Era Sinclair, y el abrigo rojo con la cruz blanca se inflaba sobre su uniforme de caballería.
Antes de que ella pudiera levantar una mano para hacerle una señal, él echó a correr por la nieve, tropezando y cayendo varias veces, hasta que escuchó cómo se abría de golpe la puerta del edificio en el vestíbulo. La mujer se apresuró hacia la entrada de la enfermería de puntillas y cuando se encontraron, ella le puso un dedo sobre los labios y le hizo gestos para que la siguiera al interior.
Una vez dentro, cerró la puerta de acceso al vestíbulo y apenas se había dado la vuelta cuando él la estrechó entre sus brazos.
– ¡Sabía que te encontraría! -le susurró. Registró rápidamente la habitación con la mirada, deteniéndose en los armarios llenos de medicamentos y preguntó:
– ¿Éste es el hospital de campaña?
– Sí -respondió ella.
– ¿Y aquí es donde te tienen? ¿Te encuentras bien?
– Sí, sí -repuso Eleanor, intentando desembarazarse con amabilidad de su abrazo demasiado estrecho-. Pero, ¿cómo has llegado hasta aquí?
Él se desentendió de la pregunta como si tal cosa.
– Debemos irnos -la informó.
– ¿Adónde, Sinclair? ¿Dónde vamos a ir? -Le sujetó las manos y clavó los ojos en los suyos, inyectados en sangre y medio enloquecidos-. Esta gente puede ayudarnos -le dijo, en tono implorante-. Ya lo han hecho conmigo, y también pueden ayudarte a ti.
– ¿Ayudarte? ¿Cómo?
– Tienen una medicina -replicó ella-, una medicina que puede ayudarnos a… cambiar.
Su respiración era acelerada e irregular. Eleanor sabía que estaba soportando la tensión de aquella terrible sed. Recorrió con vehemencia la habitación con los ojos y después los posó en el frigorífico, donde había encontrado la bolsa de sangre. Seguramente allí estaría la otra bolsa, la que contenía la medicina mezclada.
– Espera -le dijo ella, dirigiéndose hacia el frigorífico y lo abrió. Había una bolsa idéntica a aquella que Charlotte había usado para llenar la jeringa, quizá podría ser hasta la misma, sobre el estante metálico. Llevaba una etiqueta en la que se leía AFGP-5. Rezó para que fuese la correcta.
– Vámonos -insistió Sinclair-. Sea lo que sea, no tenemos tiempo.
Pero Eleanor le ignoró. Si podía salvarle, lo haría, y había visto cómo procedían con la aguja las veces necesarias para sentirse segura de poder hacerlo ella misma.
– Quítate el abrigo… ¡rápido!
– ¿Qué estás diciendo? ¿Has perdido la cabeza?
– Haz lo que te digo. No voy a dar un paso a menos que lo hagas.
Él se arrancó el abrigo exasperado.
Eleanor sacó la bolsa y encontró una aguja nueva en el armario.
– ¡Súbete la manga! -le ordenó, mientras llenaba la jeringa.
– Eleanor, por favor, no hay esperanza ni ayuda para nosotros. Somos lo que somos.
– Calla ya -susurró la mujer-. La doctora podría oírte.
Limpió la piel con el alcohol, y le dio unos golpecitos para descubrir dónde se encontraba la vena, y luego presionó el émbolo de la jeringa como había visto hacer a Charlotte para extraer el aire.
– Quédate muy quieto -le explicó ella, insertando la aguja y después presionando el émbolo. Podía adivinar lo que debería de estar sintiendo, el helor extendiéndose por su corriente sanguínea y la liega desorientación. Cuando retiró la aguja, él pareció indemne al principio, lo cual la asustó. ¿Había usado la medicina equivocada o se la había administrado incorrectamente?
– No sé qué clase de brujería ha sido la que has puesto en práctica, pero, ¿podemos irnos ya? -insistió él, bajándose la manga y poniéndose de nuevo el abrigo por encima de la chaqueta de su uniforme. Le colgaban unas tiras de trenza dorada como borlas-. ¿Dónde está tu abrigo?
Se apresuró a entrar en la habitación contigua, donde encontró el abrigo y los guantes de la joven, y después regresó y comenzó a envolverla en ellos.
