.

En ese momento se oyó un grito escalofriante y Charlotte, envuelta en una bata de seda verde y con las trenzas bailoteando alrededor de la cabeza, se lanzó por la rampa hacia abajo y le empujó.

El teniente trastabilló hacia delante, a punto de perder el sable, pero luego se giró, descargando el golpe en su nuevo atacante. La doctora recibió el impacto en la pierna y cayó, mientras su sangre se derramaba sobre la nieve.

Éste fue el turno de gritar de Eleanor, pero antes de que pudiera acudir en ayuda de Charlotte, Copley la cogió de nuevo por la manga del abrigo.

– ¿Podrás soportar la separación? -le recriminó, lleno de furia, y la arrastró hacia el barracón de los perros.

Ella lo acompañó por su propia voluntad, aunque sólo fuera para darles a Michael y a Charlotte tiempo suficiente para escapar.

CAPÍTULO CINCUENTA Y CUATRO

26 de diciembre, 3:00 horas

MICHAEL SE ARRODILLÓ JUNTO a Charlotte e intentó evaluar la magnitud de la herida.

– No tiene mala pinta -aseguró la doctora, sentándose y haciendo un gesto de dolor-. Sólo ha afectado a la carne.

– Te ayudaré a volver a la enfermería.

– Puedo llegar por mis propios medios -replicó ella-. ¡Ve a por Eleanor!

Pero le cedieron las rodillas cuando intentó ponerse en pie y Wilde tuvo que pasarle un brazo por la cintura para ayudarla a subir la rampa y entrar en la enfermería. Cuando pudo sentarla en una silla, y mientras seguía sus instrucciones para traerle el antiséptico, los antibióticos y las vendas, escuchó el tintineo de los arneses del trineo pasando justo por delante.

Al asomarse por la ventana, vio a Sinclair con su chaqueta roja y dorada de pie sobre los patines. Llevaba un pasamontañas y unas gafas; aparentemente había aprendido pronto cómo sobrevivir al tiempo en la Antártida. Eleanor estaba arrebujada en el compartimento de carga de brillante color naranja, con la cabeza abatida y la capucha ajustada, cuando el trineo pasó por allí con un fuerte ruido de siseo.

– Dime que ése era Santa Claus camino de su casa -bromeó Charlotte, empapando u algodón en antiséptico.

– Se dirigirá hacia la vieja estación ballenera -repuso Michael-. No hay otro sitio adonde puedan ir, especialmente ahora que se avecina una tormenta.

– Vete rápido -le insistió Charlotte de nuevo-, pero pídele primero un arma a Murphy. -Se encogió al aplicarse la torunda a la pierna-. Y llévate refuerzos.

El periodista le dio un confortador golpecito en el hombro y le dijo:

– ¿No te ha dicho nadie que no se debe empujar a un hombre con una espada en la mano?

– Está visto que nunca has trabajado en el turno de noche de urgencias.

Michael regresó corriendo por el vestíbulo, pero en vez de alertar a nadie más se dirigió directamente hacia el cobertizo que hacía de garaje. Reunir una partida llevaría tiempo y un arma sólo serviría para que terminara herido quien no debía. Además, sabía que podía alcanzarlos usando la motonieve. La única cuestión era si podría cogerlos antes de que Eleanor se viera fatalmente expuesta al hielo.

La primera motonieve que encontró fue una Artic Cat de color negro y amarillo, y se montó en ella de un salto, comprobó el indicador de combustible y arrancó el motor. El vehículo salió disparado del cobertizo, saltando salvajemente sobre la nieve resbaladiza, tanto que Michael estuvo a punto de salir despedido. Tuvo que frenar un poco, al menos hasta que estuviera fuera de la base, pero cuando dobló la esquina del módulo de administración casi se echó encima de Franklin. Éste se apartó de un salto y se libró de ser atropellado por muy poco.

– ¡Ve a la despensa de la carne! -le gritó Michael por encima del rugido del motor-. ¡Comprueba cómo está Lawson!

Michael odiaba pensar en lo que podría haber sucedido allí, pero estando Sinclair libre, desde luego, no podía ser bueno.

Una vez que rebasó la explanada principal, el reportero aferró con fuerza el manillar y aceleró la máquina, aunque con una mano debía mantener ajustada la capucha para que no se le fuera hacia atrás. Muy lejos, adelante, percibió el uniforme rojo del teniente y el naranja reluciente del trineo, mientras los perros aceleraban a través del hielo y la nieve. «Por favor», rogó, «que la piel de Eleanor esté bien cubierta».

Wilde vio que el teniente había colocado los perros en parejas en vez de en forma de abanico con traíllas más largas, y él sabía que hacer eso era particularmente peligroso en las condiciones actuales. Estando los perros tan cerca unos de otros, era fácil que al cruzar algún frágil puente de hielo, el peso de todo el trineo lo hiciera ceder, cayendo primero los perros y luego el mismo vehículo, que se vería arrastrado hasta las profundidades sin fondo de la grieta.

Sin embargo, a él mismo le podía pasar algo parecido. Por eso, intentó permanecer en el trazado que marcaba el trineo, aunque no resultaba fácil. El resplandor plateado del terreno era molesto y penetrante, y la avalancha de hielo y nieve que arrojaban los patines delanteros de la Artic Cat volaban hacia atrás, de modo que se adherían al parabrisas y a los cristales de sus gafas.

Conforme se acortaba la distancia entre ambos, el reportero comenzó a preguntarse qué iba a hacer cuando los alcanzara. Se devanó la cabeza, preguntándose qué podría haber en el compartimento para emergencias de la motonieve. ¿Un botiquín? ¿Algunas cuerdas de nailon? ¿Un GPS? ¿Una luz de emergencias?

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