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La criatura levantó la cabeza, y por primera vez Sinclair pudo ver su rostro, aunque después de aquello nunca supo describirlo de forma exacta. Su primer pensamiento fue que era humano -los ojos inteligentes, la boca arqueada, la frente redondeada-, pero el cráneo tenía una forma extrañamente alargada y la piel coriácea cubría una máscara siniestra y contraída en una grotesca sonrisa.

Con mano temblorosa, el teniente apuntó con la pistola y disparó.

La criatura profirió un chillido y se llevó la mano a la oreja arrancada por el balazo. Después le miró con indignación, pero aun así retrocedió. Copley luchó por incorporarse. La bestia seguía retirándose, moviéndose en cuclillas, muy despacio, pero él habría jurado que llevaba sobre los hombros una pelliza de piel, como un soldado de caballería.

¿Qué demonios era aquel ser?

Sinclair rodó sobre un costado y trató de gritar, pero sus voces apenas se oían. Alrededor del merodeador se formó un remolino de niebla, y un instante después tan sólo quedó una bolsa de vacío en la noche. Sinclair aferró con fuerza la empuñadura de la pistola y disparó otra vez a la criatura.

Después oyó pasos cautelosos que se acercaban desde otra dirección.

– ¿Quién ha disparado? -preguntó una voz con un marcado acento cockney.

Una linterna se balanceaba cerca del suelo.

– ¿Eres inglés?

Entonces, la luz amarilla de la linterna cayó sobre su cara y Sinclair consiguió murmurar a través de sus labios despellejados y llenos de sangre:

– Teniente Copley. Del 17º de lanceros.

16 de diciembre, 18:00 horas

Sinclair pensó que si había sobrevivido a todo aquello, a la alocada carga de la brigada ligera y a una noche entera tirado en el campo de batalla, ¿qué no sería capaz de resistir? Sobre todo, teniendo a Eelanor a su lado.

Mientras conducía el trineo, confiaba por completo en el infalible sentido de la orientación de los perros para encontrar el camino de vuelta a la estación ballenera. Lo único que podía hacer era agacharse sobre los patines, con el rostro enterrado en la capucha y las manos enguantadas aferradas a las barras. Por dos veces los animales dieron un amplio rodeo para esquivar grietas recién abiertas que probablemente Sinclair no habría visto, pero que los perros parecían detectar. Pensaba recompensarlos con una generosa ración de grasa y carne de la foca muerta que llevaba en el trineo.

Se había alejado hacia el norte lo máximo que le dictaba la prudencia, buscando señales de presencia humana, pero empezaba a temer que se encontraban realmente en los confines de la tierra. Recordaba que, mucho tiempo atrás, el Coventry había navegado hacia el sur arrastrado por vientos hostiles, acompañado tan sólo por los solitarios albatros que volaban en círculos sobre las vergas de la nave. Por la impresión que le daban hasta el momento los alrededores, Eleanor y él se encontraban en un lugar tan remoto, congelado y yermo que sólo podía tratarse del mismísimo Polo, el destino más terrible de todos.

Pero la foca podía ayudarles. Había visto cómo Eleanor se debilitaba, y sabía que el contenido de las botellas era viejo, estaba rancio y había perdido buena parte de sus propiedades. De hecho, teniendo en cuenta de dónde procedía, a Sinclair le sorprendía que aún les hiciera algún efecto. En sus viajes por Europa no había tenido más remedio que extraer sangre de los muertos que encontraba en los campos de batalla y en los depósitos de cadáveres. Ahora, había partido en busca de carne y sangre frescas, aunque fueran animales, y las había encontrado entre los esqueletos blanqueados y las rocas azotadas por el viento de la costa. A las focas les gustaba tomar el sol allí, por fría que fuese su luz, tumbadas entre los millones de huesos rotos como bañistas en la playa de Brighton. Había evitado a los especímenes más grandes, que sin duda eran los machos, uno de los cuales se había acercado torpemente a él mientras trompeteaba su reclamo. En su lugar, había elegido a un ejemplar de piel parda y lustrosa y largos bigotes negros que debía de ser una hembra. La foca se había alejado de las demás para tumbarse bajo el enorme arco de un espinazo de ballena, y cuando Sinclair se acercó a ella no dio muestras de miedo. De hecho, apenas reaccionó cuando él desenvainó la espada, limitándose a mirarle impasible. Sinclair se puso encima de ella, plantando una bota a cada lado de su cuerpo. La foca le miró con ojos saltones y húmedos, mientras él intentaba adivinar dónde se encontraba el corazón. Quería que la herida fuese lo más pequeña y precisa posible, para que la sangre se quedara dentro del cadáver en vez de derramarse por el suelo. Apoyó la punta en el lugar elegido, y sólo entonces la foca miró el arma con cierta curiosidad. Después, Sinclair apoyó todo su peso en la espada y apretó hacia abajo. La hoja entró con suavidad, y el animal se agitó y se combó mientras el acero la atravesaba hasta clavarse en el permafrost del suelo. En lugar de retirar la espada, Sinclair la dejó allí para detener la hemorragia. Instantes después, la foca dejó retorcerse y se quedó inerte.

