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CAPÍTULO TREINTA Y OCHO

16 de diciembre, 18:45 horas

CUANDO MICHAEL SALIÓ DE la enfermería no podía dejar de darle vueltas a todo aquello. Era demasiado increíble, demasiado asombroso, demasiado imposible para asimilarlo. ¿De veras había estado hablando con una persona que llevaba congelada en hielo más de cien años antes de que él tan siquiera hubiese nacido?

Se dijo que debía calmarse y serenarse, tomarse las cosas con lógica. Proceder paso a paso. Y precisamente esos primeros pasos, agarrado con fuerza a las sogas que servían de guía entre los módulos, lo llevaron más allá del laboratorio de glaciología. Sabía que Danzing se encontraba allí fuera, en alguna parte, pero ¿por qué no asegurarse de que no estaba escondido en la guarida donde habían depositado su cuerpo? Seguramente Murphy ya lo había comprobado, pero el periodista necesitaba verificarlo con sus propios ojos. Al menos aquello sería algo que podría confirmar más allá de cualquier duda, y si había algo que necesitaba en aquel momento era certeza. O algo. Lo que fuese.

Ahora que la realidad amenazaba con soltar amarras y escapar, Michael estaba más decidido que nunca a encadenarla bien al muelle.

Para su alivio, ni Betty ni Tina se hallaban a la vista. Con cautela, bajó los escalones helados que llevaban hasta la cámara donde habían depositado el cuerpo del musher. Las bolsas de plástico que lo envolvían estaban desgarradas y yacían hechas jirones sobre la mesa congelada. Michael no pudo evitar que la escena le recordara una versión macabra de la resurrección: Jesucristo se levantaba de la tumba y dejaba tras de sí tan sólo el sudario.

Cuando volvió a subir las escaleras siguió encontrando malas noticias. Al pararse junto al cajón de plasma para ver si estaba Ollie, se encontró la caja vacía. Las virutas de madera que había en la parte posterior conservaban su forma de nido, pero aparte de un par de plumas grises no encontró otra señal del pájaro. Sacó un poco de sémola tostada que había cogido cuando fue a buscar comida para Eleanor, y los tiró en la caja por si el ave regresaba. No era más que un págalo, considerado poco más que la plebe de la Antártida, pero Michael le iba a echar de menos.

Después, con la cabeza gacha, desanduvo el camino y dejó atrás la sala de recreo, de donde salían voces estridentes y música de piano. En circunstancias normales habría entrado para unirse a la fiesta, pero no en este momento.

Ahora lo único que quería era tiempo para reflexionar a solas y dejar que sus pensamientos se asentaran.

Por suerte, el biólogo no estaba en la habitación. Michael corrió las cortinas para tapar el panel de la ventana y encendió la lámpara del escritorio, que tenía una bombilla incandescente, un objeto poco común «rescatado» de una diminuta zona de descanso al final del habitáculo. Después se sacó los zapatos, se quitó los calcetines sudados y metió los dedos de los pies entre las largas hebras de la alfombra. Trabajo. Sólo necesitaba concentrarse un rato en su trabajo; lo había estado descuidando. Cogió la botella de whisky escocés del estante del armario y se sirvió tres dedos. Con el portátil en la mesa, empezó a descargar las decenas de fotografías que había tomado desde su llegada a Point Adélie. Había imágenes de las focas de Weddell que habían dado a luz a sus crías sobre témpanos de hielo durante sus primeros días en aquel lugar, y otras en las que aparecían las aves, petreles de nieve y carroñeros varios que frecuentaban la base. Los dedos de Michael dudaron un segundo sobre el teclado mientras volvía a preguntarse qué habría sido de Ollie.

Había fotos de la caseta de inmersión y un par de instantáneas de Darryl dentro de ella; con su traje de buceador completo y sus cabellos pelirrojos húmedos y brillantes parecía un duende de Santa Claus. En una de las fotos enarbolaba sobre el hombro un lanzaarpones como si fuera una jabalina. Había unas cuantas imágenes de Danzing y los perros, algunas en las que había posado y otras que Michael le había sacado sobre la marcha mientras entrenaba a la traílla. Y había una en la que Kodiak lamía los cristales de hielo de la barba del musher. Tras elegir las mejores fotos, las movió a una carpeta aparte. Después descargó otro lote de imágenes y se descubrió a sí mismo mirando el rostro de la Bella Durmiente.