– Tengo un plan -le informó-: vamos a botar un barco de los de la factoría ballenera. Si nos rescatan en el mar…
Entonces se estremeció, desde la coronilla hasta las suelas de las botas, unas botas diferentes, por cierto, y trastabilló hacia atrás hasta el borde de la cama.
Era la medicina correcta. Eleanor suspiró aliviada. Ahora él estaría incapacitado el tiempo suficiente para que ella pudiera explicárselo todo. Se arrodilló a un lado de la cama y los faldones de su largo abrigo se extendieron por el suelo mientras ella estrechaba las manos de Sinclair entre las suyas.
– Sinclair, debes escucharme. Tienes que comprenderlo.
Él la miró con los ojos desorbitados.
– Pasa un poco de tiempo hasta que la medicina hace efecto del todo, pero cuando lo haga, no volverás a sentir la necesidad que sientes ahora. -Incluso en los peores momentos, durmiendo en sótanos o acicateando los caballos por pasos de montaña bajo un diluvio, siempre se habían referido a su enfermedad en los términos más indirectos-. Sin embargo, la doctora me ha dicho…
Él intentó intervenir y se aclaró la garganta.
– La doctora… -Pero ya no pudo continuar.
– La doctora y los otros también me han dicho que no debemos tocar el hielo. ¿Me entiendes? ¡No debemos tocar el hielo! Si lo hacemos, moriremos.
Él se la quedó mirando como si se hubiera vuelto loca de repente. Luego se echó a reír, con amargura.
– Te endilgan un cuento de hadas y te lo crees.
– Oh, Sinclair, claro que sí. Claro que me lo creo.
– Pero aquí no hay más que hielo. ¿Es que había alguna forma mejor de conseguir que fueras una prisionera voluntaria?
Eleanor inclinó la cabeza, desesperada.
– No somos sus prisioneros y ellos no son nuestros captores. Esto no es la guerra.
Cuando alzó la mirada, vio que para Sinclair sí que lo era, y que siempre sería la guerra. Incluso aunque la necesidad física se aplacara, la enfermedad había hundido sus raíces tan profundamente dentro de su alma que no habría forma de extraerla de ningún modo, nunca. Incluso entonces, con el sudor perlándole la frente y la piel húmeda al tacto, se irguió tambaleante y obedientemente, como si hubiera sonado una corneta, se puso el abrigo y los guantes. Ella esperó, rezando para que la medicina le hiciera efecto del todo, pero él parecía estar usando toda su fuerza de voluntad para combatir sus repercusiones.
– ¡Sinclair!, ¿has escuchado una sola palabra de lo que te he dicho? No podemos salir de aquí sin protección.
– Entonces, por el amor de Dios, ¡abróchate ya! -replicó él, agarrando la manga de su abrigo. Eleanor apenas tuvo tiempo de coger el broche de la mesilla de noche antes de que él la arrastrara hacia la salida de la sala de enfermos-. Hace un día estupendo ahí fuera.
Avanzó pesadamente por el pasillo y abrió la puerta de un golpe hacia la rampa exterior. La luz del sol relumbró sobre la nieve y el hielo, y Eleanor sacó las gafas del bolsillo del abrigo y se las puso instintivamente.
– Los perros ya están uncidos al arnés -comentó, satisfecho-. Es de lo primero de lo que me he asegurado.
¿Lo había hecho? ¿Cuánto tiempo llevaba rondando el campamento?
Bajó la rampa con mucha dificultad con Eleanor a la zaga cuando repentinamente se detuvo y exclamó:
– De todos los estúpidos y malditos estorbos…
Eleanor se había echado la capucha sobre el rostro y la había ajustado cuidadosamente cuando al mirar por debajo de ella percibió a Michael de pie a unos cuantos metros, con la boca abierta, la mandíbula casi desencajada y con un aparato de metal negro con tres patas bajo el brazo. Parecía intentar encontrarle sentido a lo que estaba viendo.
– Si yo fuera tú -dijo Sinclair-, me daría la vuelta ahora mismo y echaría a correr.
Los ojos del periodista se dirigieron directamente a los de Eleanor, a la búsqueda de alguna respuesta.
El teniente apartó uno de los faldones del abrigo mostrando el sable que colgaba de su costado, pero cuando intentó avanzar de nuevo, Michael le bloqueó el camino con rapidez.