Mientras las demás focas le miraban sin alarmarse ni tan siquiera preocuparse por el destino que acababa de sufrir su congénere, Sinclair limpió la espada en la nieve y arrastró a su presa hasta el trineo. Gracias a ella tendrían provisiones para algunos días. Pero las perspectivas a largo plazo para él y Elanor seguían siendo tan lúgubres como antes.

Sinclair no era marino, pero como alguien que después de Balaclava se había pasado más de dos años huyendo, había aprendido a interpretar las señales del tiempo tan bien como cualquiera. Por eso se dio cuenta de que la temperatura, que era inhumana para empezar, estaba descendiendo todavía más, mientras en el horizonte el cielo se veía cada vez más oscuro y amenazador. En circunstancias normales, Sinclair gozaba de un buen sentido de la orientación, y más de una vez había recomendado a los demás oficiales de caballería la dirección que debían seguir, pero en este lugar maldito resultaba casi imposible saber dónde estaba. No había noche ni estrellas. Tampoco día, o al menos lo que todo el mundo consideraba como tal. ¿Cómo podía uno medir el movimiento de un sol que nunca se ponía o rastrear sombras que apenas cambiaban? En cuanto a puntos de referencia, a veces conseguía distinguir, aunque tierra adentro y demasiado lejos para alcanzarla, una hilera negra de montañas que serpenteaba por la vasta llanura como una cicatriz oscura en una mejilla blanca y suave. Eso era todo.

En cuanto se puso en marcha de nuevo, el tiempo cambió aún más rápido. El viento zarandeaba el trineo y los perros tenían que tirar con todas sus fuerzas para enderezar la trayectoria. Por suerte, Sinclair llevaba encima de la guerrera de su uniforme el abrigo rojo nuevo con cruces blancas en la espalda y en las mangas que había encontrado en el cobertizo, y además iba acurrucado tras el deslizador, que le protegía del viento. Le dolían las rodillas de estar en cuclillas, pero si se incorporaba corría el riesgo de que el viento lo tirara del trineo. Por otra parte, le preocupaba Eleanor. ¿En qué condiciones la encontraría? No le había hecho ninguna gracia encerrarla con llave en la sacristía, pero tenía miedo de lo que pudiera hacer. No sabía muy bien si Eleanor se hallaba en plena posesión de sus facultades mentales o estaba temporalmente enajenada.

Por experiencia, sabía que la fiebre iba y venía como los ataques de malaria que sufría el sargento Hatch, pero también era consciente de que aquella sed terrible nunca cedía. Siempre seguía allí, a veces escondida como un manantial subterráneo y a veces brotando a la luz para exigir que la saciaran. Sinclair se preguntó cómo Eleanor, que en las mejores condiciones era delgada como un junco, y además muy joven, conseguía resistir aquel impulso inexorable. El mal que los afligía a ambos era a la vez una bendición que los protegía de muchas otras flaquezas humanas y una maldición que los retenía para siempre en las garras de su oscuro poder. Libertador y carcelero al mismo tiempo. Había veces en que dudaba de que ella tuviera la voluntad o incluso el deseo de seguir adelante en tales circunstancias, pero Copley estaba seguro de que la fuerza de su propio empeño era suficiente para los dos. Quisiera o no, ella necesitaba lo que él le llevaba; por encima de todo, le necesitaba a él. Gritó a los perros para animarlos, pero el viento pareció recoger sus palabras y arrastrarlas de vuelta contra sus dientes, que castañeteaban de frío.

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