O de Eleanor Ames, por lo que sabía ahora.

La mujer tenía los ojos abiertos y miraba a través de una gruesa capa de hielo. Michael amplió la foto, y al hacerlo los ojos verdes de Eleanor destacaron todavía más en la imagen. Era como si le estuvieran contemplando directamente a él, y Michael se sintió como si le devolviera la mirada a ella. Como si estuviera asomándose a un abismo temporal, a la sima que separaba la vida y la muerte. Bebió otro sorbo de whisky. ¿De verdad era eso lo que debería estar haciendo?

El viento subió un punto más y azotó los costados del módulo. Las cortinas se agitaron, y pensó que tenía que cerrar mejor la ventana.

Michael se retrepó en el asiento mientras observaba la foto y se preguntaba qué estaría haciendo ahora Eleanor. ¿Seguiría durmiendo? ¿O se habría despertado, aterrorizada ante aquel nuevo cautiverio?

En ese momento, por debajo del ulular del viento creyó oír algo que parecía un grito humano. Se levantó del asiento, separó las cortinas, se puso la mano a modo de visera sobre los ojos y se asomó al exterior, pero no consiguió distinguir nada en medio del remolino de nieve. Algo que agradeció. Si hubiese sido Danzing, ¿qué habría podido hacer?

Le dio otra vuelta a la manivela que cerraba la ventana.

Entonces le pareció escuchar de nuevo aquel grito, y esta vez habría jurado que se trataba de un lamento bajo y profundo que pronunciaba palabras indescifrables; pero aunque apagó la lámpara, volvió a cubrirse los ojos y se asomó de nuevo, no consiguió vislumbrar nada.

«Guau», pensó, corriendo de nuevo las cortinas. «Este whisky debe de tener más grados de lo que creía».

Se dejó caer de nuevo sobre la silla y, tras echar otro vistazo a la foto de Eleanor, abrió más imágenes que había tomado en la estación ballenera abandonada. El casco oxidado del Albatros yacía en la playa, había montones de huesos blanquecinos esparcidos entre las rocas y lápidas inclinadas en ángulos absurdos en el cementerio.

Las cortinas volvieron a moverse, pero él se dio cuenta de que esta vez no era por culpa de la ventana. Alguien debía de haber abierto la puerta al final del vestíbulo, y eso siempre enviaba por toda la sala una corriente de aire que llegaba hasta el cuarto de baño común y la sauna. Debía de ser Darryl, y Michael ya estaba preparando lo que iba a contarle -o lo que iba a callarse- con respecto al descubrimiento de Eleanor, cuando oyó el sonido de unas pisadas húmedas y pesadas en el vestíbulo. Cerró la carpeta del ordenador en el mismo instante en que los pasos se detenían fuera de la habitación. Esperó a oír cómo la llave de Darryl entraba en la cerradura -los dormitorios cerrados con llave eran la regla, obedeciendo a Murphy-, pero en vez de eso simplemente vio cómo se movía el pomo. Sólo giró un poco, hasta que topó con la resistencia del cerrojo.

Michael entrevió una sombra por debajo de la puerta y oyó a alguien jadear. Sintió cómo se le erizaba el vello de la nuca, se levantó muy despacio y caminó descalzo y de puntillas hasta la puerta. Después agarró el picaporte, que había vuelto a moverse, lo sujetó con fuerza y pegó la oreja a la puerta. Era de contrachapado fino; deseó como nunca en su vida que fuera de roble macizo. Un hilillo de agua gélida se coló por debajo de la puerta y le mojó los pies.

Al otro lado volvieron a tentar el pomo, pero éste siguió sin ceder. Michael intentaba no respirar.

Oyó cómo alguien exhalaba profundamente y, después, el crujido de unas ropas cubiertas de escarcha. Michael apretó la oreja contra la puerta y también apoyó en ella el hombro.

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